miércoles, 16 de julio de 2025

La herida sorda y el grito mudo de un presbítero.

La herida sorda y el grito mudo de un presbítero 


Los ves consagrar y elevar la Hostia durante la Misa, embellecidos con vestimentas que los hacen parecer diferentes a los demás. Los ves sentados escuchando a quienes se acercan a ellos en busca de una palabra de consuelo, un gesto de humanidad, una bendición que enderece lo que está desviado. Los ves trabajando, embarcándose con grupos, caminando con las personas, partiéndose en compromisos y actividades. Los ves así y piensas: ¿Qué problemas pueden tener? Siempre tienen una sonrisa en los labios. 

Al verlos, se olvida la doble personalidad del presbítero: un hombre como todos, quizá incluso el más miserable —san Pablo se definió «un aborto» (1 Cor 15,8)—, que en el escudo de su vida acepta la invitación de Dios, que le pide que se sumerja en ella como un buzo. Los vemos como presbíteros y rara vez recordamos al hombre que se esconde detrás de esta misión al límite de lo posible: el hombre que llora y ríe, reflexiona y se pregunta, que durante el día te habla de Dios con el corazón después de que por la noche ha alzado la voz con su mismo Dios: «Maestro, ¿no te importa que muramos?» (Mc 4,38). 

Uno de estos presbíteros, Don Matteo Balzano, de Novara (Italia), de 35 años, se suicidó el día 5 de julio. Se quitó esa vida que, casi con toda seguridad, habrá ayudado a otros a llenar de sentido, de significado. No siempre a cualquier edad se está dispuesto a soportar incluso el cansancio más absurdo, a no abandonar el intento con tal de encontrar un sentido al esfuerzo. 

Se suicidó en la rectoría, la casa que en el imaginario colectivo es el «urgencias» del alma: la casa en la que, algunos días, «se marcha llorando, llevando su semilla para arrojarla, pero al volver viene con júbilo, trayendo sus gavillas» (Sal 125,6). La casa en la que el presbítero, con la gracia de Dios, se convierte en profeta de un nuevo futuro para la vida de otros, de los demás; el lugar en el que el pecado se recicla y el consuelo se convierte en aceite para un motor que ha encendido la luz roja. 

Los ves trabajando: nunca imaginarías que detrás de ese rostro hay un hombre que, algunas noches, necesitará un gesto de ternura, de consuelo, un abrazo que lo estreche fuerte en lugar de esa almohada que abrazará en las noches de insomnio, como una lapa, un mejillón, una ostra se aferran a la roca para no caer. Él, Don Matteo Balzano que habrá repartido la piedad más hermosa al ungir con el óleo de los enfermos la cabeza y las manos de los moribundos, ha muerto solo. En su casa, solo. 

El presbítero - quien escribe lo es por la gracia de Dios - es consolador por vocación, por elección: pero ¿quién consuela a los consoladores? Como médico, venda las heridas: pero ¿quién cura las suyas? Dios apuesta por su poder de curación: pero ¿quién cura a los curadores? Lo más obvio es pensar: «Tienen a Dios con ellos, ¡que recen en lugar de quejarse!». 

Pero algunas noches, para penetrar en las grietas de la carne, la oración necesita un ropaje humano que se acerque al oído para que eche raíces, para que no sea el soliloquio del condenado a muerte, sino el grito del enamorado que se siente perdido y solo: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38). 

Los presbíteros somos gente de primera línea, personas de trinchera en el frente de la batalla de cada día. Bastaría tan poco, algunas noches, para mantener en orden nuestro corazón y nuestra misión, como, por ejemplo, una palabra, una llamada telefónica, un «¿Cómo estás?». Cuando el corazón está en revuelo y el alma solloza, las cosas y las palabras nunca son solo cosas y palabras. No sé si escandaliza que incluso un presbítero, a veces, piense en el suicidio: el consuelo es que quizá una palabra, en esos mismos momentos, tiene la fuerza de anular esa idea. Lo que no es escandaliza es consolar a quien acepta gastar su vida para consolar. 

El suicidio de un presbítero, hasta puede ser también una derrota si no se ha sabido escuchar, acoger, reconocer, …, una herida sorda… un grito mudo incluso también cuando uno muestra su mejor cara como presbítero apasionado, querido, entregado, generoso, dinámico, entusiasta,…

Su suicidio es también una pregunta sin respuesta y representa una herida. Es inútil negarlo: existe, seguramente no solo desde ahora, un evidente «malestar existencial» del presbítero. Incluso en un presbítero sonriente y disponible también puede haber un “infierno” complejo, también difícil, de manejar. Incluso no siempre el que está cerca es capaz de conocerlo. Ni siquiera de intuirlo. Son hombres que han elegido servir incluso cuando las expectativas son demasiado altas y se sienten inadecuados. 

No es el malestar existencial generado por lo que se podría pensar más fácilmente: el aspecto económico, los problemas afectivos, las dificultades para mantener una buena relación con los superiores... Esas son cosas que cada uno de nosotros ya tiene en cuenta, al menos como previstas, cuando pronuncia, con alegría, su «aquí estoy porque me has llamado» a la llamada del Señor. 

¿De qué puede depender entonces? Es difícil encontrar una respuesta, porque el presbítero representa también un cruce de caminos, un punto de encuentro entre lo humano y lo divino, entre la Iglesia y el mundo, entre el presente y el futuro que nos espera. La figura del presbítero es compleja: su vida debe vivirse recreando cada día el arte de un equilibrio continuo. 

Ante un acontecimiento tan dramático como el acontecido con el suicidio de Don Matteo Balzano se multiplican las reflexiones. Una de ellas, la mía. Y nos planteamos algunas preguntas que interpelan al Pueblo de Dios en general y a los mismos presbíteros en particular. 

La primera es simplemente humana: muchas veces estamos llamados a vivir situaciones (o momentos) de soledad, que no es el «proprium» del presbítero, porque no somos ermitaños en el desierto, sino pastores en una comunidad. Entonces nos preguntamos: cuando tienes algo que te pesa, cuando necesitas compartir una confidencia, un estado de ánimo, ¿tienes a alguien que te escuche? ¿Un hermano (no un «colega», como se dice a veces), una persona humanamente madura, alguien que quiera buscar contigo tu bien personal? 

A veces se descubren cosas maravillosas en la vida de los presbíteros: pequeñas atenciones, la intuición de dificultades ocultas a ojo de buen cubero o a simple vista, la disponibilidad a decir simplemente «¡mira que estoy aquí! Si necesitas algo, llámame!». 

Muchas veces es así, ¡pero no siempre! Una llamada, una visita, un café juntos, un mensaje simpático y respetuoso por WhatsApp cuando es el cumpleaños... Son cosas, como se suele decir, que cuestan poco pero valen mucho, también entre nosotros los presbíteros: decimos que tenemos una «imagen» que mantener, pero algo que nos arranque una sonrisa o una risa benévola nos ayuda más que muchos medicamentos o visitas al psicólogo, aunque sean necesarios cuando se necesitan. 

Un santo y un pastor - Carlos Borromeo - en un discurso a los presbíteros decía: «Es cierto, debemos entregarnos a los demás, ¡pero no hasta el punto de que no quede nada para nosotros mismos!». Para ayudar a los demás, ¡tenemos que estar bien nosotros! No debemos tener miedo, pues, de encontrar, de vez en cuando, un espacio adecuado también para nosotros mismos. 

El tiempo dedicado a la oración, a un momento de retiro personal, a los ejercicios espirituales, al ocio gratuito que esponja el cuerpo y el alma dándose la oportunidad de disfrutar de las cosas buenas de la vida, a las vacaciones, al descanso,…, no es tiempo perdido, sino todo lo contrario... Es necesario re-crearse. Sin descuidar nuestros compromisos, por supuesto, hay que buscar y encontrar un poco de tiempo para nosotros mismos, porque estar en paz en nuestro corazón nos ayuda a estar más dispuestos hacia los demás. ¡Y la vida relacional, para nosotros los presbíteros, es fundamental! 

Pero aún más. Solo no se llega a ninguna parte. Y si se llega, se pierde. Somos presbíteros: necesitamos un fuerte vínculo de comunión con el Señor Jesús. La misma relación con la gente no es una relación «a dos», entre nosotros y el mundo, sino «a tres»: entre nosotros y el Señor y, en nombre y en presencia del Señor, con el mundo. De lo contrario, se construye sobre arena y no sobre roca. 

¿Tenemos un guía espiritual, alguien ante quien ser nosotros mismos, verdaderos, auténticos, sin máscaras; alguien con quien abrirnos, tal vez incluso llorar, sonreír, rezar, confiar en plena amistad? Quien guía debe dejarse guiar. Hay que sentirse hijos para vivir el espíritu de paternidad hacia los demás. 

Otro aspecto, que a menudo recuerdan los presbíteros, pero que siempre hay que renovar, es el de la fraternidad presbiteral. El sacramento no solo te da una gracia y un ministerio, sino que te coloca en el presbiterio para ser parte de un único cuerpo al servicio de Jesucristo y de la Iglesia. La misma relación personal que tenemos con el Señor exige ampliar nuestro horizonte a todos aquellos que, como nosotros, han recibido el don de servir a la comunidad cristiana como presbíteros. 

Ésta es una forma particular de sentir el sentido eclesial, el conocido «sentire ecclesiam» del que hablan los antiguos Padres. Un radio agrietado o, peor aún, roto en una rueda dificulta el correcto funcionamiento: un presbítero que se aísla empobrece a todo el presbiterio y se empobrece a sí mismo. Un presbítero alegre, con la mirada clara y el corazón puro, enriquece a todos: a los demás presbíteros, a la gente, a la Iglesia, al Reino de Dios. Quizás las cosas en la pastoral no le vayan demasiado bien, pero estará contento de todos modos, porque sabe que ha sido elegido por el Señor y que trabaja con Él. 

Estamos llamados a ser presbíteros felices, más allá del carácter o del temperamento, porque solo así un presbítero puede transmitir ese perfume del Reino de Dios que todos pueden percibir. Y también estamos llamados, aún más, a rezar unos por otros, aunque no sepamos el destino que el Señor dará a nuestra oración. 

Descansa en Paz Don Matteo Balzano. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



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