Eleva el volumen de tus deseos: un esbozo de una teología del deseo
Sabemos que existimos como seres deseantes, pero quizá nunca le hemos dado demasiada importancia.
No pasa un solo día sin que en nuestro corazón aflore algún deseo. Deseamos muchas cosas, cosas importantes: un novio, una casa, un hijo, un trabajo... y cosas más frívolas: unas gafas nuevas, una copa con los amigos, algunos «me gusta» más en las redes sociales...
Sin embargo, rara vez nos asoma la sospecha de que, en filigrana, bajo toda esta selva de deseos con «d» minúscula, existe en nuestro corazón un deseo con «D» mayúscula, del que todos los demás son solo un leve reflejo.
Puede que sintamos su presencia ante la inmensidad de un cielo estrellado o transportados por las notas de cierta música. O podemos darnos cuenta de ello en esas noches en las que no conseguimos dormir y nos encontramos inmersos en el silencio de nuestra habitación, acompañados únicamente por los latidos de nuestro corazón.
Es allí, más allá del murmullo de las preocupaciones cotidianas, donde podemos percibir el grito angustiado que brota de nuestro corazón.
Percibimos la desesperación por nuestra pequeñez, por nuestra precariedad, por el tiempo que pasa, por nuestra necesidad... Nos damos cuenta de que, en el fondo, a pesar del contrato indefinido, a pesar del coche nuevo, de las vacaciones maravillosas, etc., nuestro corazón sigue esperando, pero ¿esperando qué?
Estas experiencias nos revelan que bajo la superficie de nuestra vida cotidiana, de nuestros pequeños deseos, existe un Deseo más profundo, una melodía que no logramos identificar plenamente. Un poco como ante esos antiguos bajorrelieves irreconocibles por la erosión del tiempo, percibimos algo, pero no logramos captar su sentido.
Todos, al menos una vez, hemos sentido esta espera, todos, en el fondo, hemos tenido la premonición de estar en el mundo para algo grande y el temor de conformarnos con la mediocridad. Todos, en el fondo, vivimos con la expectativa de que nuestra vida debe encontrar un sentido y llevarnos a la plenitud, pero ¿de dónde viene esta espera? Y, sobre todo, ¿qué hacemos con esta espera del corazón?
Platón llamó a este deseo del corazón humano eros y lo describe como esa fuerza interior inquieta que arrastra al hombre hacia todo lo que es bueno, verdadero y bello.
Y es curioso que en la mitología griega el eros esté representado como un ser alado armado con arco y flechas: nuestro eros no solo puede elevarnos, sino que tiene un objetivo que alcanzar, tiene una orientación, una dirección... pero ¿qué dirección? ¿Qué objetivo?
En la cultura hipersexualizada en la que vivimos, hemos equiparado el eros con el deseo sexual y hemos orientado nuestro eros exclusivamente hacia la gratificación individual (el placer). Hemos creído que bastaba con tener sexo «a la carta» las 24 horas del día para saciar la sed de nuestro corazón, y sin embargo nos encontramos cada vez más infelices y más solos.
Ciertamente, el eros tiene en sí mismo una connotación sexual indeleble que debemos tener en cuenta, pero es mucho más que eso. El eros tiene que ver con una íntima espera de plenitud, de vida, de belleza escrita en nuestra humanidad.
Sin embargo, el deseo sexual es el deseo que nos habla más intensamente de esta llamada, es quizás el rostro más encarnado e impetuoso de este gran anhelo del corazón, y sin embargo, muchas veces lo tratamos como un instinto banal que hay que satisfacer.
El deseo sexual nos revela que estamos esperando, que estamos buscando a alguien que dé sentido a nuestra vida. Y todo esto lo encontramos grabado de forma indeleble en nuestros cuerpos: nuestros órganos sexuales cuentan la espera de un encuentro con alguien diferente y complementario.
Sin embargo, incluso cuando este encuentro se produce, la espera nunca se resuelve definitivamente, nuestro eros no se apaga, no deja de desear.
¿Por qué después de hacer el amor con la persona que amas tu corazón no está saciado?
¿Por qué después de formar una familia, después de tener uno, dos, …, hijos, tu corazón sigue sediento?
Algunos piensan que el problema es la pareja, otros que es un problema de posiciones o de fantasías eróticas que hay que satisfacer, otros culpan a la monotonía de la vida cotidiana... Son muy pocos los que encuentran en su corazón un misterio más profundo.
Hoy se habla mucho de diferentes «orientaciones sexuales» posibles, pero en el fondo la única orientación verdadera y definitiva de la sexualidad humana, de nuestro eros, es el deseo de infinito que llevamos en el corazón.
Decía el Papa Benedicto XVI: «Todo deseo que se asoma al corazón humano se hace eco de un deseo fundamental que nunca se sacia plenamente. […] El hombre es un buscador de lo Absoluto, un buscador con pasos pequeños e inciertos».
Lamentablemente, en muchos ambientes cristianos, el tema del deseo ha sido a menudo amputado, dejado de lado, como algo superfluo y peligroso, inconciliable con una religiosidad pretendidamente seria y adulta.
Hemos presentado la fe como un frío código de conducta: una larga lista de cosas que no se deben hacer (una lista bastante larga y que también tiene que ver con cosas agradables) y una lista de cosas que se deben hacer (normalmente más breve y que tiene que ver con prácticas religiosas que parecen no tener nada que ver con nuestros deseos) y hemos tenido el valor de llamar a todo esto la «Buena Nueva» del Evangelio.
Desde este punto de vista, quizá resulte más comprensible la hemorragia ininterrumpida de jóvenes de nuestros entornos eclesiales. ¿Por qué debería fascinar una fe de este tipo, incapaz de sintonizar con las expectativas profundas de nuestro corazón? ¿Cómo podría fascinar una fe que no invita a buscar?
Sin embargo, las primeras palabras que Jesús nos dirige en el Evangelio son: «¿Qué buscáis?». (Jn 1, 38). Preguntémonos también nosotros: ¿Qué estoy buscando? ¿Qué estoy esperando? ¿Qué deseo realmente? ¿Hacia dónde se dirige mi eros?
Todas estas preguntas, toda esta ardiente inquietud que llevamos en el corazón, es en realidad el camino para encontrar al Dios de la Vida.
¿Por qué esperamos entonces? Podemos decirlo: porque en
el fondo sabemos que ¡Alguien nos está buscando!
Lo dijo en su momento el Papa Juan Pablo II: «Es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad; es Él quien os espera cuando nada de lo que encontráis os satisface; es Él la belleza que tanto os atrae; […]. Es Jesús quien suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande».
Y lo repitió también el Papa Francisco: «Dios no ha dejado de llamar, es más, quizá hoy más que ayer hace oír su voz. Si tan solo bajaran el volumen de otras cosas y subieran el de sus deseos más grandes, lo oirían claro y nítido dentro de ustedes y a su alrededor».
Entonces demos gracias por este corazón inquieto que tenemos y subamos el volumen de nuestros deseos.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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