domingo, 16 de marzo de 2025

Estilo de la sinodalidad.

Estilo de la sinodalidad 

Synodos es una palabra griega que puede traducirse literalmente como: camino; mejor aún: caminar con; y mejor todavía: caminar juntos. 

San Juan Crisóstomo –y el Papa Francisco lo citó el 17 de octubre de 2015, en su discurso con ocasión del 50 aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos– afirma lapidariamente: synodon estin onoma, es decir, “sínodo es su nombre”. 

El apasionado obispo de Constantinopla se refiere a la Iglesia, a la asamblea eclesial, que en la dinámica de su reunión muestra físicamente la acción del “caminar con y juntos” en acción. 

Lo que la reunión dice, en su dinámica fenomenológica, indica pues la verdadera realidad, el nombre propio de la ekklesia -literalmente: asamblea, congregación-. 

Caminar con y/o juntos es ciertamente una metáfora de la existencia humana. De hecho, todos estamos, en todas partes y en todo momento, en movimiento y estamos –nos guste o no– “juntos”. El camino es la vida, desde el nacimiento hasta la muerte. El camino es el de la comunidad creyente que va al encuentro de Jesucristo que vuelve. 

La Escritura muestra repetidamente la contextualidad del camino como uno con la misma experiencia de fe. Abraham, el éxodo, el exilio, el regreso,…, son todas imágenes del Antiguo Testamento apropiadas por la comunidad de creyentes en Jesús el Señor. Él mismo, en cambio, realiza su ministerio caminando, acompañado por sus seguidores y por las multitudes que esperan sus gestos y sus palabras de vida. Y si Él mismo es la meta del viaje, se convierte en nuestro compañero de viaje. Releamos su anuncio de sí mismo como Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14,6) o el relato de Emaús, su caminar junto a los discípulos desilusionados y desconsolados (cf. Lc 24). Él, meta última del creyente, se convierte para él en pan de vida en el camino a través de la palabra y de su cuerpo. 

Seguramente hasta es necesario recordar estas cosas bien conocidas sólo para subrayar lo extraño que es que recordemos la sinodalidad, casi como si la estuviéramos descubriendo ahora. 

Esto, sin embargo, es un signo de hasta qué punto nos hemos alejado de un estilo que debería haber caracterizado a la comunidad eclesial. 

Lamentablemente, lenta e inexorablemente, se ha ido internalizando y metabolizando un estilo de desigualdad y disyunción, perdiendo así la conciencia de ser, todos nosotros, Pueblo de Dios en camino. De ahí la estéril oposición sociológica entre clérigos/religiosos/laicos. De ahí la pérdida del ejercicio común del sensus fidei (cfr. LG 12), de la común dignidad profética real sacerdotal (cfr. LG 10-11). 

Signo de una visión de la Iglesia difícil de desaparecer es, por ejemplo, la lectura de la sinodalidad de forma elitista y no comunional. La sinodalidad, de hecho, parece sinónimo de colegialidad y la institución postconciliar del Sínodo de los Obispos apoya esta interpretación. En realidad, son dos cosas muy diferentes. 

Cuando el Concilio Vaticano II se abrió a la colegialidad –cfr. LG 22– ciertamente recuperó una visión de la Iglesia en la que los obispos no estaban separados unos de otros, sino que, al contrario, juntos proponían el colegio apostólico. La misma doctrina tradicional, por otra parte, hablaba de una sucesión no directa de un obispo a otro, sino de una sucesión dentro del colegio episcopal. Si esta recuperación fue singular en la perspectiva de un correctivo necesario al énfasis en la primacía típico del Concilio Vaticano II. Se trataba de recuperar la autoridad de los obispos y su colegialidad efectiva y afectiva, es decir, la responsabilidad hacia su propia Iglesia, inseparable de la responsabilidad hacia las demás Iglesias. 

Sin embargo, faltó la valentía para reflexionar sobre lo que constituía el fundamento de la corresponsabilidad episcopal, es decir, la naturaleza sinodal de toda la Iglesia, en la que no hay sujetos, sino sujetos marcados por la exousia bautismal y crismal, sellada por la participación en la Eucaristía. De hecho, ser cristiano significa ser “ungidos”, es decir, portadores, en la fuerza del Espíritu, del triple munus del mismo Jesucristo. 

En resumen, faltó valentía para afirmar y declinar la sinodalidad del Pueblo de Dios, aunque –conviene recordarlo– todo el capítulo séptimo de la Lumen Gentium aborde su carácter itinerante y peregrino. Sin embargo, la atención no se dirigió ni a los rasgos constitutivos de la sinodalidad eclesial ni al estilo sinodal como expresión auténtica de la Iglesia en su camino a través de la historia. 

Y, por otra parte, Synodos es un término que indica la manifestación normativa de la Iglesia universal y local. Synodos es sinónimo de Concilio y, de hecho, a lo largo de la historia encontramos el término en muchos incipits de documentos conciliares o dentro de ellos. El Sínodo es también la expresión viva de cada Iglesia Local, que se reúne asimismo para comprenderse y reponerse, es decir, para mirar hacia el futuro según un proyecto pastoral reconocido como específico y propio. 

Ya el Concilio de Trento había establecido tiempos breves para la convocatoria de los Sínodos diocesanos. Su desarrollo, su acción, nos proporcionan materiales preciosos para la auto-comprensión de las Iglesias Locales. Sin embargo, prevaleció una gestión jerárquica de las Iglesias. De ahí el abandono de esta importante práctica, que luego fue retomada en nuestra era inmediatamente posterior al Concilio Vaticano II. El camino sinodal ha marcado de hecho a muchas Iglesias diferentes. El Decreto Ecclesia Sancta, implementador del Concilio Vaticano II, instituyó los órganos sinodales, es decir, aquellas formas concretas de representación destinadas a fortalecer la participación del clero, de los religiosos y de los laicos en la experiencia concreta de las Iglesias locales, regionales, nacionales y continentales. 

El malentendido sobre la sinodalidad sigue siendo doble. Por una parte, confundiéndola con la colegialidad y por tanto considerándola un ámbito específico del servicio episcopal; por otra parte, haber caracterizado la institución sinodal, ya sea el Sínodo de los Obispos o el Sínodo diocesano, asignándole un valor meramente consultivo. 

De hecho, es decir –pienso en el caso del Sínodo diocesano– cualquier cosa que surgiera del discernimiento del Pueblo de Dios, cualquier diagnóstico, cualquier propuesta pastoral que se presentaba, incluso si recibía una gran mayoría de votos, el obispo no estaba obligado a aceptarla. Fue su decisión final, así como la de convocar el Sínodo o clausurarlo casi sin haberlo celebrado, como ha sucedido en varias Diócesis en el paso de un obispo a otro. 

Esta discrecionalidad también afectó al Sínodo de los Obispos. Se limitó, salvo la última, a formular proposiciones, que también fueron descartadas, dejando la palabra final del sucesor de Pedro, expresada tiempo después a través de una exhortación postsinodal. Sólo veinte años después del Concilio Vaticano II el Sínodo formuló su propio documento. Un discurso un tanto análogo es por ejemplo el del Sínodo de los jóvenes que antes de concluir elaboró ​​su documento final. 

Si el Sínodo, en todas sus formas, tiene un valor meramente consultivo, es decir, no vinculante, es claro cómo puede resolverse en un evento meramente celebrativo, casi un fin en sí mismo, y por tanto con escasa incidencia en la vida concreta de las Iglesias. Todas estas cosas están ahora muy matizadas en el documento del Papa Francisco que revisa la legislación de la Constitución Apostólica Episcopalis Communio (18 de septiembre de 2018). De hecho, también se prevé que las decisiones adoptadas puedan tener un valor propiamente deliberativo. 

Por importante que sea –y lo es–, el problema no afecta sólo a la institución sinodal. La sinodalidad, de hecho, será entonces eficaz cuando el Pueblo de Dios sea reconocido como sujeto activo en la totalidad de su munus profético, real y sacerdotal. 

El verdadero nudo, el que realmente puede cambiar el modelo de la Iglesia e iniciar un auténtico estilo sinodal, es el de reconocernos unos a otros como hermanos y hermanas, marcados igualmente por el sello bautismal-crismal, que los hace idóneos para alimentarse del cuerpo y de la sangre de Cristo y ser cristianos pleno iure. 

La iniciación cristiana nos confiere autoridad, subjetividad, derechos y deberes que hemos de ejercer hacia toda la comunidad en reciprocidad, como miembros de un mismo cuerpo que ha de ser conducido juntos a la plenitud del plan de Dios. 

Desgraciadamente, nuestras comunidades están lejos de esta conciencia. La corresponsabilidad exige compromiso, discernimiento, adquisición y reconocimiento de competencias. Y estas cosas requieren esfuerzo, mucho esfuerzo. 

Tanto la Iglesia Local como las comunidades que la habitan, incluso aquellas marcadas por una opción “regulada”, es decir por la adhesión a una regla de vida común, suelen ser rápidas a simplificar los organigramas según principios verticales y jerárquicos. Y, en definitiva, este estado de cosas garantiza una vida tranquila a muchos creyentes y/o religiosos, que se verían perturbados si se les obligara a elegir y decidir. 

Así permanecemos asfixiados, defendiendo una pastoral de supervivencia, esforzándonos para que nuestras onerosas obras crezcan y den fruto. No nos preocupa el abandono de la fe de tantos adolescentes y adultos. Nos basta con sobrevivir y nos importa poco el futuro. 

Pero una comunidad que se interrogase continuamente sobre su propia fe y sobre los modos de confesarla y anunciarla sería un testimonio muy diferente. Una comunidad que, a través del esfuerzo de discernimiento y de confrontación, elaborara un proyecto catequético, litúrgico y pastoral en sintonía con los sujetos que la constituyen y con aquellos otros a los que es necesario abrirse sería mucho más incisivamente profética, dado que la Iglesia no existe para sí misma, sino para ser sacramento, es decir, signo e instrumento del encuentro con Dios y de la unidad de todo el género humano (cf. LG 1). 

Un estilo sinodal es pues aquel que pone por delante de todo el reconocimiento mutuo, fortalecido por la autoridad recíproca, animado por el esfuerzo de conciencia de los dones que el Espíritu concede a cada uno para el bien común. Nadie es inútil en la Iglesia Local, como en las comunidades que la constituyen. Nadie es inútil en una comunidad religiosa, sino que todos están igualmente marcados por el Espíritu a pesar de la extraordinaria diversidad de dones otorgados a cada uno. 

La sinodalidad es saber que caminamos juntos, a pesar de la diversa variedad de dones, sin jerarquías sagradas, sin hipotecas clericales, sin privilegios de ningún tipo. Juntos, precisamente, hermanos y hermanas que miramos al modelo trinitario, círculo inefable de reciprocidad interpersonal, a cuya imagen fueron creados hombres y mujeres. Hermanos y hermanas constitutivamente en el signo de la libertad y de la creatividad, en el signo del diálogo y del servicio, en el signo de la generosidad que emana del Padre, del Hijo, del Espíritu.

Una Iglesia verdaderamente a imagen de la Trinidad, una humanidad que realmente pone en circulación su ser a imagen: este es el fundamento de la sinodalidad y del estilo sinodal, es decir, de caminar juntos, deseosos y diligentes, responsables y atentos mutuamente los unos a los otros, para habitar la historia humana testimoniando los desafíos y los valores del Reino de Dios. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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