sábado, 5 de julio de 2025

¡Qué vergüenza!

¡Qué vergüenza! 

Siento vergüenza, ese es el sentimiento que me domina, siento vergüenza por mí mismo, por lo que soy. Siento vergüenza al levantarme cada mañana temprano y descubrir que sigo vivo, con una salud aceptable, listo para alimentar mi cuerpo y mi espíritu con abundante comida y buenas intenciones, mientras el primer noticiario de la mañana me informa de que nada de lo que soy, de lo que hago, de lo que pienso, de lo que proyecto ha movido ni un milímetro la balanza del horror cotidiano a favor de la vida, de una sola vida. 

Lo sé, podría aligerar la carga de mi pena empezando por avergonzarme de ser europeo, provisto de un pasaporte válido y en regla de la Unión; no me costaría nada avergonzarme de la cobardía y la nulidad de lo que queda de la Unión. Me bastaría recordar que desde que la guerra de Gaza se convirtió en masacre, carnicería, matanza de inocentes, ejercicio de sadismo institucionalizado, esta Unión interviene con firme cobardía sugiriendo al Gobierno israelí «moderación», con el savoir faire del distinguido caballero que asiste a una violación en la calle y con garbo invita a la moderación al violador. 

Mientras Donald Trump dicta la línea a Europa. Ese tal Donald Trump, orgulloso de su poder absoluto y déspota, que dicta a la Unión la ley del más grande, del más fuerte, está en otra parte y sigue la antigua enseñanza de aquella figura del arte de la guerra, Sun Tzu, según la cual el único ejército que al final sale victorioso es el que nunca ha combatido, y ¿qué me cuesta avergonzarme de cómo la Unión le muestra su servidumbre servil inaugurando una nueva era de diplomacia esclava del Imperio y sometida a su dictadura? 

Por no hablar de la vergüenza de ver a la ‘crème de la crème’ del progresismo europeo desfilar en procesión ordenada en el Orgullo de Budapest para poner sus cuerpos como barrera protectora del sacrosanto derecho a manifestarse de la comunidad Lgbtq+, sin que se les haya pasado por la cabeza poner sus cuerpos en defensa del sacrosanto derecho a existir del pueblo palestino, ucraniano, … 

Un hecho que no habría pasado desapercibido a los ojos del mundo que aspira a una paz justa y duradera: la alfombra de cuerpos ilustres extendida sobre el asfalto frente a los tanques rusos; y si por desgracia hubiéramos tenido un muerto, ¿qué muerte habría sido más gloriosa, más santa, más acorde con el imperativo de la paz y la justicia? No, todo demasiado fácil, inequívocamente auto-absolutorio. 

Soy yo quien debe avergonzarse, porque todo el horror del mundo me llama, y a mí me pide y me exige una respuesta, a quien se considera un ser humano medianamente intacto en su humanidad. 

La pregunta es: ¿estás dispuesto a vivir en la vergüenza? ¿Estás dispuesto a untar la mermelada en tu rebanada de pan matutino sabiendo que en ese momento hay un niño bajo el fuego de un militar en servicio activo en el ejército de un país democrático, al menos a primera vista, solo porque está tratando de ganarse un pedazo de pan? 

Y esta ni siquiera es la pregunta más incómoda, que es otra y definitiva: ¿eres capaz de vivir en una época de odio, de odio como sistema de gobierno, como herramienta para las relaciones, de odio como religión, de odio como juego social? 

El odio hacia el ser humano y hacia cualquier otro ser que se oponga al dominio del Imperio, el derecho sacrosanto a disponer a voluntad de todo lo que sea reivindicable ya sea un metal, un alma, una vida. El odio que es un regalo de los votantes a su gobierno, el patrimonio de odio entregado por los votantes estadounidenses a su presidente es de una magnitud devastadora. Un odio inflado hacia lo diferente, hacia quien perturba la tranquilidad ministerial, hacia el extranjero, hacia el prisionero, hacia quien pone en duda el orden establecido por el gobierno. 

¿Qué derecho tengo yo a sobrevivir a todo esto, a salvar mi pellejo viviendo de mi vergüenza? No he sido entrenado para vivir este tiempo y de esta manera, no he sido educado en la vileza, y se diría que solo la vileza es el recurso que necesitara para sobrevivir. «Estoy hecha para compartir el amor, no el odio», esta es la voz de Antígona, y Antígona, que no conocía la cobardía, acabó enterrada viva. 

Llegará el momento del juicio, y si no es Dios en persona quien abra el Gran Libro de los destinos humanos, lo hará la Historia. Y la Historia no olvida, no perdona, nunca, y a diferencia de Dios, tiende más a la venganza que a la justicia. 

Cuando se abra el Libro en el párrafo que me corresponde, ¿qué encontraré para cubrir mi vergüenza? ¿Quizás mis bonitos discursos, mis buenas intenciones, mis ofrendas votivas, mi voto, mi X solidaria? 

Me preguntarán cómo he sabido oponerme al odio y yo, ¿qué haré, haré un escrito sobre la convivencia? No se responde al odio con palabras bonitas, sino con el pensamiento, y el pensamiento o se hace cuerpo o no es más que una hoja de parra para ocultar la vergüenza. ¿Dónde he puesto mi cuerpo para que mi pensamiento se convirtiera en acción capaz de influir en el destino de un solo ser humano? ¿En qué llaga, en qué cráter de misil, en qué abuso, en qué mentira? 

Un profeta antiguo, Isaías, diría aquello de dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad la justicia, socorred al oprimido, haced justicia al huérfano, defended la causa de la viuda, ¿y yo dónde estaba? ¿Dónde están las alas de mi pensamiento para que hagan barrera al malvado? 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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