jueves, 20 de marzo de 2025

Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.

Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón 

Hemos entrado en la Semana Santa, en esta Semana Santa tan excepcional, y el primer regalo que nos ofrece la Escritura es este pasaje del Evangelio de Juan, cuando en Betania, seis días antes de Pascua, tiene lugar el banquete que quiere celebrar la resurrección de Lázaro. El regreso a la vida de este querido amigo de Jesús había conmocionado profundamente a los judíos y también a las hermanas de Lázaro. 

De hecho, sabemos cómo después de cuatro días en el sepulcro los rabinos enseñaban que el cuerpo volvía definitivamente a ser polvo y Dios le quitaba ese aliento de vida que le había sido dado al principio. 

Jesús, por tanto, es el dador de vida, el portador del aliento de vida que viene del Padre y la resurrección de Lázaro no es un milagro sino la presencia de Jesús entre ellos y entre nosotros, que consigue traer vida también allí donde la muerte ya se ha instalado. Y el verdadero signo es Jesús mismo, a quien en esta Semana Santa estamos invitados a descubrir a través de los Evangelios de la Pasión. 

La casa de Betania, donde tiene lugar la cena, se debate entre la gratitud de las dos hermanas y los judíos por la nueva vida de Lázaro, pero también entre la envidia de aquellos, entre los fariseos y los Sumos Sacerdotes, que se sienten perturbados por el poder de la oración del Señor que se llama Hijo de Dios. Les perturba su manera de leer las Escrituras, que se entrelaza con la vida y la transforma. Están perturbados por el anuncio que hace del Reino de Dios y por su gran libertad. 

Y Jesús vive todo esto, lo hemos descubierto cada vez más, como si estuviera desarmado, consciente de estar cerca de su muerte. Pero Jesús, desarmado y consciente de su fragilidad, permanece entre ellos. Él sabe, de hecho, que al final será reconocido por lo que es, el Hijo de Dios, incluso por aquellos que no lo entendieron, por aquellos que se burlaron de él, por aquellos que estaban lejos. Pero todo esto sucederá después de la Cruz, incluso después de la Resurrección, incluso después de Pentecostés. 

Pero aquí, en el Evangelio de Juan, seis días antes de Pascua, María, antes que nadie, comprende algo y hace un gesto que revela su corazón, su fe de mujer. Inesperadamente, en el corazón de aquella cena, toma trescientos gramos de un perfume muy precioso, nardo puro – el nardo crece en el norte de la India, por encima de los 5000 metros de altitud, es una flor que difunde un aroma delicado y que era muy valioso – y lo vierte sobre los pies de Jesús, en un gesto gratuito, que es criticado, pero que involucra también su cuerpo, tanto que seca los pies del Señor con sus cabellos. 

¿No dirá el Señor: “Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”? Y aquí vemos la dramática, verdaderamente dramática, diferencia con los demás discípulos y con Judas. ¿Dónde estaba el corazón de éste de los doce, llamado Iscariote? ¿Dónde está nuestro corazón? 

Jesús parece demasiado desarmado, un Maestro demasiado débil, un Reino sin legiones de soldados. Podría haber llamado a doce legiones de ángeles, pero entra en Jerusalén casi desnudo ante la creciente conspiración. Y el corazón de Judas está en otra parte, no le parece posible que un Mesías tan frágil pueda traer nueva vida, a pesar de la resurrección de Lázaro. 

Y luego trescientos denarios… Incluso doscientos denarios habrían sido suficientes para alimentar a la multitud para la que Jesús había multiplicado los panes y los peces. Treinta denarios, treinta siclos de plata fue el precio que Judas pagará para vender a este maestro que era demasiado débil. Pero para María la vida de Jesús no tiene precio, vale infinitamente más que el perfume que ella derrama a los pies de su Maestro. Y, sin embargo, María aprovecha el momento. A medida que la conspiración se aprieta, siente inmediatamente la necesidad de hacer un gesto de amor, de ternura y de veneración hacia el Señor que dará su vida por todos nosotros. 

Los pobres siempre estarán con nosotros, serán la compañía que nos mantendrá cerca del Señor, pero no siempre tendremos al Señor. Jesús y la paz serán crucificados, Jesús y la paz pueden morir. Entonces éste es el momento, ésta es la hora de hacer el gesto físico, preciso, gratuito, exagerado, que María nos deja casi como el Evangelio del Triduo, casi como el Evangelio de la Semana Santa. 

Cada uno puede elegir cuál es el perfume, cuál es el gesto. Ciertamente abramos los Evangelios de la Pasión y sintamos que Jesús nos puede ser arrebatado, como nos fue arrebatado la noche de su prendimiento, pero que en su amor no nos abandona. Y por eso, la vida, para la humanidad agotada por el dolor, puede nacer de un Maestro agotado por la debilidad pero que no renuncia nunca a cumplir la voluntad de salvación del Padre, siempre cerca de nosotros cuando estamos lejos, cerca de cada discípulo, de cada hombre, de cada mujer que sufre. 

Así que, cuando derramó el perfume sobre los pies de Jesús, toda la casa se llenó de su aroma. El gesto de cada uno de nosotros, con los Evangelios de la Pasión en la mano, cerca de Jesús, aún sin entender todo pero dejándolo expresarse, llena de aroma la casa, la Comunidad, la Iglesia, los hermanos, las hermanas. El amor, la resurrección, la victoria sobre la muerte comienzan con estos gestos, porque es el Señor quien da la vida, es el Señor quien la ofrece, es el Señor quien la derrama en nuestros corazones. 

Que en estos días santos se sienta en todas partes el aroma del amor a Jesús, dador de vida. La humanidad lo necesita, como el pan, como el agua. Lo necesitamos nosotros, lo necesitan nuestros hermanos y hermanas probados por el conflicto, lo necesitan los pecadores y nuestra fe también lo necesita. 

Quisiéramos poder decir con el Apóstol San Pablo, habiendo vivido y viviendo en los próximos días al lado del Señor, como dice en la Segunda Carta a los Corintios: Gracias a Dios, que nos hace siempre partícipes de su triunfo en Cristo Jesús y por medio de nosotros difunde en todo el mundo la fragancia de su conocimiento. Nosotros, de hecho, somos fragancia de Cristo ante Dios. 

Se puede decir de cada comunidad, de cada cristiano, de nosotros, que el conocimiento de Dios en estos tiempos se difunde también a través de nosotros y conocer a Dios significa, en definitiva, conocer la victoria sobre la muerte, conocer la alegría de la Pascua, conocer la luz, el amanecer, de un día de paz. 

Y como María, también nosotros nos ponemos humildemente a los pies del Señor, dejando que nuestro corazón se ablande, dejando que nuestro corazón crea, dejando que nuestras manos y nuestro pensamiento se concentren en Él, porque un día quizás podremos amar como Él, amar como María y transmitir a todos la luz y la fuerza de su vida. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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