"Poneos en camino" - la espiritualidad del camino del
peregrino -
¿Quién te llama, peregrino?
¿Qué fuerza misteriosa te atrae?
Así reza un poema sobre el Camino de Santiago.
Una vez tomada la decisión de peregrinar, ya has partido interiormente.
Partir significa dejar todas las seguridades para entrar en la precariedad sin saber lo que encontrarás en el camino.
Dejar todo lo superfluo que abarrota nuestra vida para reencontrar lo esencial: todo lo que necesitas está en tu mochila y la mochila debe ser ligera.
Partir sin medir el tiempo y, tras apenas tres o cuatro días de camino, te invade una sensación de calma y paz. Todo lo que ocupaba mis días parece ya muy lejano. Lo único que hay que hacer es ir, caminar.
El poeta español, Antonio Machado, escribió un poema ‘místico’ sobre el camino que dice:
Caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.
El camino se descubre al recorrerlo.
Es una experiencia vital, personal, difícil de narrar. No sé por qué, pero en camino y en el siempre he sido feliz. Fui feliz y se regresa feliz, dicho y lleno con todo.
Lo que hace que el Camino sea diferente a ir por senderos es la meta y la sensación de que en Santiago hay alguien esperándonos. La meta no es Santiago, sino el que nos precede, el que camina delante de nosotros, el que nos espera en la casa y el que ya ha preparado el banquete.
Partir hacia otro lugar no es lo mismo que partir hacia Santiago. El destino da sentido a la marcha. Si la vida no lleva a ninguna parte, no somos peregrinos, somos vagabundos.
La magia del Camino está en el entusiasmo con el que cada mañana se vuelve a partir, sea cual sea el tiempo, el cansancio, las ampollas y sea cual sea el idioma, siempre se saluda con un «buen camino».
La magia está en sentir que formamos parte de un flujo secular. Ponemos nuestros pasos en los pasos de los millones que han pasado antes que nosotros por un Camino milenario.
En una alternancia de dudas y certezas, hay que buscar y saber ver las señales, metáfora de la vida, para encontrar el camino a seguir y el sentido de lo que estamos haciendo.
No hay vuelta atrás. Quien se ve obligado a renunciar no tiene paz hasta que vuelve a completar el Camino.
Es un movimiento exterior e interior que exige el respeto de los propios ritmos y del propio cuerpo.
En un mundo que se mueve rápidamente, hay una especie de profecía en este moverse al ritmo de nuestro cuerpo sin prisas, en busca de una armonía perdida. Nos dejamos llevar por el Camino, dejándonos enseñar por nuestro cuerpo, dejándonos guiar por el espíritu.
Encontramos la paz en la naturaleza, en el ritmo natural, en reducir a pocas cosas las necesidades diarias.
El cuerpo, ocupado durante horas en la repetición de los pasos, deja libre al espíritu para vagar, y en la mente fluyen imágenes, palabras, sin un orden preciso, como si el cerebro recuperara la libertad de imaginar, pensar, soñar…
Resuenan en la mente muchos pasajes del Evangelio que hablan del camino: «Seguidme», «Yo soy el camino, la verdad y la vida» y, finalmente, la pregunta «¿Quién decís que soy yo?».
En un mundo de ruidos y estruendos, aquí el silencio es el único murmullo que te acompaña y te rodea.
Se experimenta lo que yo llamo un ermitaño itinerante.
Especialmente cuando estás en la meseta o durante kilómetros y kilómetros, intentas vaciar la mente para hacer espacio a Dios, como en la meditación, pero mil preguntas surgen en la mente para las que no encuentras respuesta y, en ese momento, Dios te parece realmente un Dios oculto, su misterioso silencio.
Sin embargo, ante una repentina explosión de colores en un prado o una extensión de trigo mecida por el viento, te quedas embelesado contemplando las bellezas de la creación y entonces sientes que Dios se revela siempre elocuente y majestuoso en sus obras.
Y así, sin darte cuenta, te encuentras alabando y dando gracias.
A menudo, el mantra Maranatha! acompaña a lo largo del día marcando el ritmo de los pasos, bajo el sol, bajo la lluvia, contra el viento. Si te dejas llevar, incluso caminar bajo la lluvia es hermoso y, mientras te encoges sobre ti mismo, obligado al silencio, te escondes bajo el poncho y bajas la cabeza para protegerte de la lluvia, sientes que puedes resistir y que puedes lograrlo. En ese momento sientes que Dios camina contigo.
Incluso el barro o un río crecido te ponen a prueba, te obligan a prestar atención para superar dificultades imprevistas que, en otras circunstancias, te habrían hecho rendirte.
Encontrarte cada día con tus propias debilidades, con tus propios límites, te hace más humilde y te hace ver tu realidad, te hace consciente de tu insignificancia frente al universo, pero reanudar el Camino y seguir adelante te da la conciencia de que dentro de ti hay una fuerza a la que puedes recurrir en los momentos de desánimo y soledad.
En el Camino se producen encuentros sorprendentes cuando menos te lo esperas y es increíble la facilidad con la que, tras solo unas horas de marcha, se puede entablar una relación de amistad con personas nunca vistas, procedentes de todas partes del mundo.
Cuánta gente, cuánta diversidad. Cada uno lleva consigo el secreto de su camino y de su relación con lo sagrado y lo divino, todos con creencias diferentes, todos en busca de algo. Pero al final creo que todos se encuentran con Dios o, al menos, descubren lo sagrado del misterio que nos precede y nos acompaña.
De los encuentros se aprende la gratuidad, porque hay que aprender a apreciarlos sin apegarse, a apreciar el don del encuentro en sí mismo. Una vez más, nos liberamos de nuestro deseo de poseer.
Estos momentos son regalos para la alegría. Querer retenerlos es desnaturalizarlos, pero los mil rostros quedan grabados en nuestra memoria, tejiendo un hilo que nos une a todos los rincones del mundo.
Hay una regla no escrita según la cual por la noche se puede cenar juntos, pero por la mañana cada uno se marcha sin molestar al otro ni esperar compañía.
Estar solo en el Camino facilita los encuentros. Siempre me han impresionado las muchas y diferentes personas solas que he conocido. Las considero muy valientes porque se enfrentan a la soledad, a los miedos y a todo lo positivo y negativo que puede suceder. Tienen que saber valerse por sí mismas, algo que para mí sigue siendo un obstáculo por superar.
En el Camino se encuentran los que yo llamo ángeles de la guarda y nosotros mismos podemos convertirnos en ángeles de la guarda de otra persona con una palabra de ánimo, una indicación, una sonrisa, un momento de escucha, compartiendo emociones con quien está solo.
Se encuentran comunidades de oración que te acogen con una bendición de bienvenida en mil gestos y con una oración en muchos idiomas diferentes.
Se encuentran ermitas solitarias donde podemos detenernos en el silencio pleno de la presencia de Dios y rezar por nuestros seres queridos, por la paz, por el mundo.
Este tipo de vida y de relaciones tiene algo de la sencillez monástica, crea comunidad.
No se es peregrino solo, se es con los demás, en medio de los demás. No importa lo que uno haga en la vida cotidiana, todos los peregrinos son iguales, no hay ricos ni pobres, ni débiles ni fuertes. No es que se anulen las diferencias sociales pero el Camino nos iguala a todos como peregrinos en camino, de paso.
Por la noche es bonito reunirse en los refugios. Si alguna vez dormimos en otro sitio, tenemos la desagradable sensación de haber salido del coro, de ser falsos peregrinos.
Se aprende a convivir. Se comparten cosas materiales de forma espontánea y natural: agua, comida, medicinas, cuidados, incluso molestias, como los ronquidos o el ruido de las bolsas de plástico a las 5 de la mañana...
Se aprende la humildad, a necesitar a los demás, una palabra, un consejo, una indicación, una sonrisa.
Todo se hace con ligereza, de la manera más sencilla del mundo.
Se crea una comunicación profunda, a menudo no se habla de trivialidades.
Al hablar, se acoge y se es acogido. Se puede decir una palabra, compartirla entre peregrinos porque se comparte la misma vida.
En los últimos días, cuanto más te acercas a Santiago, te asalta a veces la sensación de que no quieres llegar, de que no quieres que todo esto termine. No quieres abandonar este ambiente, esta forma de vida.
El día de la llegada se experimentan sentimientos diferentes: alegría, sorpresa, tristeza, extrañeza, nostalgia…
Alegría porque se ha alcanzado la meta. Sorpresa de estar allí, tanto que muchos se quedan mucho tiempo tumbados en la plaza mirando la catedral con incredulidad.
Sorpresa de haber conseguido lo que no creías posible y de una manera totalmente natural. En casa a menudo te preguntan cómo es posible caminar tanto. Sin embargo, es posible y sin ser héroes.
Se siente tristeza porque el sueño ha terminado, la
sencillez está a punto de perderse, hay que volver a la vida cotidiana, porque
los amigos conocidos en el Camino se van y es casi seguro que no volverán a
verse. El Camino es duro también por esto, no tanto por el caminar como por la
separación.
Sentimos una sensación de extrañamiento. Aún no estamos preparados para el ritmo de la ciudad, por lo que sentimos aún más la necesidad de recuperar la calma y el silencio que nos han acompañado durante tantos días. Así que nos refugiamos en la Catedral, donde la paz nos envuelve en un todo de corazón, mente y cuerpo donde dar gracias a Dios sale espontáneamente de nuestros labios.
Todos, creyentes o no, entran en la Catedral y salen con el alma en paz y el corazón alegre.
Fuera, en la plaza, mil fotos de recuerdo y una sucesión continua de gritos de alegría por el placer y la sorpresa de volver a abrazar a alguien que se creía perdido para siempre... Abrazos de alegría para los que llegan, abrazos velados de tristeza para los que se despiden quizá o seguramente para siempre.
En dos días, se busca en vano algún rostro conocido y se comprende que ha llegado el momento de partir, para no dejarse abrumar por la nostalgia.
La paradoja es que el Camino de Santiago comienza al volver.
La ida y la vuelta son dos viajes diferentes, al volver hay un cambio de perspectiva.
Se vuelve con el corazón y el espíritu ligeros. Se es más esencial, más tolerante, más en paz con uno mismo.
Se vuelve diferente porque, parafraseando a Etty Hillesum, hemos experimentado que se puede vivir incluso sin nada, porque siempre hay un pedacito de cielo que se puede mirar.
Se descubre, en palabras del Hermano Roger, que «Dios ilumina nuestras almas con una luz inesperada y descubrimos que en nosotros, más allá de una parte de oscuridad, hay sobre todo el misterio de Su presencia».
«Cuando encuentro a alguien, no le pregunto de dónde viene. No me interesa. Le pregunto adónde va. Le pregunto si puedo acompañarle un trecho» (San Juan XXIII).
«Esperar no es desear. Es obedecer el camino de Dios, reconocer las etapas marcadas por las promesas y permanecer abiertos y disponibles a la siguiente etapa, hasta el paso final» (José Comblin, teólogo brasileño).
«Que el camino venga a nuestro encuentro. Que el viento sople siempre a nuestra espalda. Que el sol brille cálido sobre nuestros rostros. «Que la lluvia caiga suavemente sobre nuestros campos. Y hasta que nos volvamos a encontrar que Dios nos tenga en la palma de su mano» (Antigua bendición celta).
La salvación ocurre tantas veces
mientras se va de camino.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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