Los pies de Dios recorren el camino de la historia
En estos días santos, en espera de algo que rompa los patrones del odio, se concentra todo lo que concierne a la fe de los cristianos, donde el amor y el dolor se anudan, entrelazados para siempre.
Cuando llegó la hora, se sentó a la mesa, y con él los discípulos. Y les dijo: «He deseado con ansias comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios».
Durante cuatro tardes consecutivas, Jesús abandona el templo y los duros conflictos y se refugia en Betania: en la casa de la amistad, en el cálido círculo de los amigos, Lázaro, Marta, María, casi para recuperar el aliento de su valentía. Necesita sentirse no sólo el Maestro sino el Amigo. La amistad no es un tema menor en el Evangelio. Nos lleva del anonimato de la multitud a un rostro único, el de María que toma entre sus manos los pies de Jesús, los estrecha cerca de ella, apretados contra sí, un tesoro muy pobre, donde no hay nada divino, donde Jesús siente el cansancio de ser hombre.
Caricias de nardo en esos pies, tan lejos del cielo, tan cerca del polvo del que estamos hechos: con polvo de la tierra hizo Dios a Adán. Pies en los caminos de Galilea, pies que caminaron sobre mi corazón, que caminaron muy dentro de mí, donde soy polvo y ceniza. Una caricia en los pies de Dios. Dios no tiene alas, sino pies para perderse en las calles de la historia, para recorrer mis caminos.
La última tarde, Jesús repetirá los gestos de aquella mujer, su amiga, arrodillándose ante sus hermanos, con sus pies en sus manos. Una mujer y Dios se encuentran en los mismos gestos inventados no por la humildad, sino por el amor. Cuando ama, el hombre realiza gestos divinos. Cuando ama, Dios realiza gestos muy humanos. Amor con corazón de carne.
Entonces Jesús se entrega a la muerte. ¿Por qué? Para estar conmigo y como yo. Para poder estar con Él y como Él. Estar en la cruz es lo que Dios, en su amor, le debe al hombre que está en la cruz. El amor conoce muchos deberes, pero el primero es estar junto al amado, es “pasión de unir”.
Dios entra en la muerte porque cada uno de sus hijos va allí. La cruz es el abismo donde Dios se hace amante. Y nos arrastrará hacia lo alto con su Pascua.
Él entra en la muerte, a pie enjuto, y la atraviesa, reuniéndonos a todos desde las más remotas distancias, y Dios lo resucita para que quede claro que tal amor no se puede perder, y que quien vive como él vivió tiene el don de su vida indestructible.
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