La luz del Evangelio en tiempos difíciles -la parábola de "El Señor de los Anillos"-
Muchos lectores consideran El Señor de los Anillos una obra maestra de la literatura fantástica épica. Los fans acérrimos también saben que su célebre autor, J. R. R. Tolkien, definió la novela como «fundamentalmente religiosa y católica».
Basta unas pocas líneas para explorar cómo el cristianismo impregna la obra maestra de Tolkien, sin ser nunca mencionado explícitamente, y qué distingue el enfoque de Tolkien del de su amigo y colega C. S. Lewis. Y hay que hacer ver cómo el Evangelio está presente en la novela en forma de mito y visión profunda del mundo.
Nacido en Inglaterra en 1892, John Ronald Reuel Tolkien fue un católico devoto durante toda su vida. Tras la muerte de su padre, fue educado espiritualmente por un sacerdote oratoriano, el P. Francis Morgan. Su catolicismo nunca fue superficial ni cultural, sino que impregnó su visión del hombre, del mal, de la historia y del arte, algo que se refleja claramente, aunque de forma no evidente, en su obra magna, El Señor de los Anillos.
Como escribió en una carta de 1953 al P. Robert Murray SJ:
«La obra es fundamentalmente religiosa y católica; inconscientemente al
principio, pero conscientemente en la revisión» (Cartas, n.
142).
A diferencia de su amigo C. S. Lewis, que en Las crónicas de Narnia presenta una cristología transparente - el personaje de Aslan es indudablemente Cristo -, Tolkien rechaza la alegoría como método narrativo: «Detesto cordialmente la alegoría en todas sus manifestaciones» (Prefacio a El Señor de los Anillos).
Prefiere hablar de «aplicabilidad»: no es
el autor quien impone unívocamente un significado simbólico, sino el lector
quien lo reconoce en diversos aspectos de la historia. Por esta razón, la
simbología cristiana en El Señor de los Anillos nunca es directa
ni explícita, pero está profundamente encarnada en el mundo mitológico de Arda.
Figuras cristianas: Frodo, Gandalf y Aragorn
El personaje que más se acerca a una figura mesiánica es Frodo, portador del Anillo y protagonista de hecho de la historia. Al igual que Cristo, Frodo lleva el peso del mal absoluto hasta el punto de ser destruido, pero finalmente es salvado por un acto de misericordia pasado: la vida perdonada a Gollum en una escena conmovedora y controvertida (que divide puntualmente a los fans entre quienes la apoyan y quienes la rechazan).
Gandalf es el profeta que «muere y resucita» tras la lucha con el demoníaco Balrog. Su regreso como «Gandalf el Blanco» es una figura bastante evidente de transformación espiritual y victoria sobre la muerte.
Aragorn, por último, es el rey oculto que regresa, un paralelismo con la realeza davídica y la figura mesiánica del Antiguo Testamento. Es descendiente de Elendil, pero, al igual que el «hijo de David» esperado por las Escrituras, regresa al final para reinar en paz y justicia. En él se refleja la promesa hecha a David: «Estableceré el trono de su reino para siempre» (2 Samuel 7,12-13).
Su coronación, tras la humillación y el servicio, no es un acto de poder, sino la revelación de una realeza que salva y redime. Las palabras del profeta Isaías parecen resonar en su retrato: «Su nombre será: Consejero admirable, Dios poderoso, Padre para siempre, Príncipe de la paz» (Isaías 9,5-6). Y aún más: «Saldrá un renuevo del tronco de Jesé... Juzgará con justicia a los pobres y decidirá con equidad sobre los humildes de la tierra» (Isaías 11,1-4).
Aquí también surge un
rey justo, espiritual, que actúa con rectitud, no con dominio. Aragorn es
exactamente este tipo de rey.
Humildad, misericordia y gracia
El centro moral de la obra no es la fuerza, sino la humildad (los hobbits Sam, Frodo, Merry y Pippin), la misericordia (el perdón hacia el desdichado Gollum) y la gracia, que actúa de forma invisible a lo largo de toda la historia.
Como dice Gandalf en una famosa cita: «No te apresures a juzgar y condenar a muerte. Ni siquiera los más sabios pueden ver todos los resultados» (La Comunidad del Anillo, libro I, cap. 2).
El bien triunfa no por superioridad militar (que, de hecho, nunca existe), sino por providenciales actos de compasión, servicio, sacrificio y lealtad. Es el modelo evangélico: servir en lugar de dominar.
«El que quiera ser grande entre vosotros será vuestro servidor... Ni siquiera el Hijo del hombre vino a ser servido, sino a servir» (Marcos 10,43-45).
Esta es la clave para
comprender a Sam, el más humilde y fiel de todos. Pero también Gandalf
y Aragorn encarnan la grandeza del rey que se hace siervo por
amor.
El mal según Tolkien: Sauron, Morgoth y la sombra de Lucifer
En el Legendarium de Tolkien, el mal no es una fuerza autónoma, sino una corrupción del bien. En clave agustiniana, el mal es una privación del ser, una desviación de un origen bueno.
La figura principal del mal es Melkor, más tarde llamado Morgoth, el primero de los Ainur (seres angelicales creados por Eru Ilúvatar) que, por soberbia y deseo de dominio, se rebela contra el designio original. Morgoth es una figura claramente luciferina: el más poderoso de los espíritus creados, el primero en rebelarse y el que corrompe el mundo con su discordia.
Sauron, su lugarteniente, hereda su voluntad de dominio. Al igual que Lucifer en la tradición cristiana, Sauron era originalmente un ser de luz y orden (un Maia al servicio de Aulë, el herrero de los dioses), que se corrompe por el deseo de poder y control. La caída, en ambos casos, nace del rechazo a servir a su propósito en la Creación.
El Anillo como tentación espiritual
El Único Anillo, forjado por Sauron, es mucho más que un objeto mágico: es un vehículo espiritual de corrupción. Su acción no se limita a la destrucción física, sino a la perversión interior.
De hecho, cada personaje que entra en contacto con el Anillo experimenta una tentación profunda y personalizada: poder, dominio, autojustificación, omnipotencia, gloria eterna. Es una tentación ad personam: al igual que el pecado, actúa donde el alma es más vulnerable.
Los pecados que despierta el Anillo son arquetípicos y reconocibles en el catálogo de los vicios capitales:
· Soberbia: Galadriel y Boromir son tentados por
el deseo de «hacer el bien» con el poder, pero según su propia voluntad, no la
de Dios.
· Avaricia: Gollum está consumido por el deseo posesivo del
Anillo, que lo transforma física y espiritualmente.
· Ira: Boromir, en su ímpetu, llega a traicionar a Frodo.
· Apatía y desesperación: el propio Frodo, al final del viaje, cae en el cansancio espiritual, hasta el punto de no poder liberarse del Anillo.
Todos los personajes
positivos (desde Sam hasta Faramir, desde Aragorn hasta Gandalf) realizan
actos heroicos no resistiendo con fuerza, sino renunciando al poder, la
antítesis del pecado luciferino.
Una sombra reflejada en el mundo
Tolkien insiste en un concepto profundamente teológico: el mal no crea, sino que deforma. Sauron no crea sus ejércitos: los orcos, los trolls y los nazgul son, de hecho, versiones pervertidas de criaturas buenas. Al igual que Lucifer, que no puede dar vida, sino solo corromperla, Sauron es estéril: domina, pero no engendra. «El mal no puede crear nada nuevo, solo puede corromper lo que existe» (Silmarillion).
Sauron, como Lucifer, actúa en las sombras, nunca visible directamente en El Señor de los Anillos. Sin embargo, su influencia está en todas partes. Su mirada se representa como un ojo ardiente: símbolo de vigilancia, control y juicio sin piedad, la antítesis del ojo providente de Dios.
La batalla que se libra no es solo exterior, sino también interior: es la lucha del alma contra la seducción del mal que se presenta como bien.
Tolkien no construye
el mal como algo fascinante o romántico. El mal es estéril, mentiroso,
depredador, y nunca invencible. Incluso los más pequeños, como los hobbits,
pueden vencerlo, pero solo si renuncian al dominio y abrazan la humildad, la
misericordia y la gracia.
El Dios creador oculto: Eru Iluvatar
Aunque Dios nunca se menciona directamente en El Señor de los Anillos, en el Legendarium existe una figura creadora: Eru Ilúvatar, el Dios único del Silmarillion. Su presencia es implícita, nunca invasiva, pero profundamente activa.
La estructura de la
narración sigue la lógica de la Providencia: el mal es real, poderoso, pero no
definitivo. Como en el pensamiento agustiniano, el mal es una privación, una
disonancia en la música original de la creación. Sin embargo, precisamente a través
de esta disonancia, el bien emerge con mayor profundidad y belleza.
Conclusión: un Evangelio narrado en forma de mito
Tolkien creó un mundo
que comunica y vive los valores cristianos sin proclamarlos. Su arte no es
apologético, sino encarnado. En una época que tiende a separar lo sagrado de la
imaginación, la fe, a través del talento narrativo, genera belleza y moralidad.
El Señor de los Anillos sigue hablando a generaciones de lectores porque, aunque nunca sermonea, es profundamente edificante. Su fuerza reside en mostrar e inspirar, no en explicar ni imponer.
Como dice Galadriel al entregarle a Frodo el frasco de luz: «Que sea una luz para ti en los lugares oscuros, cuando todas las demás luces se apaguen» (La Comunidad del Anillo, Libro II, Capítulo 8 – La despedida de Lórien).
Esta luz, como el Evangelio narrado poéticamente por Tolkien, sigue brillando hoy en día, cuando todas las demás luces se apagan.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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