La Virgen del Carmen: Dios se hace un hueco en el vientre de una mujer
Al sexto mes, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; y el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su casa, dijo: «¡Salve, llena de gracia, el Señor está contigo!» (Lc 1,26-28).
La habitación de Nazaret es un refugio de revolucionarios, o mejor dicho, de revolucionarias, ya que es la habitación de una mujer. La habitación para ella sola, en la que María experimenta la irrupción de Dios, no tiene nada que ver con una celda, con nuestros lugares íntimos, al abrigo del mundo.
Esa habitación es un refugio para caminantes y peregrinos. Ellos y ellas. Un refugio momentáneo para volver a ponerse en camino. Con decisión, «apresuradamente». De esa habitación parten los que se ponen en camino, los que se enfrentan a las montañas, los que abrazan las fatigas de las cumbres, los que no tienen el mal de las alturas, los que no sienten nostalgia del calor doméstico.
En esa habitación se parte de uno mismo, pero para ir más allá de uno mismo. En esa habitación hay de todo: el cielo y la tierra, la voz divina y las urgencias humanas, el mapa del viaje y las sandalias para recorrerlo.
Esa habitación es un aula, donde se aprende a sentir en grande. A apuntar alto. Hasta vislumbrar la presencia de Dios en el vientre de otra mujer. Hasta vislumbrarla en una historia que proclama la maravilla de una maternidad. Esas palabras de júbilo, que aún hoy repetimos con asombro —«mi alma magnifica al Señor»—, las pronunció María en casa de Isabel, después de que su pariente la reconociera como una mujer habitada por lo divino.
Pero la gramática de todo ello la aprendió en la habitación de Nazaret, en aquella estancia perdida.
Porque no se improvisa ese «sentir en grande» que permite no observar la realidad, como hacen los notarios que toman nota de lo existente, sino «magnificarla», mirarla con las gafas de la «realidad aumentada», que muestran sus raíces y sus frutos, el Espíritu y el mundo nuevo, correspondiente al sueño de Dios.
En Nazaret, como en todos los pueblos de la tierra, los humildes no son objeto de miradas especiales, a diferencia de los soberbios. En Nazaret impera el orden habitual del mundo, de los que están en el poder.
Sin embargo, en esa habitación se pueden cultivar sueños subversivos, sostenidos por una fe incapaz de permanecer encerrada en los lugares del alma.
Hay un cielo en esa habitación; hay un más allá que no permite la autocomplacencia ni la autocompasión.
En esa habitación escuchamos una Palabra que pone en marcha, escuchamos una historia que pide ser vivida y no solo conocida.
En la habitación de Nazaret se aprende el arte de acercarse a los demás, de ir deprisa, superando incluso las dudas razonables. Se aprende el arte de visitar y, junto con la necesidad que exige gestos de cuidado, se madura ese difícil saber reconocer la capacidad de generar vida precisamente en las situaciones consideradas insignificantes, aquellas que no traspasan las pantallas y no aportan prestigio a quienes las frecuentan.
En la habitación de Nazaret se aprende a ser «llena de gracia»: la divina, por supuesto, que exige reconocer la presencia de Dios en sus dones gratuitos e inmerecidos; pero también la nuestra, por pobre e insuficiente que sea, una gracia que mueve los pensamientos y los pasos sin calcular los resultados, con el único deseo de hacer florecer las vidas dando gratuitamente.
La habitación de la maternidad. Al igual que con las matriarcas estériles de Israel, Dios interviene de nuevo para hacer fecunda una historia bloqueada, sin futuro. La habitación de Nazaret es la habitación del alumbramiento, lugar generativo, que pone en marcha la historia de la salvación.
Aquel parto que narra el evangelista en Belén ya está en Nazaret, en un presente que anticipa el futuro, que lo anuncia «ya» realizado, como esos verbos del Magníficat, donde el «todavía no» del Reino de Dios, que pone patas arriba la historia de los poderosos, se expresa en el lenguaje del «ya sí».
Es paradójica la mirada evangélica: en la oscuridad de la historia vislumbra la luminosidad del Reino; en el encerramiento de una habitación amplía el horizonte al mundo entero. Es la mirada de las místicas con los ojos abiertos, de las madres, de las amas de casa que gobiernan el mundo. Solamente a ellas Dios les revela su sueño.
Con María, Dios ha cambiado de dirección. Ha abandonado el Templo mudo para dialogar con una pequeña, una humilde, una niña de Nazaret, en la periferia del Imperio, lejos del centro de la vida religiosa de Israel.
Y desde esa habitación surge otra forma de habitar la tierra. El Evangelio de Vida, la presencia de un Dios que se deja encontrar, pobre entre los pobres, ya se anticipa en esa habitación, en la oscuridad de una historia que, a pesar de todo, resulta fecunda, en la que los frutos del seno pueden exultar de alegría y reabrir el futuro.
La voz del mensajero llegó junto con una ráfaga de aire. Me levanté para cerrar las contraventanas y, nada más ponerme de pie, me envolvió un viento, un polvo celeste, que me obligó a cerrar los ojos. El viento de marzo en Galilea viene del norte, de las montañas del Líbano y del Golán. Trae buen tiempo, hace golpear las puertas e hincha las esteras de las entradas, que hasta parecen embarazadas. En brazos de ese viento, la voz y la figura de un hombre estaban ante mí. En nuestra historia sagrada, los ángeles tienen un cuerpo humano normal, no se distinguen. Se sabe que son ellos cuando se van. Dejan un regalo y también una ausencia. Ni siquiera Abraham los reconoció en las encinas de Mambré, los tomó por viajeros. Dejan palabras que son semillas, transforman el cuerpo de una mujer en un jardín de vida. Estaba de pie y lo vi de espaldas a la luz, delante de la ventana. Bajé los ojos que había vuelto a abrir. Soy una novia prometida y no debo mirar a los hombres a la cara. Sus primeras palabras ante mi miedo fueron: «Shalòm Miriàm», las mismas con las que José se había dirigido a mí el día de nuestro compromiso. «Shalòm lekhà», le había respondido entonces yo a José. Pero hoy no, hoy no pude articular ni una sílaba. Me quedé muda. Era toda la bienvenida que necesitaba, me anunció un hijo divino. Destinado a grandes cosas, a la salvación, pero presté poca atención a las promesas. En mi cuerpo, en mi vientre, Dios se había hecho un hueco. La gracia se abrió paso en las entrañas de mi vientre.
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