Desarmar la palabra
Desarmar la palabra… es una carta que el Papa Francisco ha escrito desde su convalecencia hospitalaria al Director del Periódico ‘Corriere della Sera’. Es una intervención, creo, oportuna y necesaria también porque ayuda pensar sobre el uso que hacemos de las palabras.
Tal vez vivimos en la ilusión de elegir las palabras y, en cambio, son las palabras las que nos eligen a nosotros: tienen un poder revelador y dicen mucho sobre nuestra manera de ser, nos definen en nuestra relación con nosotros mismos, con el mundo, con los demás. De hecho, ya Ludwig Wittgenstein sostuvo que las palabras son como la película superficial de un agua profunda.
La palabra tiene una naturaleza dual, está siempre en equilibrio entre el poder y la impotencia.
Por una parte, es la expresión de la grandeza humana, es el λóγος que vence al caos, es la fuerza en la que se ha reconocido el sistema de pensamiento occidental desde Sócrates hasta Hegel, es la quidditas que distingue al ser humano de los animales.
Pero esta fuerza puede fácilmente convertirse en arrogancia, la de quien pretende, precisamente, tener siempre "la última palabra". Las palabras pueden incluso convertirse en verdaderas armas que dañan. Y la forma en que los utilizamos es el indicador que revela nuestras intenciones, nuestra cara más auténtica.
Por otra parte, las palabras también pueden expresar nuestra fragilidad: a menudo nos faltan, nos fallan, no las encontramos. Y no se debe a un vocabulario pobre o a la ignorancia, sino a la dificultad de forzar, dentro de los estrechos límites del λóγος, el magma de emociones que se agitan en nuestro corazón. Experimentamos así la debilidad del supuesto poder definitorio de la palabra. Una complejidad, ¿dificultad?, que tenemos que tener muy clara: no siempre la palabra cuadra por todos lados nuestros pensamientos, sentimientos,…, sin forma. De hecho, casi nunca cuadra.
Sí, las palabras son a la vez pobres y poderosas, son la frontera siempre movediza entre el poder y la debilidad. Reflexionar sobre el valor de las palabras en el mundo contemporáneo es casi un deber. En tiempos de manipulación deliberada e instrumental de la palabra es más necesaria y obligada, en una época de verdadera expulsión de la palabra, a competir con formas de comunicación digital y de intercambio virtual, a menudo confiadas a emoticonos y mensajes de texto.
¿No habrá que devolver al lenguaje el poder generador de significados y experimentar así lógicas inexploradas, dando voz a lo que está reprimido, es inexpresable o tal vez aún desconocido? ¿No habrá que abrir posibilidades, desencadenar posibles hilos de comunicación, crear alternativas? Las palabras sin búsqueda son palabras estériles: inútiles en las relaciones, inútiles en la educación, inútiles en el cuidado. Y fruto de la búsqueda son palabras liberadas de los cansinos patrones de las cadenas verbales ordinarias y yuxtapuestas tantas veces de forma surrealista.
¿No habrá que organizar la resistencia de la palabra hablada, pronunciada, acompañada de la fisicidad de quienes la utilizan: gestos, miradas, voz, tono, cuerpo,…? ¿No habrá que emprender la resistencia de la palabra también contra la no-palabra de lo artificial, de lo digital, de lo virtual? ¿No habrá que proteger la palabra de aquella deriva de la palabra que está produciendo riesgos enormes y fácilmente reconocibles?
La pretensión de dar a las palabras el poder de la
exactitud objetiva: hoy en día, las palabras se hacen firmes mediante pruebas,
cuadrículas, mediciones,… Es una patología bien presente, por ejemplo, en el
mundo de la educación. Y, en cambio, debe quedar claro que enjaular las palabras
es el primer paso hacia la censura.
La ambigüedad ideológica del lenguaje político: orwellianamente, a las verdaderas expediciones de guerra se las llama «misiones de paz», o se define apodícticamente como «buena escuela» una ley que, bien mirado, ha sido la causa del empeoramiento represivo de cualquier libertad de enseñanza y de cualquier espíritu crítico en el aprendizaje.
El miedo a la polisemia y a la Babel lingüística, la ilusión de la reductio ad unum de los significados como sinónimo de estabilidad y seguridad. El ser humano siempre ha intentado extinguir la parte humilde de sí mismo. Su esfuerzo ha sido siempre aspirar a la construcción de un discurso ordenado. Y, en cambio, el más claro y ordenado de los discursos, aunque tranquilizador, puede convertirse en la más peligrosa de las ilusiones. Pensar que decir equivale a saber y que hablar equivale a saber… impide al orador verse a sí mismo mientras habla, impide observar las palabras como lo que son: palabras, sólo palabras.
Sin embargo, vivimos de palabras, con palabras, gracias a las palabras, y la calidad de nuestra vida asociada depende de su uso.
El número de palabras conocidas y utilizadas es directamente proporcional al grado de desarrollo de la democracia. Pocas palabras, pocas ideas, pocas posibilidades, poca democracia; cuantas más palabras se conozcan, más rico es el debate político y, con ello, la vida democrática. Más palabras, más democracia; más palabras, más encuentro y debate; más palabras, más humanidad. Pero la guía de nuestros discursos debe ser una conciencia constante del poder y la fragilidad de las palabras.
Precisamente para que sobrevivan la democracia, el debate y la humanidad, es necesario desarmar las palabras. Encontrar un posible equilibrio entre poder y fragilidad es un noble empeño: desarmar las palabras y hacer de ellas un terreno fructífero para el encuentro significa no apuntarlas nunca como armas contra el otro.
Ellas, las palabras, son todo lo que podemos. Y, simultáneamente, todo lo que no poseemos. Elegirlas bien significa comprometernos a construir un mundo mejor, intercalándolas, si acaso, con los silencios oportunos, necesarios para aplacar las emociones negativas y permitir que afloren las positivas. Dejar que las palabras nos elijan significa salvaguardar la autenticidad profunda de nuestro decir, la genuinidad de nuestras emociones, sentimientos, pensamientos…
Desarmar la palabra… es también una llamada a aprender a liberar las palabras de sus incrustaciones y petrificaciones habituales, que se insinúan y se arrastran en modas, en estereotipos, en convenciones lingüísticas.
¿No habrá que emprender un trabajo de lento des-aprendizaje que consista en desentrañar los supuestos de nuestras palabras para mutarlas, para evitar “el siempre se ha dicho” y “el siempre se ha dicho así”? ¿No habrá que dejar un espacio a la imaginación que tiene su propia gramática, distinta, sin embargo, de los patrones convencionales y que por eso es libre y creativa?
Aprender a des-entrañar las palabras, desencadenar procesos de trans-/des-formación, jugar con los significados para descubrir nuevas lecturas del mundo es un proceso que comienza de niño. Puede parecer un ejercicio difícil, pero es una aventura en la que está en juego nuestra manera de estar entre los hombres y de cultivar nuestra humanidad: dum inter homines sumus, colamus humanitatem (Séneca).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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