Habiéndose hecho carne, el Verbo ahora entra también en la muerte
La semana suprema de la historia y de la fe comienza con el Domingo de Ramos.
En aquellos días que llamamos “santos” nació el cristianismo, nació del escándalo y de la locura de la cruz. Todo lo que concierne a la fe de los cristianos se concentra allí y emana de allí. Por eso, de repente, desde el Domingo de Ramos a la Pascua, el tiempo profundo, el de la respiración del alma, cambia de ritmo: la liturgia se ralentiza, toma otro ritmo, multiplica los momentos en los que acompañar con serenidad, casi hora a hora, los últimos días de la vida de Jesús: desde la entrada en Jerusalén, hasta la carrera de María Magdalena en la mañana de Pascua, cuando incluso la piedra del sepulcro se viste de ángeles y de luz.
Estos son los días supremos, los días de nuestro destino. Y mientras los creyentes de toda fe se dirigen a Dios y lo invocan en el momento de su sufrimiento, los cristianos acuden a Dios en el momento de Su sufrimiento. La esencia del cristianismo es la contemplación del rostro de Dios crucificado. Contemplar como las mujeres del Calvario, con los ojos brillantes de amor y lágrimas; estar junto a las infinitas cruces del mundo donde Cristo todavía está crucificado en sus hermanos, en su carne innumerable, dolorosa y santa. Como en el Calvario Dios no salva del sufrimiento, sino en el sufrimiento. No protege de la muerte, sino en la muerte.
No libera de la cruz, sino en la cruz. La lectura del Evangelio de la Pasión es de una belleza que nos aturde: un Dios que nos lavó los pies y no le bastó, que dio su cuerpo para comer y no le bastó. Lo vemos colgado, desnudo y deshonrado, y tenemos que apartar la mirada. Entonces volvemos la cabeza, miramos hacia la cruz y vemos a alguien con los brazos extendidos que nos grita: te amo. ¿A mí exactamente? Sangra y grita, o quizá susurra balbuciendo, para no resultar intrusivo: te amo.
¿Por qué murió Cristo en la cruz? Dios no ordenó ese asesinato. No fue Él quien permitió o exigió que se sacrificaran inocentes en lugar de culpables. ¿Apaciguar la justicia con sangre? No es de Dios.
Cuántas veces gritó en los profetas: «No bebo sangre de corderos, no como carne de toros», «Quiero amor y no sacrificio». La justicia de Dios no es dar a cada uno lo suyo, sino dar a cada uno a sí mismo, su vida.
Aquí entonces Encarnación y Pasión se abrazan, la misma lógica continúa hasta el extremo. Jesús entra en la muerte, como entró en la carne, porque toda carne entra en la muerte: por amor, para estar con nosotros y como nosotros.
Y Jesús pasa a través de ella, no rodeándola, recogiéndonos a todos desde las distancias más perdidas, y en Pascua nos lleva al vórtice de su resurrección, nos arrastra consigo hacia arriba, hacia la fuerza de la resurrección.
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