lunes, 17 de marzo de 2025

Contemplación y oración con el Siervo.

Contemplación y oración con el Siervo 

El primer domingo de Cuaresma, al final del relato de las tentaciones de Jesús en el desierto, escuchamos esta aclaración de Lucas: «Cuando el diablo hubo agotado toda tentación, dejó a Jesús hasta un momento oportuno» (Lc 4,13). Y he aquí la hora señalada, la hora de la Pasión, la hora en la que Jesús es tentado de nuevo por el diablo y es sometido a una prueba terrible y angustiosa: ¿debe permanecer fiel al Padre, incluso a costa de sufrir una muerte violenta en la cruz, o debe seguir otros caminos, los sugeridos por el diablo, que traen consigo la promesa de saciedad, de poder, de riqueza, de éxito? Según Lucas, la Pasión es verdaderamente la hora de la gran tentación no sólo de Jesús, sino también de los discípulos, y por tanto de la Iglesia… 

Precisamente durante la cena pascual, cuando Jesús anticipa con los gestos sobre el pan y el vino y con las palabras lo que le sucederá en las horas siguientes, precisamente cuando revela que la suya es una vida entregada, gastada, ofrecida hasta el derramamiento de sangre por sus discípulos, éstos se muestran tentados y seducidos. 

En primer lugar, uno de ellos traiciona la alianza de la comunidad, la nueva alianza sellada con la sangre de Jesús, entregándole a sus enemigos. Lucas recuerda luego que, mientras Jesús sirve a sus discípulos a la mesa, sentado en medio de ellos, discuten sobre «quién podrá ser considerado el mayor por encima de ellos». Finalmente Pedro, la roca, proclama a Jesús una fidelidad que negará tres veces con una negación. Sí, en la hora de la tentación los discípulos sucumben a la prueba, mientras que Jesús durante toda la Pasión se muestra fiel a Dios y a los discípulos… 

Llegados al Monte de los Olivos, durante la decisiva lucha espiritual, Jesús invita a los discípulos a «orar para no entrar en la tentación». Él mismo les da ejemplo y ora al Padre, permaneciendo plenamente sumiso a su voluntad, hasta el punto de aceptar el arresto sin defenderse, sin oponer a la violencia la violencia, sin cambiar su estilo y su comportamiento de mansedumbre y amor, sino permaneciendo fiel a la verdad que había caracterizado su vida. 

Orando, Jesús entró en su pasión, y orando hizo de su muerte violenta en la cruz un acto: pidió al Padre perdón a quienes lo crucificaron y, finalmente, invocó a Dios diciéndole: «Padre, en tus manos encomiendo mi aliento» (cf. Sal 31,6). Ante Dios, a quien llamó y sintió como Padre, Jesús puso a los hombres y toda su vida, y así murió: en plena fidelidad a Dios, a los hombres, a la tierra de la que había sido tomado como hombre, «hijo de Adán» (Lc 3, 38). 

La fidelidad de Jesús tuvo un alto precio, porque incluso en la cruz fue tentado de nuevo, simétricamente a las tentaciones que sufrió en el desierto, al inicio de su vida pública. En la última hora de su vida terrena resuenan entre los hombres palabras parecidas a las de Satanás: «Tú que eres el rey de los judíos, si eres el Cristo, si has salvado a otros... ¡sálvate a ti mismo!». Pero Jesús no quiere salvarse a sí mismo; al contrario, quiere cumplir fielmente la voluntad de Dios, continuando hasta la muerte comportándose en obediencia a Dios, es decir, amando y sirviendo a la verdad. ¡Ésta es causa de muerte para él, pero causa de vida para todos los hombres! 

Para nosotros que escuchamos este relato de la Pasión, Lucas nos invita a seguir a Jesús desde su condición de servidor en la mesa hasta su muerte en la cruz. Entonces podremos ver en Él «al hombre justo», reconocido como tal incluso por Pilato, que se ve obligado a proclamar tres veces que Jesús no ha cometido jamás el mal. 

Mirándolo a Él, el Crucificado que invoca el perdón para sus perseguidores y se encomienda a Dios, entraremos en una auténtica contemplación, como «aquellas multitudes que, habiendo acudido a aquella contemplación-espectáculo, recordando lo sucedido, se marcharon golpeándose el pecho». Y con el centurión haremos una auténtica confesión de fe: «Verdaderamente este hombre era justo». Sí, Jesús es el Justo perseguido, el Hijo de Dios (cf. Sb 2, 10-20); Él es aquel a quien el Padre llamó de entre los muertos en respuesta a la vida vivida, marcada por un amor más fuerte que la muerte. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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