jueves, 4 de diciembre de 2025

Las discapacidades en las guerras.

Las discapacidades en las guerras 

La discapacidad, en un contexto de guerra, no es algo imprevisto. Es uno de los resultados más reconocibles del conflicto, su continuidad en el cuerpo de quienes sobreviven. 

Incluso cuando se obtiene una prótesis, queda una huella que no solo se refiere a la pérdida funcional de una extremidad. La herida modifica la relación con el propio cuerpo, con el espacio, con los demás, y se inscribe en la memoria como una prueba constante de vulnerabilidad. 

Cada amputación es una interrupción del camino, antes incluso de ser una lesión física: un proyecto de vida que se desvía y necesita ser re-imaginado. 

La guerra inserta en ese cuerpo una idea nueva de límite. Un límite que no solo se refiere a lo que falta, sino a lo que será necesario soportar a partir de ese momento para permanecer en el mundo sin sentirse excluido. 

Los lugares de guerra no solo se convierten en escenarios de guerras: se convierten en un laboratorio de discapacidad planificada. Las cifras, cuando finalmente emergen de la opacidad de las guerras, revelan una verdad que ninguna sociedad debería aceptar como inevitable. 

Formular tasas de amputaciones no es manejar un dato estadístico. Significa mirar a toda una generación de personas a las que la guerra ha obligado a negociar continuamente con su propio cuerpo. 

Es decir, personas que ya no pueden moverse en el espacio con la libertad que define la vida: andar sin motivo, tropezar sin consecuencias, caminar sin tener que medir el terreno. Significa personas que se encuentran con barreras por todas partes. Y significa dependencia: de las organizaciones humanitarias, de un sistema sanitario fragmentado, de decisiones políticas muy lejanas. Se trata de personas que viven suspendidas entre lo que su cuerpo estaba destinado a ser y lo que les ha impuesto el conflicto. 

No son estadísticas, pues, sino existencias precarias por una herida que se abre cada día: en el dolor físico, en la falta de autonomía, en la conciencia indeseada de que la normalidad, para ellas, no está prevista. 

En las guerras la discapacidad ha sido y sigue siendo parte de la lógica estructural del conflicto: una consecuencia directa de las explosiones que mutilan los cuerpos y una consecuencia indirecta del colapso total de las infraestructuras que deberían atenderlos. 

En las guerras la mutilación se superpone a la destrucción material. En lugares donde las escuelas, los hospitales, las carreteras y las viviendas han sido arrasadas, la pérdida física nunca es aislada. Se inscribe en un contexto que impide cualquier forma de reparación real. 

Por ejemplo, un niño que ha perdido una pierna no solo necesita una prótesis; necesita un sistema escolar que funcione para seguir aprendiendo, necesita carreteras transitables para llegar a un hospital, necesita una vivienda estable para poder recibir tratamiento todos los días. Todos estos elementos suelen ser extremadamente raros o inexistentes. A la herida en el cuerpo se suma así una herida en el tiempo: la sustracción del horizonte. 

Un niño discapacitado no solo vive la diferencia entre «antes» y «después» de la amputación; vive en la suspensión de un futuro que no está garantizado. Sin cuidados continuos, sin rehabilitación, sin terapia del dolor, sin escuela, sin seguridad, la perspectiva no es la de la curación, sino la de la vulnerabilidad permanente. 

El daño es doble: físico e institucional. No solo se ve afectado el cuerpo, sino todo el sistema que debería sostenerlo. Y esto es lo que define la gravedad de lo que ocurre: cada niño discapacitado es un niño al que la guerra le ha quitado la certeza de tener derechos. De tener protección, asistencia, educación, normalidad... 

En otros lugares del mundo, la discapacidad puede ir acompañada de instrumentos de emancipación; en algunos lugares de guerra, con demasiada frecuencia, coincide con un destino de aislamiento y detención forzosa de la vida. 

En muchos casos, las amputaciones han sido inevitables, pero en otros se han visto obligadas por retrasos en la atención médica, infecciones, falta de anestesia y soluciones de emergencia impuestas por el colapso del sistema sanitario. 

Cuando la guerra amputa, el daño no es temporal: la pérdida de una extremidad establece una nueva condición existencial, marca un antes y un después que rediseña la vida. 

Las heridas y amputaciones causadas por conflictos generan complicaciones a largo plazo, comprometen la movilidad y aumentan el riesgo de patologías asociadas, especialmente en contextos en los que la rehabilitación es incompleta o inexistente. 

Pero la discapacidad de guerra no es solo una cuestión de salud física. La pérdida de una pierna, un brazo, una extremidad —en la distancia entre el antes y el después— interrumpe para siempre la vida cotidiana. 

Si para un adulto significa una reestructuración forzada de la identidad - el trabajo, la autonomía, la dignidad agrícola, artesanal o manual -, para un niño significa el fin de lo que constituye la infancia: correr, jugar, la impetuosidad del cuerpo en crecimiento... 

En lugares donde la destrucción es sistémica, donde los hospitales, las carreteras, las casas, las redes eléctricas, el agua y las escuelas han sido arrasados, la amputación se convierte en una marca permanente. Un niño con una extremidad menos no solo se enfrenta a su discapacidad física, sino a un entorno que no permite el cuidado, la protección y la recuperación. 

La rehabilitación tantas veces es intermitente en el mejor de los casos, las prótesis quizá nunca lleguen, las terapias psicológicas son casi inexistentes, el regreso a la cotidianeidad es un espejismo. Así, la guerra transforma una discapacidad en una condición crónica de exclusión. 

Y hay otra herida, menos visible pero igualmente profunda. Las personas que viven en un entorno que ha optado por normalizar el dolor aprenden pronto que la discapacidad es su herencia. 

Las psicoterapias y las ayudas psiquiátricas, cuando existen, llegan tarde. Las heridas invisibles —miedo, culpa, tristeza, impotencia— se convierten en parte del cuerpo que no se ve. 

En este contexto —físico, social, psicológico— cada amputación se convierte en una sentencia que pesa sobre todo un futuro. No solo sobre el cuerpo individual, sino sobre la comunidad, sobre la posibilidad misma de reconstruir una vida cotidiana que se parezca a una vida. 

Quien sobrevive no es una víctima temporal: es un testigo permanente de lo que la guerra —y la indiferencia— está dispuesta a infligir a la dignidad de las personas. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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