sábado, 12 de julio de 2025

Y tú, ¿a quién has elegido para estar cerca de él?

Y tú, ¿a quién has elegido para estar cerca de él? 

Hay palabras que vuelven como olas. No porque sean nuevas, sino porque, en un momento dado, cobran vida. Te golpean por dentro y comprendes que te estaban esperando. A veces regresan desde lejos, desde una parábola escuchada mil veces. Otras, de un pasaje del Evangelio que de repente se abre camino en un momento preciso de nuestra vida. 

Conocemos bien la parábola del samaritano. Pero quizá aún se nos escapa algo... Jesús la cuenta para responder a un maestro de la Ley que le pregunta: «¿Quién es mi prójimo?». Y Jesús, como suele hacer, no responde a la pregunta, sino que la invierte: no te preguntes quién es tu prójimo —como si fuera una cuestión de fronteras, de categorías—, sino pregúntate de quién eres tú prójimo. «¿A quién elijo para estar cerca?». 

No partas de la necesidad de definir al otro, sino del deseo de acercarte a él. Un cambio total: no identifiques al prójimo, sino conviértete en él. Aquí también estamos de camino. 

¿Quién se detiene a socorrer al hombre asaltado, herido por los bandidos y abandonado medio muerto en el camino? No es el sacerdote. No es el levita. Es un hombre que va de camino y se detiene, que se deja tocar: un samaritano, un enemigo, un hereje para quien escucha la parábola. 

Se detiene alguien que no estaba previsto, es más, alguien que, para el propio herido, podía parecer un enemigo. Es él quien se acerca, quien interrumpe su viaje para ir al encuentro. 

¿Qué le mueve? No es el deber, ni la ley. Quizás sintió en la carne del otro el recuerdo de sus propias heridas. Quizás se vio a sí mismo en aquel hombre medio muerto. Quizás se dejó tocar porque él también, un día, había estado en el suelo, medio muerto, y alguien lo había levantado. 

Es la herida del otro lo que lo detiene. La reconoce como suya. Ya la ha vivido. Y en la herida se abre la verdad del encuentro. 

Ahí se abre la compasión, se abre paso otra verdad. Ahí, la justicia tiene voz. No como venganza, sino como deseo de recomponer lo que ha sido desgarrado. No como castigo, sino como reconocimiento. No en la fuerza, sino en la vulnerabilidad. 

Porque es cuando estamos heridos cuando sentimos con fuerza la espera de la justicia. Y cuando herimos, si tenemos corazón, sentimos la necesidad de reparar. Este es el corazón de la justicia reparadora: no un veredicto, sino un encuentro; no una sentencia, sino un cuidado mutuo; no el final, sino un comienzo posible. 

Hay una frase de Jesús que podemos recordar a este propósito. La dice en el discurso de la montaña, pero yo la siento como una parábola encarnada: «Si presentas tu ofrenda en el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti... deja allí la ofrenda, ve a reconciliarte». Jesús no dice: «si tienes algo contra tu hermano». Dice: si tu hermano tiene algo contra ti. 

También allí Jesús invierte la perspectiva: tú das el primer paso. Aunque cueste. Aunque ya hayas llegado a Jerusalén —detalle nada desdeñable—, donde solo está el Templo; aunque hayas hecho un largo viaje, aunque sea desde Galilea pasando por Samaria. Vuelve atrás. ¿Por qué? Porque a la reconciliación se llega por el camino largo, no por el más corto. 

Empieza por quien has herido. O por quien cree que le has herido. Esto es «hacer justicia» según el Evangelio: «Ve y haz tú lo mismo». Como mediadores, nos repetimos continuamente que la justicia reparadora no es un atajo. Es un «camino largo», hecho de recorrido, libertad, verdad. No sacrifica al otro, sino tu orgullo. 

Porque la injusticia la sentimos inmediatamente cuando nos afecta. Es como un corte en el vínculo, y nos grita qué justicia esperábamos realmente. Una justicia que no se conforma con arreglar las cosas formalmente, sino que sueña con vínculos verdaderos, donde se cuida, se respeta, se es responsable unos de otros. 

Y entonces comprendemos que ningún culto es verdadero si no nace de una relación recompuesta. Ningún culto puede separarse de la vida. Ninguna ofrenda puede pasar por encima del rostro del otro. Ninguna oración puede tener voz si no es porque desea ser reconciliada. Haz, pues, lo que significa el culto. Deja allí tu ofrenda, que la vida se convierta en ofrenda viva... 

El samaritano no se sacrifica, se ofrece, no se inmola. Se inclina. No hace de héroe. Sigue siendo humano. Es culto vivo: no en el altar, sino en la calle. No en el templo, sino en el polvo. 

Este es otro umbral de nuestro camino de discípulos: convertirnos en ofrenda viva, espiritual. No ritual. No teatral. Ofrenda viva de cercanía. De tiempo. De presencia. Acercarnos en la libertad del don, acortando la distancia entre yo y el otro. Tocando las heridas con delicadeza y respeto. 

¿Quién me recogió cuando estaba en el suelo? ¿Quién espera hoy que yo dé el primer paso? ¿A quién puedo devolver la justicia no con palabras, sino con una presencia que cura? El mundo necesita vidas ofrecidas. Que se hagan cargo. Que levanten. Que reparen. 

Quizás sea esta la justicia que buscamos: la que tiene el rostro del otro, la que nace de una herida tocada y reconocida. Una justicia con mayúscula, la que quiere que nuestros lazos estén basados en la verdad, el respeto y el cuidado. La que vuelve a poner en pie, la que no se detiene en la culpa, la que mira más allá del mal hecho o sufrido, y trata —humildemente— de recomponer sin humillar, de levantar al ser humano. Una justicia que no separa el culto de la vida y hace de la ofrenda un regalo de sí misma, no una moneda de cambio. 

Detente un momento, al borde del camino. Pregúntate: ¿Cuándo di el primer paso? ¿Dónde puedo elegir hoy la relación en lugar del rencor? 

Escribe el nombre de alguien de quien te sientes alejado. No para resolverlo todo, sino para reabrir el camino. No para sacrificarte, sino para ofrecerte. Basta un gesto, si es verdadero. Una ofrenda que no sacrifica, sino que recompone y restablece. Porque el ser humano solo vuelve a ponerse en marcha allí donde se acorta la distancia entre las heridas. Y la justicia se toca en la proximidad. 

Trata de hacer que el primer paso se convierta en un encuentro. 

No busques culpables,

busca heridas.

Y míralas de cerca. 

No sirven rejas,

sino espejos

que no mientan más. 

No hay justicia

sin memoria.

No hay reparación

sin verdad. 

Y la verdad no castiga:

convoca.

Es un hombre en el suelo

que se parece a ti. 

Una injusticia que habla

tu idioma.

Un gesto fallido

que te concierne. 

Quien ha herido,

quizás ha sido herido.

Quien ha callado,

quizás no ha sido escuchado. 

No justifiques.

No condenes.

Encuéntrate. 

Reconócete en el otro

antes de que sea demasiado tarde.

Antes de que el mal tenga la última palabra. 

Y si tu corazón tiembla,

déjalo temblar.

Es por ahí

por donde pasa la justicia. 

Reconócete en el otro. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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