Una lectura personal de los últimos sucesos en Torre Pacheco
Han pasado cinco años desde que, el 25 de mayo de 2020, George Floyd, afroamericano, fue asesinado durante su detención por Derek Chauvin, un policía blanco. La brutalidad de las imágenes publicadas inmediatamente en Internet y en las redes sociales por los presentes, en las que se ve a Floyd agonizando bajo la rodilla de Chauvin, que lo asfixia, pronunciando repetidamente las palabras «I can't breathe» -«No puedo respirar»-, provocó una ola de protestas en muchas partes del mundo.
El comportamiento racista de la policía no es nada nuevo en Estados Unidos: el lema «Black Lives Matter» -«Las vidas negras importan»- y el movimiento que se identifica con él dieron sus primeros pasos en 2013-2014, a raíz de episodios similares al de Minneapolis. La crónica muestra que estos episodios no dan señales de disminuir. Hasta, por ejemplo, pueden recrudecerse en un abanico pluriforme de fenómenos análogos. Tal vez lo que ha ocurrido y está ocurriendo en Torre Pacheco (Murcia).
En todo caso, más allá o más acá de fenómenos locales en nuestro país, todo indica que hay un preocupante aumento del racismo y la xenofobia en una Europa cada vez menos inclusiva. Basta con acercarse al Informe sobre los Derechos Fundamentales 2025 de la Agencia de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea: https://fra.europa.eu/es/publication/2025/fundamental-rights-report-2025-fra-opinions Es un documento "aún caliente" del 10 de junio del presente año 2025.
La cuestión racial sigue, por tanto, planteándose como un problema sin resolver, tanto en Estados Unidos como, en general, también en Occidente. Es cierto que hay que condenar toda violencia injustificada, venga de donde venga, pero sería simplista pensar que todo se puede resolver con la represión de comportamientos individuales erróneos. Al igual que en otras situaciones similares, como los casos de feminicidio, la repetición de los episodios es indicio de un problema estructural más amplio y profundo, que va mucho más allá de los hechos individuales, por muy graves que sean.
Afrontar la galaxia del racismo es una cuestión tan urgente como compleja, sobre todo por las reacciones de resistencia que se desencadenan en cuanto se traspasa el umbral de las declaraciones de principios. Vale la pena detenerse a pensar en las dificultades de Europa para reconocer su propio racismo, a menudo camuflado con la xenofobia o las cuestiones relacionadas con la inmigración.
Cuando comienzo esta reflexión quiero hacer dos precisiones finales. En primer lugar, el discurso aquí expuesto está inevitablemente situado, ya que lo escribe un blanco para un público mayoritariamente blanco: puede parecer obvio, pero, quizá o seguramente, es el quid de la cuestión. La segunda es que algunas ideas resultarán incómodas y molestas, empezando por el uso del término «blanco», porque subvierten muchos lugares comunes que se dan por sentados. Es un esfuerzo que hay que afrontar si realmente se quiere avanzar.
¿Privilegio blanco?
Aparte de los miembros de algunos grupos extremistas, nadie se declara abiertamente racista; al contrario, la mayoría de las personas afirman con vehemencia que no lo son en absoluto, que tienen amigos (o familiares) de diferente color y que han aprendido a no hacer diferencias. Al menos estas son las reacciones típicas de los blancos.
Sin embargo, los datos hablan por sí solos. Por ejemplo, en Estados Unidos, los afroamericanos tienen peores perspectivas en casi todos los ámbitos: ingresos, desempleo, probabilidades de contraer determinadas enfermedades o de ser condenados a muerte; incluso ante el mismo delito, la sentencia suele ser más severa cuando el acusado es negro y la víctima blanca.
La composición de la clase dirigente tampoco refleja la demográfica, salvo algunas excepciones. La identidad de quienes ocupan los puestos de poder en este país no ha cambiado: son blancos, hombres, de clase media-alta y sin discapacidades físicas.
Dentro de una estructura social asimétrica, hay por tanto un grupo que se beneficia de la situación y disfruta de un privilegio, es decir, los blancos.
Los blancos son el grupo que más se resiste a aceptar que la discriminación racial es una realidad, a partir de la conciencia de pertenecer él mismo a una raza, entendida obviamente como un constructo sociocultural y no como un dato biológico. Tener una identidad racial es la condición de todo ser humano. Sin embargo, hablar de los blancos en términos raciales resulta poco habitual y, sobre todo, desagradable para los propios blancos.
Aún más difícil es aceptar la noción de privilegio blanco: para quienes lo disfrutan toda su vida, por ser blancos en una sociedad dominada por los blancos, parece obvio considerarlo un hecho, una condición normal. Es difícil considerar un privilegio el hecho de poder desplazarse e incluso cruzar una frontera sin tener que mostrar los documentos a las fuerzas del orden, o poder alquilar un apartamento u obtener un préstamo sin problemas.
Cabe destacar que se disfruta de este privilegio precisamente en virtud de la propia pertenencia racial, independientemente de las convicciones o comportamientos personales o de la ciudadanía. El hecho de considerarlo «algo natural» convierte a los blancos en defensores, más o menos conscientes, del statu quo del que se derivan las ventajas: si se niega la existencia del problema, se impide que este salga a la luz y se trate.
Las «trampas» culturales
Por el contrario, darse cuenta de que el racismo es un problema estructural, arraigado en la cultura que nos precede y en la que todos estamos inmersos, y no solo vinculado a actos puntuales, es de gran importancia para poder intentar realmente desmantelar el sistema.
Al mismo tiempo, abordar los patrones culturales de los que depende puede resultar complejo debido a algunos elementos característicos que la cultura occidental ha asimilado y de los que ya no es consciente: el individualismo, la presunción de objetividad y el consiguiente enfoque moralista de los problemas.
Por un lado, la perspectiva individualista crea, inculca, reproduce y refuerza la creencia de que cada uno de nosotros es único y distinto de los demás, y que las pertenencias grupales, como la raza, la clase social o el género, no influyen en las oportunidades a las que tenemos acceso. Según esta visión, la raza es irrelevante, a pesar de que la realidad diga lo contrario.
Pero, evidentemente, esto se convierte en la base ideológica para negar el problema. En la cultura a la que pertenecemos, recibimos mensajes precisos sobre el significado de pertenecer a un grupo específico, sobre la diferencia y, sobre todo, sobre la jerarquía entre unos y otros.
Por ejemplo, aprendemos que un determinado grupo es «mejor» que su «opuesto»: por ejemplo, es mejor ser joven que viejo, rico que pobre, culto que analfabeto, hombre que mujer, heterosexual que homosexual, o blanco que negro. Y no es fácil afrontar con honestidad el sentimiento de superioridad que hemos interiorizado por el hecho de ser blancos.
Por otro lado, la pretensión de objetividad lleva a suponer que es posible estar libre de todo tipo de prejuicios. Pero tomar conciencia de la pertenencia a un grupo significa darse cuenta de que se ve el mundo desde una perspectiva original e irremediablemente parcial. Y, sobre todo, que no puede ser de otra manera.
A muchos blancos les resulta difícil reflexionar sobre su pertenencia e identidad racial, porque se nos ha enseñado que adoptar esa perspectiva equivale a ser prejuicioso. Esta es la «trampa» que perpetúa los prejuicios, porque negar que los tenemos nos exime de cuestionarlos.
Si es complicado reorientar nuestras formas de juzgar la realidad, aún más difícil es aceptar que otros nos incluyan en una categoría, la de los blancos, basándose en el color de nuestra piel, cuestionando así simultáneamente nuestra singularidad individual y la universalidad de nuestro punto de vista. Para muchos blancos, sufrir una «generalización» de este tipo resulta tan incomprensible como inaceptable.
Pero es imposible comprender las dinámicas de las formas modernas de racismo sin la capacidad y la disposición a explorar las generalizaciones relacionadas con la pertenencia a un grupo y sus efectos sobre los individuos.
Aceptar existencial y personalmente la generalización que vincula el ser blanco con el racismo está lejos de ser algo obvio. Especialmente para aquellos que se consideran abiertos al respeto de todas las personas y las diferencias culturales, ser asociados con el grupo que discrimina no puede sino suscitar resistencia.
Sin embargo, el racismo no se reduce a comportamientos maliciosos e intencionados de rechazo consciente del otro por motivos raciales: la discriminación racial es un elemento estructural de nuestra sociedad, que prescinde de las intenciones de los individuos. Es algo que nos precede, en cuyo seno crecemos, y que se convierte en la base de experiencias vitales divergentes, de las que se derivan visiones del mundo igualmente diferenciadas.
Desde esta perspectiva, se entiende por qué la distinción habitual entre «buenos» —cultos, progresistas, abiertos, democráticos— y «malos» —groseros, ignorantes, cerrados, reaccionarios, violentos— no ayuda. Difícilmente se aceptaría formar parte de la segunda categoría y poner en juego la propia respetabilidad.
El racismo impregna las estructuras de nuestra sociedad y representa un condicionamiento inevitable para cada uno de nosotros, a pesar de las mejores intenciones y del sincero compromiso por cambiar las cosas. Si queremos desmantelar este constructo social, el camino es aceptar con honestidad que forma parte de nuestras vidas y reconocer las formas en que actúa en nuestra sociedad.
Esto no significa negar la responsabilidad personal de quienes cometen actos de violencia o discriminación, ni afirmar que «la culpa es del sistema», con la des-responsabilización que ello conlleva. Solo la conciencia de formar parte de un sistema social que se basa en la discriminación racial y la reproduce abre el espacio para una activación auténticamente ética de la responsabilidad de cada uno: si este es el sistema en el que estoy insertado, más allá de mis elecciones, ¿cómo puedo habitarlo de manera responsable para intentar modificarlo en el sentido de una mayor justicia racial?
La forma en que funciona el sistema no es «culpa» nuestra, es así desde mucho antes de que naciéramos. Nuestra responsabilidad es más bien encontrar la manera de no ser cómplices y construir espacios de resistencia y alternativas: para preservar el sistema y perpetuar sus disfunciones, basta con vivir tranquilamente y mirar hacia otro lado.
Por eso es necesario insistir en la importancia fundamental de tomar conciencia y cultivarla cada día. Y yo diría, incluso, más y mejor lo siguiente. Es necesario mantener la guardia alta, a nivel personal y aún más en toda agrupación y/o colectivo de las que formamos parte: también ellas están atravesadas por la cultura de la discriminación.
Esto vale para las instituciones, las asociaciones y las organizaciones de la sociedad civil, el mundo del trabajo y el del deporte (¡pensemos en los cánticos en los estadios!), y también vale para la estructura eclesial. Hay que mirar con lupa ciertas manifestaciones verbales de los políticos de derecha y de extrema derecha en nuestro ámbito estatal, por ejemplo vinculando estrechamente delincuencia e inmigración, porque no parece que sean de recibo desde el punto de vista cristiano de la ética y moral. Llegado el caso hay que salir al paso de ello incluso para evitar equívocos malentendidos.
Un segundo frente de compromiso, estrechamente relacionado con el primero, es el de la labor educativa con vistas a la elaboración progresiva de una cultura diferente. Se trata de un reto que interpela de manera particular al mundo de la educación escolar, que en muchos contextos se revela como un poderoso instrumento de reproducción del sistema social, con sus defectos, al igual que los ámbitos de la educación extraescolar, pero que no es ajeno a la vida cotidiana de cada uno.
Los pequeños gestos con los que se intenta romper la lógica de la discriminación racial no representarán la solución milagrosa y definitiva del problema, pero reforzarán en quienes los realizan y en quienes los observan la convicción de que otro mundo es posible y la determinación de alcanzarlo.
Afrontar el racismo es un proceso complicado que nos llevará toda la vida, pero también es una experiencia auténtica y, sobre todo, profundamente generativa y alternativa. Por supuesto, ni qué decir tiene, es una experiencia evangélica.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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