Las anunciaciones en lo cotidiano
La “Voz” era una diosa. Así lo narraba Homero. Nosotros lo seguimos de forma más prosaica utilizando metáforas: escuchar la voz de la conciencia, escuchar una vocecita, tener voz propia...
Si
luego se multiplican, es una mala señal: oír voces, voces que persiguen o
confunden...
El
lenguaje capta la verdad con sus metáforas perdurables, y no hay mejor metáfora
que la voz para decir que los seres humanos somos íntimos con nosotros
mismos: somos una relación entre la vida y lo concreto viviente,
un diálogo interior que, si no se cultiva, nos entrega al clamor del mundo, y
no sabemos quiénes somos.
El
pensamiento es, a todos los efectos, una conversación, una relación entre la
vida que nos vive y nosotros que la vivimos. Yo soy un «entre yo y yo», donde los dos «yo» no son
lo mismo, no son uno el eco del otro, porque si no no sería libre, dubitativo,
en búsqueda: no habría ajustes y reajustes entre la vida y la existencia, elecciones,
…
La
vida, que está en mí y que no me he dado a mí mismo, habla y yo puedo
escucharla, recibirla, multiplicarla.
«Vivir
la vida» no es una expresión pleonástica, porque se puede tener la vida sin
vivirla, se puede estar vivo pero no vivir. Y depende precisamente de la
calidad de la conversación interior, que crea el mundo de cada uno.
De la
misma metáfora vocal proviene, de hecho, «vocación»: vida que
apasiona, que da alegría.
En las
plantas y los animales es un destino «unívoco», obedecen (de ‘ob-audire’:
escuchar atentamente) a una sola voz: el cerezo da cerezas y las abejas miel.
¿Y
nosotros a quién «obedecemos»? ¿A quién escuchamos? ¿Y cómo escuchar?
El tema
artístico de la Anunciación es la síntesis plástica de la relación primaria con
nosotros mismos.
En
muchas Anunciaciones, una luz sale de la boca del ángel y llega al oído de
María: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo».
La
vida provoca (llama a presentarse) y el oído acoge: diálogo interior.
De
hecho, María está representada en silencio (ora, lee, teje...): no hay
«voz» sin «capacidad» (apertura, disposición a recibir) para escuchar. No es un
eco de pensamientos ya conocidos, sino la llegada de lo nuevo.
La Anunciación es un acontecimiento ordinario para quienes escuchan la vida.
El
mensajero (en griego: “ángel”) es algo/alguien que nos confirma que la vida
está «con nosotros» y que estamos «llenos» de ella de forma gratuita.
Pero
esto ocurre de manera diferente para cada uno: cada ser vivo recibe la vida de
forma irrepetible, la vida se realiza de manera única en cada uno.
¿Y
cómo sé que esa es la voz de la vida? Por la alegría que provoca, por la acción
que inspira: nos llama a vivir más la vida.
La
vida quiere crear más vida, en nosotros y a través de nosotros, pero solo si
capto dónde y cuándo me apasiona: si siento pasión por mi propia vida, entonces
me pongo en marcha.
Para
decir que no amamos, decimos: «no siento nada», pero a veces es solo porque no
estamos escuchando. Ha desaparecido el espacio de recepción, del que el
silencio es metáfora (porque el silencio no es ausencia de sonido, sino
quietud): la «capacidad» (un vacío) de escuchar.
Ciertamente,
el silencio de un bosque no es ausencia de sonidos, al igual que no lo es el de
la lectura: la vida usa sus palabras y habla a quien está en quietud, y no en
inquietud.
Ese
silencio puede ocurrir en cualquier lugar, porque es resonancia: fenómeno
físico por el cual algo que produce un sonido hace vibrar otro que tiene la
misma frecuencia, pero el segundo no deja de vibrar cuando la fuente cesa,
continúa con su propia energía, no es un eco, sino precisamente una resonancia.
Esta
«conversación» interior no es posible sin una «conversión» interior: debo
dirigirme a la vida en mi frecuencia, abrir los oídos, el órgano del «concebir».
Un
violín canta porque es hueco: tiene la capacidad. Y así, las personas que
encuentran su propia voz cantan: en ellas, la vida encuentra espacio y resuena.
Las
formas del silencio (es decir, cuando permitimos que la vida resuene en
nosotros) son «ocasiones» de llamada,
como cuando esperamos una llamada telefónica y miramos fijamente el teléfono.
También
por eso el silencio conlleva esfuerzo, hay que elegirlo: hay que desenredarse
del ruido interior (mentiras, miedos, juicios, pretensiones, quejas, chismes,
rumores...) que impide que la vida nos alcance, nos fecunde, nos haga entrar en
resonancia y recibir el verdadero yo.
Jesús de Nazaret decía aquello de: «Cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mateo 6, 6).
La
recompensa no es un premio al niño bueno que reza, sino nosotros mismos: Jesús
está describiendo la estructura creadora y dialógica de la vida.
La
habitación con la puerta cerrada es el silencio: cuando finalmente escuchamos
la vida - el Padre es quien da la vida - y en esta quietud la recompensa es
segura, no es algo que se pida, sino la vida misma que nos alcanza y nos
apasiona
Van
Gogh decía que la pintura era una voz que no podía ignorar, Emily Dickinson no
escribía, sino que escuchaba sus poemas de una voz que la sorprendía, Hannah
Arendt hablaba de la voz del pensamiento.
Pero ¿tenemos
este espacio donde la vida se convierte en palabra y nos alcanza, nos ilumina,
nos apasiona? ¿O no conseguimos «recibir» porque no escuchamos y siempre hay
ruido que nos contamina?
Tantas
veces no hay quietud, sino inquietud; no hay sonido, sino estruendo; el alma
está invadida por la multitud, nunca se está consigo mismo.
Una
educación para la alegría requiere entrenamiento en el silencio.
Un
educador sugería que para un niño son fundamentales los 10 minutos desde que
sale de la escuela: necesita estar con el adulto en una ritualidad tranquila,
sin preguntas, permitiendo el «retorno» a su propia voz, para que luego sea él
quien sienta la necesidad de contar.
No
hay relato sin un primer retorno, pero hoy hablamos, hablamos y hablamos sin
haber regresado nunca, hablamos «sin voz».
Nosotros,
los adultos, somos los primeros que necesitamos espacios de silencio, es decir,
de música (de “Musa”): donde la vida resuena en nosotros y nos inspira. ¿Quién
es capaz de estar media hora «en silencio», lo que hoy significa «sin
teléfono»?
Me decía el mismo educador que un día al mes les da a sus alumnos la tarea de dar un paseo de media hora sin el móvil. Luego tienen que escribir un texto inspirado en lo que más les ha «hablado». Quiere mostrarles así que la inspiración no es más que un diálogo, que en la cámara interior la vida siempre se hace sentir: los ángeles tienen alas porque están en todas partes.
De
hecho, un balón de fútbol abandonado en un campo de juego infantil habla de una
alegría coral. Las rosas recuerdan un diálogo memorable con el ser querido que
ya no está. Una librería a la que se acude para refugiarse de la lluvia habla a
través de objetos rectangulares llamados libros. Una niña que acaricia a un
perro antes de recuperar una pelota que ha acabado cerca del animal narra la
armonía entre las cosas del mundo.
Hay
quien, sin auriculares, ha «sentido» que la lluvia es una banda sonora capaz de
lavar pensamientos y miedos. Y también el peinado de un transeúnte o una hoja
atrapada en un limpiaparabrisas cantan cuánto mundo hay en el mundo,
cuánta música en el silencio, cuánta gracia en lo cotidiano.
De ahí
viene la alegría que nos falta: poder sentirnos como en casa incluso en
plena aventura.
Nos
apasionamos por la vida cuando la vida se «siente» en nuestra frecuencia, y el
ser vivo que somos cobra vida. Es una de las benditas paradojas de la
existencia: solo cuando recibo, me recibo; solo cuando escucho, encuentro mi
voz.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF





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