Más grande - San Lucas 14, 25-33 -
Una gran multitud seguía a Jesús.
Todavía hoy, en teoría.
Un poco por convicción, un poco por costumbre, un poco porque nunca se sabe y, en definitiva, el cristianismo tiene en sí mismo una buena dosis de credibilidad. Y además, qué tierno es Jesús. Y un poco así nos lo han enseñado siempre. Y luego, en el fondo, es cómodo.
Es difícil pensar en las cosas de Dios, como ya señala el autor del texto de la Sabiduría, único libro de la Biblia que intenta utilizar un lenguaje y un razonamiento que atraigan a los griegos, los ciudadanos del mundo de la época.
Difícil porque, según una magnífica imagen el cuerpo pesa sobre el alma.
Así que, ¡viva si alguien nos lo resume! Si otros han reflexionado antes que nosotros. Si no tenemos que esforzarnos demasiado por buscar a Dios y nos lo ofrecen ya precocido y masticado.
Jesús es simpático. Además, de vez en cuando cura. Y, en definitiva, poco exigente, ¿qué es eso comparado con el mes de ayuno (tomado en serio) de los musulmanes?
En fin, está bien. Somos cristianos. Bastante, en fin.
Luego Jesús se vuelve hacia la multitud numerosa. Y habla.
Explica lo que quiere decir cuando dice que ha venido a traer el fuego a la tierra.
Lo que significa convertirse en discípulo de alguien como Él.
Más
Seguir el fuego significa encenderse de amor. Seguir a alguien como Él, dispuesto a entregarse totalmente, a recorrer los cuatro confines de la tierra para contar con palabras y con la vida quién es realmente Dios, significa pasar página, subir a una cima.
Entonces Jesús pide, atrévete. Jesús pide ser amado más.
Pide ser amado porque existe el amor, que todos conocemos, que es epifanía divina, que es experiencia totalizadora y conmovedora de Dios reflejado en las personas y en las situaciones. Y existe un amor más grande, el de dar la vida. El que Jesús nos ha revelado. Y que en Él podemos experimentar.
Es exigente, sí, e incluso presuntuoso, el Señor. Pero porque puede cumplir lo que promete.
Él puede amar más. Puede dar un amor más grande.
Más grande que el amor más grande que hemos vivido o que jamás podremos experimentar.
Jesús pide porque Él es el primero en dar.
No hay lugar para los tibios. Ni para los superficiales. Ni para los calculadores.
No hay balanza para pesar lo que damos para poder exigir a Dios a cambio, con el Señor.
He aquí que algunos, entre los muchos que le siguen, bajan la mirada, se detienen. No bromeemos.
La propia cruz
Seguir a Jesús significa llevar la propia cruz.
Y aquí nos tranquilizamos. Víctimas como somos de todas las desgracias, penitentes silenciosos y rechazados, santos in pectore resignados a sufrir como Jesús nos pide...
Hijos de una espiritualidad crucificada, autolesiva, llorosa. Tan felizmente detenidos en el Viernes Santo que casi nos olvidamos de la Pascua. Hijos de la cruz más que del crucificado resucitado.
Solo que no hemos entendido nada de lo que dice Jesús. Nada.
Acaba de hablar de amor. De un amor más grande. Para recibir y devolver.
El amor tiene que ver con la cruz. Es decir, con la entrega total de uno mismo.
El primero en hablar de ello es Marcos (Mc 8, 34-35) cuando, en Cafarnaúm, Jesús explica cómo será el Mesías. Está dispuesto a morir antes que renegar del rostro del Padre. Antes que cambiar de opinión. Y así será.
Entonces pide a los discípulos que también estén dispuestos a seguirlo en esta tarea tan exigente, incluso a costa de su propia muerte.
Esta es la cruz que hay que tomar: el testimonio del rostro del Padre, incluso a costa de la propia vida.
Seguir el fuego, al Amado, significa acercarse al testimonio radical de la entrega de sí mismo.
Por lo tanto Dios no envía cruces. Nunca.
Y, si hubiera podido, Jesús mismo habría evitado gustosamente ese testimonio definitivo y trágico.
Nosotros nos damos las cruces unos a otros, con nuestras vueltas de cabeza, nuestras paranoias, nuestros victimismos. La cruz no es una desgracia aceptada que hace feliz a Dios. Dios no ama el sufrimiento. Nunca.
Si la vida nos pone ante un testimonio de dolor, hay que superarlo, no idolatrarlo.
¡No nos levantemos cada mañana felices de lijar la cruz pensando que alegramos a Dios!
El nuestro es un Dios feliz que nos quiere felices. Y que nos deja libres. Y el amor, al darse, se olvida de sí mismo, se convierte en sacrificio, es decir, ‘sacrum facere’, hace sagrado algo.
Te amo incluso cuando me ignoras o me desprecias, amo a mi hijo recién nacido aunque no me deje dormir. Y ese biberón que preparo en plena noche me pesa, me cuesta, pero lo hago de todos modos, se convierte en un hacer sagrado.
Hacer cuentas
Las palabras son meridianamente claras, evidentes. Toca… hacer cuentas.
Una religiosidad que se agota en cuatro buenas palabras, en alguna celebración distraída, en una actitud religiosa que se agota ante la primera dificultad, no es el fuego del que habla Jesús.
Hacer cuentas, porque seguir a alguien así significa dar un vuelco a la vida, convertirse de verdad o, al menos, desearlo.
Y estos tiempos amargos están tamizando nuestros corazones. Haciéndonos comprender si estamos siguiendo la lógica conflictiva del mundo o la revolución suave traída por Jesús.
Sed realistas, pedid lo imposible, como escribía Albert Camus.
Y Jesús, ese loco presuntuoso, se atreve al más difícil todavía, a lo imposible.
Es hermoso amar, ser amado, tener afectos y disfrutar de
las alegrías legítimas.
Sin embargo, Jesús es más. Más que la mayor alegría que hemos vivido y que jamás viviremos.
Cambios
Al hacerlo, nuestra vida, a partir de ahora, cambia de perspectiva.
Poner la búsqueda de todo, la búsqueda de Dios en el centro de nuestra vida nos convierte en personas nuevas.
Filemón, simpático cristiano de los primeros tiempos, a quien Pablo envía una nota acompañando a un esclavo que se había refugiado en casa del Apóstol, sabe algo de esto.
Pablo invita a Filemón a salir de la lógica de este mundo, amo-esclavo, para entrar en la lógica del Reino, hermano-hermano. Pablo no lo sabe, pero en esta pequeña nota planta la semilla que se convertirá en el árbol de la abolición de la esclavitud.
Busquemos a Dios, entonces.
No al Dios pequeño de nuestros miedos, de nuestros delirios, de nuestras obsesiones.
El Dios del sentido común, de la religiosidad popular que no cambia la vida, el que bendice nuestras ideas.
Sino el Dios magnífico y soberano del Señor Jesús.
Más grande que la mayor alegría que somos capaces de vivir.
Descubriéndonos amados.
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