El cristiano es el que espera en el Señor
Para San John Henry Newman, el nombre del cristiano es
«el
que espera al Señor». Pero debemos reconocer que, desde hace siglos, en
Occidente, la espera de la venida del Señor es una dimensión prácticamente
ausente en la vida de fe de los cristianos.
Alguien decía aquello de que los cristianos esperan la
venida de su Señor con la misma indiferencia con la que se espera la llegada
del autobús…
Revelador de esta realidad es la forma habitual de
entender y vivir el Adviento.
Estoy convencido de que el Adviento es el tiempo
litúrgico menos comprendido hoy en día en su valor y significado.
Se ha reducido a un tiempo de preparación para la
fiesta de Navidad. ¡Qué tristeza! No se comprende que el Adviento es la clave
de todo el Año Litúrgico: la escatología es la verdad olvidada de todo el Año Litúrgico.
El Adviento es la clave para comprender la celebración
de las fiestas de la manifestación del Señor en la carne: los hechos que
precedieron inmediatamente al nacimiento de Jesucristo, su nacimiento en Belén,
la manifestación a los Magos, el bautismo en el Jordán hasta las bodas de Caná…
Entendidos en su inteligencia espiritual, los textos
litúrgicos del Adviento expresan no la espera de un nacimiento que ya ha tenido
lugar en la historia de una vez por todas, sino más bien la espera de la venida
definitiva de Jesús, el Cristo, en la gloria.
¿Cómo es posible que la liturgia cristiana, que es
siempre memorial de la muerte y resurrección de Jesucristo hasta que Él venga,
haga de nosotros cristianos personas para las que el Señor aún no ha nacido y
debemos esperar su nacimiento?
Si la liturgia del Adviento nos obligara a identificarnos
con aquellos que hace dos mil años esperaban el nacimiento de Jesús, la
liturgia no sería más que la artífice de un complejo sociodrama, es decir, de
una evocación ritualizada de los acontecimientos fundadores del cristianismo.
El nacimiento no se espera, sino que se conmemora - commemoratio
nativitatis Domini nostri Jesu Chrsiti -, lo que se espera es la parusía, que
es la culminación del misterio pascual.
La forma de vivir el Adviento es el símbolo de la
pérdida generalizada de la dimensión escatológica, que es uno de los rasgos
distintivos del cristianismo moderno y contemporáneo occidental.
La progresiva espiritualización de la escatología ha
llevado a la existencia cristiana a sufrir un grave mal: la amnesia de la
parusía.
Observando cómo la enfermedad de nuestro tiempo es la
voluntad de olvidar la llegada de Dios, Jean Baptista Metz, en una valiosa
meditación sobre el Adviento, plantea una pregunta:
Preguntémonos una vez en estos días de Adviento y
Navidad: ¿no actuamos, secretamente, como si Dios se hubiera quedado atrás,
como si nosotros, frutos tardíos de este siglo XX post Christum natum,
pudiéramos encontrar a Dios solo en una mirada fácil y melancólica de nuestro
corazón, una débil luz reflejada en la cueva de Belén, en el niño que nos ha sido
dado? ¿Tenemos algo más que la visión de este niño en nuestros ojos, cuando en
nuestras oraciones y cantos proclamamos: es el Adviento de Dios? ¿Esperamos
algo más que el Dios de nuestros recuerdos y nuestros sueños? ¿Buscamos
realmente a Dios también en nuestro futuro? ¿Somos hombres del Adviento, que
tienen en el corazón la urgencia de la venida de Cristo, y con los ojos que
espían, buscando en los horizontes de su propia vida su rostro que amanece?
Hoy, tal vez debamos reconocerlo, hay una patología en
la forma de vivir el Adviento.
Y, en realidad, el Adviento es lo único
específicamente cristiano, porque compartimos con el Islam un tiempo de ayuno y
penitencia como la Cuaresma, y con el judaísmo el tiempo de Pascua, pero la
espera de la venida del Kyrios es solo cristiana.
Solo nosotros, los cristianos, esperamos el regreso de
Jesucristo, prometido por Él mismo: «Sí, vengo pronto. Amén» (Ap 22,20).
Por eso, privar al Año Litúrgico de su dimensión
escatológica constitutiva significa sustraer a la fe cristiana la dimensión de
la esperanza.
Así entendido y vivido, el Adviento sería el tiempo
del Año Litúrgico más elocuente para los creyentes de hoy. Hombres y mujeres que luchan por
tener esperanza porque están privados de toda esperanza, a veces incluso
incapaces de esperar.
¿Somos igualmente capaces de ofrecer a los creyentes
liturgias capaces de suscitar la esperanza, de alimentarla? Liturgias capaces
de dar razones para esperar a corazones cansados y fatigados, capaces de
levantar a quienes, como los discípulos de Emaús, se detienen «con el rostro
triste».
Sabemos que la dificultad para creer, para confiar en
los demás, en la vida, en el futuro, es uno de los rasgos que caracterizan al
hombre y a la mujer occidentales de nuestros días, y esto no puede dejar de
marcar también la fe del creyente contemporáneo.
Entender el Año Litúrgico como un ciclo, un anillo
cerrado sobre sí mismo, pero como un movimiento helicoidal que lo pone en
marcha, significa, en el contexto antropológico, cultural y social concreto en
el que vivimos, comprender que nuestras liturgias y, en general, las
celebraciones de los sacramentos, están llamadas hoy a acoger una forma de
vivir la fe, incluso entre los creyentes más asiduos, que ya no es, como antes,
la suma de certezas inquebrantables, sino la expresión de un deseo de algo y de
alguien en quien poder esperar, de modo que creer significa aferrarse a una
esperanza.
Hoy en día, la fe se experimenta, en efecto, sobre
todo como la apertura a una esperanza.
Alimentar la esperanza, esta es hoy la tarea principal
del Año Litúrgico, dar razones para alimentar, para ejercitarse en creer que
hay realidades invisibles, y que estas realidades son nuestra salvación.
Salir de la precariedad en la que nos encontramos para
entrar un día en la condición de bienaventuranza en Dios. «Solo la esperanza en
la vida eterna nos hace verdaderamente cristianos», escribió San Agustín de
Hipona (Ciudad de Dios VI,9,5).
Hoy en día es muy difícil hablar de esperanza, dar
razones para la esperanza, y sin embargo esta es la tarea actual del Año Litúrgico,
porque la falta de esperanza aleja al hombre del tiempo, lo hace
irremediablemente ausente de este tiempo presente.
La esperanza es precisamente esto: querer
infinitamente lo finito, es vivir eternamente el tiempo.
Como escribió Emmanuel Mounier en un ensayo dedicado a
Charles Péguy, la esperanza «repara lo que la costumbre deshace. Es la
fuente de todos los nacimientos espirituales, de toda libertad, de toda
novedad. Siembra comienzos donde la costumbre siembra muerte» (La visión de los hombres y del mundo).
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF


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