jueves, 4 de diciembre de 2025

Una Navidad laica.

Una Navidad laica

A veces suelo sugerir a quienes no se confiesan cristianos el poder celebrar la Navidad de una manera laica. 


Y hacerlo, por ejemplo, a través de Hannah Arendt, aquella judía alemana, refugiada y apátrida, exiliada en Estados Unidos de América, recordando una maravillosa página en la que plantea una objeción, aparentemente obvia pero decisiva, a su maestro, el carismático filósofo Martin Heidegger, especialista en pensar verdades terminales...

 

¿En qué consiste la objeción?

 

De acuerdo, observa Hannah Arendt en voz baja, los seres humanos mueren. Por eso Martin Heidegger, y mucho antes que él los antiguos griegos, los llaman «mortales».

 

Pero es igualmente indudable que los seres humanos nacen. Por lo tanto, también podemos definirlos, de manera totalmente legítima, como «natales».

 

¿Parece una verdad incluso banal?

 

Puede ser, pero nadie había pensado en ello antes, de entre tantos filósofos, inclinados a ponerse por encima del mundo y a explicarnos la condición humana desde lo alto de sus agudos y profundos pensamientos.

 

Precisamente esto es lo escandaloso de Hannah Arendt, al igual que de Simone Weil. Ellas se presentan en escena como filósofas «aficionadas», inclasificables, no académicas, aparentemente carentes de rigor, por lo que son vistas hasta con recelo por los círculos institucionales.

 

Pero Hannah Arendt invita a reflexionar sobre el hecho de que en la tradición cultural occidental siempre se ha hecho hincapié en el ser humano como «mortal» y no como «natal», prefiriendo calificarnos tristemente, «sin ennoblecer nunca nuestro comienzo».

 

«El milagro que preserva al mundo, la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y natural es, en definitiva, el hecho del nacimiento».

 

Y la Navidad es precisamente esta fiesta. Es la fiesta de la vida que hay, es la fiesta de lo real, de las cosas, del actuar, del pensar. La Navidad no es una réplica dialéctica de la nada: es su desmentido.

 

Por eso, la atención no se centra en la muerte y la finitud, sino en la capacidad de comenzar y crear algo nuevo. Las personas no somos arrojadas al mundo, sino que nacemos de una madre y, por lo tanto, desde el principio estamos vinculadas a los demás, dependientes del cuidado y de la atención.

 

«No existe forma más concisa y hermosa de expresar la confianza y la esperanza en el mundo que las palabras con las que los oratorios de Navidad «proclaman la buena nueva»: «Un niño ha nacido para nosotros».

 

De todo ello habla Hannah Arendt particularmente en “La vida del espíritu”, su último libro, inacabado, del año 1972 (falta la tercera parte, sobre el juicio, después de haber abordado el pensamiento y la voluntad), donde este carácter «natal» se sitúa en el centro de su reflexión.

 

Hannah Arendt retomaba una idea de San Agustín - objeto de la disertación de su tesis doctoral y una referencia constante en todo su pensamiento -: cada uno de nosotros siente que ha sido creado por otros, sabe que tiene una deuda con su madre, y de ahí nace el amor, y más aún, una gratitud elemental (esa deuda deberá luego fructificar durante la vida, pero incluso después, pidiendo a los demás que no nos olviden).

 

¿Y qué es el nacimiento?

 

Coincide con un comienzo, con el ‘novum’, con el hecho de que, al actuar, siempre iniciamos algo, en cierto sentido nos revelamos así a nosotros mismos y nos convertimos en seres humanos.

 

Para Hannah Arendt, la política consiste precisamente en este «actuar», diferente del trabajar (determinado por la necesidad) o del operar (la fabricación de bienes duraderos por parte del artesano), porque se mueve en el ámbito de la libertad, por lo tanto, más allá de cualquier rutina, más allá de la biología, más allá de los automatismos.

 

Es un actuar público que se traduce en la creación de nuevas relaciones, en el intercambio y el diálogo, en la ciudadanía activa y el compromiso cívico, y no en la gestión o la conquista del poder. Por eso Hannah Arendt quiso adherirse con entusiasmo a la democracia, a la revuelta de Hungría de 1956 y a los movimientos del 68.

 

Cada vez que comenzamos algo, junto con los demás, replicamos nuestro nacimiento, que precisamente fue un nuevo comienzo. El nacimiento es la base de la propia ciudadanía, ya que es dentro de la ‘polis’ donde se nace y se comienza. Respetamos al otro porque él también ha sido engendrado, ha sido creado, igual que nosotros.

 

Me gustaría subrayar una vez más la desarmante simplicidad de esa objeción. Podría haberla hecho incluso un adolescente de quince años, solo intelectualmente audaz y un poco impertinente...

 

Y me gusta compararla con una frase aforística de Simone Weil, otra genial e irreverente mujer. Una frase esculpida y lógicamente convincente, brillante y perfecta como un diamante, para meditar por ejemplo también el día de Navidad, y que por sí sola puede desmontar todo el pensamiento tantas veces nihilista y vagamente pesimista: «Decir que la vida no vale nada y ofrecer como prueba el mal es contradictorio: si realmente la vida no vale nada, ¿de qué nos priva el mal?».


P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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