Una Navidad laica
A veces suelo sugerir a quienes no se confiesan cristianos el poder celebrar la Navidad de una manera laica.
Y hacerlo, por ejemplo, a través de Hannah Arendt, aquella judía
alemana, refugiada y apátrida, exiliada en Estados Unidos de América, recordando
una maravillosa página en la que plantea una objeción, aparentemente obvia pero
decisiva, a su maestro, el carismático filósofo Martin Heidegger, especialista
en pensar verdades terminales...
¿En qué
consiste la objeción?
De
acuerdo, observa Hannah Arendt en voz baja, los seres humanos mueren. Por eso Martin
Heidegger, y mucho antes que él los antiguos griegos, los llaman «mortales».
Pero
es igualmente indudable que los seres humanos nacen. Por lo tanto, también
podemos definirlos, de manera totalmente legítima, como «natales».
¿Parece
una verdad incluso banal?
Puede
ser, pero nadie había pensado en ello antes, de entre tantos filósofos,
inclinados a ponerse por encima del mundo y a explicarnos la condición humana
desde lo alto de sus agudos y profundos pensamientos.
Precisamente
esto es lo escandaloso de Hannah Arendt, al igual que de Simone Weil. Ellas se
presentan en escena como filósofas «aficionadas», inclasificables, no
académicas, aparentemente carentes de rigor, por lo que son vistas hasta con
recelo por los círculos institucionales.
Pero Hannah
Arendt invita a reflexionar sobre el hecho de que en la tradición cultural
occidental siempre se ha hecho hincapié en el ser humano como «mortal» y no
como «natal», prefiriendo calificarnos tristemente, «sin ennoblecer nunca
nuestro comienzo».
«El milagro que
preserva al mundo, la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y
natural es, en definitiva, el hecho del nacimiento».
Y
la Navidad es precisamente esta fiesta. Es la fiesta de la vida que hay, es la
fiesta de lo real, de las cosas, del actuar, del pensar. La Navidad no es una
réplica dialéctica de la nada: es su desmentido.
Por
eso, la atención no se centra en la muerte y la finitud, sino en la capacidad
de comenzar y crear algo nuevo. Las personas no somos arrojadas al mundo, sino
que nacemos de una madre y, por lo tanto, desde el principio estamos vinculadas
a los demás, dependientes del cuidado y de la atención.
«No existe forma más
concisa y hermosa de expresar la confianza y la esperanza en el mundo que las
palabras con las que los oratorios de Navidad «proclaman la buena nueva»: «Un
niño ha nacido para nosotros».
De todo ello habla Hannah Arendt particularmente en “La vida del espíritu”, su último libro, inacabado, del año 1972 (falta la tercera parte, sobre el juicio, después de haber abordado el pensamiento y la voluntad), donde este carácter «natal» se sitúa en el centro de su reflexión.
Hannah
Arendt retomaba una idea de San Agustín - objeto de la disertación de su tesis doctoral y una referencia constante en todo su pensamiento -: cada uno de nosotros
siente que ha sido creado por otros, sabe que tiene una deuda con su madre, y
de ahí nace el amor, y más aún, una gratitud elemental (esa deuda
deberá luego fructificar durante la vida, pero incluso después, pidiendo a los
demás que no nos olviden).
¿Y qué
es el nacimiento?
Coincide
con un comienzo, con el ‘novum’, con el hecho de que, al actuar, siempre
iniciamos algo, en cierto sentido nos revelamos así a nosotros mismos y nos
convertimos en seres humanos.
Para Hannah
Arendt, la política consiste precisamente en este «actuar», diferente del
trabajar (determinado por la necesidad) o del operar (la fabricación de bienes
duraderos por parte del artesano), porque se mueve en el ámbito de la libertad,
por lo tanto, más allá de cualquier rutina, más allá de la biología, más allá
de los automatismos.
Es un actuar
público que se traduce en la creación de nuevas relaciones, en el intercambio y
el diálogo, en la ciudadanía activa y el compromiso cívico, y no en la gestión
o la conquista del poder. Por eso Hannah Arendt quiso adherirse con entusiasmo
a la democracia, a la revuelta de Hungría de 1956 y a los movimientos del 68.
Cada
vez que comenzamos algo, junto con los demás, replicamos nuestro nacimiento,
que precisamente fue un nuevo comienzo. El nacimiento es la base de la propia
ciudadanía, ya que es dentro de la ‘polis’ donde se nace y se comienza.
Respetamos al otro porque él también ha sido engendrado, ha sido creado, igual
que nosotros.
Me
gustaría subrayar una vez más la desarmante simplicidad de esa objeción. Podría
haberla hecho incluso un adolescente de quince años, solo intelectualmente
audaz y un poco impertinente...
Y me gusta
compararla con una frase aforística de Simone Weil, otra genial e irreverente mujer.
Una frase esculpida y lógicamente convincente, brillante y perfecta como un
diamante, para meditar por ejemplo también el día de Navidad, y que por sí sola
puede desmontar todo el pensamiento tantas veces nihilista y vagamente
pesimista: «Decir que la vida no vale nada y ofrecer como prueba el mal
es contradictorio: si realmente la vida no vale nada, ¿de qué nos priva el mal?».
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF



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