Una espiritualidad más evangélica
«Jesús recorría toda Galilea, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y todo mal que había en el pueblo. Su fama se extendió por toda Siria, y le llevaban todos los que padecían de diversas enfermedades y dolencias, endemoniados, epilépticos y paralíticos, y él los curaba. Grandes multitudes comenzaron a seguirlo desde Galilea, desde Decápolis, desde Jerusalén, desde Judea y desde más allá del Jordán» (Mt 4,23-25).
La mención de los distintos territorios quiere indicar que todos los pueblos de la tierra acuden a Jesús, porque Jesús colma plenamente al ser humano. ¡He aquí mi Jesús, el Jesús de todos! Jesús anuncia el «Reino» a todo ser humano, que supera todos los obstáculos de la condición humana, para liberarse y realizarse en la Gloria.
Jesús es el «Gran Compañero» -Alfred North Whitehead- que nos alcanza en el camino para decirnos: «No temáis, superaremos todas las tormentas», superaremos también el abismo de la muerte para apoderarnos de la libertad, de la perfección del ser, del «Reino». Ahora bien, el hombre que tiene conciencia de la vida y amor por la vida está permanentemente en tensión y angustiado porque teme a la muerte.
Jesús nos dice: «No temáis, yo he vencido a la muerte y también he vencido vuestra muerte». «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá eternamente» (Jn 11, 25-26). El Reino de Dios quiere asegurarnos que somos los dueños de la vida. Jesús, el Hijo único del Padre, «nació de una mujer» (cf. Gal 4, 4), se hizo hombre como cada uno de nosotros, para armonizar la vida terrenal en orden a una vida plena hecha exclusivamente de amor.
Es justo recordar que una fe que pospone la vida verdadera en el más allá y que impide vivir aquí y ahora en plenitud humana es anticristiana. Creo que todos los que creen en la vida terrenal y quieren hacerla cada vez más bella y valiosa son los verdaderos creyentes. El cristiano es, en efecto, aquel que vela por el bien de la humanidad. La tierra es hermosa, es el encanto integral de todo hombre que tiene conciencia de su libertad. Cada uno de nosotros desearía tener todos los logros y todas las satisfacciones aquí en la tierra. Pero tantas veces la humanidad es naturalmente competitiva, porque está obsesionada con la propiedad privada: todo ser humano sueña con convertirse en dueño del mundo.
Jesús se encarna en este contexto de violencia para dar una vida nueva, la vida verdadera, la vida feliz. Jesús entra en la desorientación del mundo con el «Amor Eterno» (cf. Jer 31,3) del Padre para asegurarnos a todos: «Misericordia quiero, y no sacrificios. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Mt 9,13). Jesús es el perdón del pecado humano (cf. Jn 1,29). Jesús viene a «curar toda enfermedad y toda dolencia, porque no son los sanos los que necesitan al médico, sino los enfermos» (Mt 9,12).
Sobre todo, Jesús viene a traer la vida siempre nueva: «Nadie pone un remiendo de tela nueva en un vestido viejo... ni se echa vino nuevo en odres viejos... sino vino nuevo en odres nuevos» (Mt 9,16-17). Cada día la vida es una novedad. No tiene sentido poner lo viejo en lugar de lo nuevo. El anuncio de Jesús no puede considerarse un remiendo, ni adaptarse a la ley mosaica y a las prácticas religiosas de alguna institución religiosa ni, por lo tanto, tampoco eclesiástica.
El mensaje de Jesús está fuera de todo esquema, porque es radicalmente nuevo y solo dentro de este «nuevo» se conserva también lo viejo. Simone Weil está convencida de que «no hay vida verdadera sin un nuevo nacimiento, sin la iluminación interior, sin la presencia de Cristo y de su Espíritu en el alma». La ternura de Jesús se dirige a todos: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os daré descanso. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28-30). El seguimiento y la imitación de Jesús son la liberación de nuestros condicionamientos cotidianos y dan paz al corazón. El deseo de Jesús es la amistad con cada uno de nosotros: «He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, cenaré con él y él cenará conmigo» (Ap 3,20). Una amistad que llega al don recíproco de sí mismos.
Jesús es esencialmente Amor, es Don, y quien da no quita lo que tiene, sino que lo enriquece. Como todo ser humano tiene conciencia del don recibido y del don que puede recibir continuamente, la gracia, debería integrarse en la empatía de Jesús para experimentar también en la tierra la felicidad de la vida: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (cf. Jn 13,34). La vida con Jesús es la «Bienaventuranza» de la tierra que «en la hora del Padre» (cf. Jn 13,1) es «transfigurada» en la Gloria de la vida sin fin.
La Iglesia puede quedar inmóvil cuando mantiene a Jesús prisionero comprometiendo el Evangelio haciendo de Jesús una «doctrina cristiana» en la que hay que creer ciegamente y culpabilizando al hombre que no tiene fe en ella. La Iglesia corre el riesgo de quitar la conciencia y la libertad a las personas en nombre de su infalibilidad al pretender definir la perfección de la vida humana con el «Catecismo» de la Iglesia católica. Y no hay que olvidar que no es la Iglesia la que salva sino Jesús, el Cristo de Dios.
Jesucristo es «el único fundamento» (cf. 1 Cor 3,11) y «el único Salvador» (cf. 1 Tim 2,3-5) de la humanidad. La Iglesia solo es válida cuando realiza una buena mediación del Evangelio. Jesús es el Amor del Padre-Madre por toda «la condición humana», que «se renueva» cada vez más hasta alcanzar la felicidad integral del «Reino de Dios». «Siempre veo al Señor Jesús a mi lado. Él está a mi derecha, para sostenerme. Por eso se alegra mi corazón y mis palabras están llenas de alegría. También mi carne descansará en seguridad, porque no entregarás mi vida al infierno, ni permitirás que tu fiel vea la corrupción. Me darás a conocer los caminos de la vida y me llenarás de alegría con tu presencia» (Hech 2,25-28).
Y el Evangelio exige al «discípulo» «el seguimiento» de Jesús: «Ven y sígueme», un «seguimiento» que se realiza en el despojo de todo lo que se posee (cf. Mt 8,18-22; Lc 9,57-62) hasta el despojo del «yo»: «Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido ordenado, decid: “Somos siervos inútiles: hemos hecho lo que debíamos hacer”» (Lc 17,10).
La Iglesia ha podido desplazar el seguimiento de Jesús hacia una concepción de espiritualidad no tan evangélica. Si así fuera, si la Iglesia se alejara y separara de la radicalidad del «seguimiento», sería necesario liberar a Jesús y devolverle su autenticidad evangélica.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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