lunes, 17 de marzo de 2025

Jesús llora sobre la ciudad amada.

Jesús llora sobre la ciudad amada 

Los Evangelios nos ofrecen cuatro relatos de la Pasión de Jesús, narraciones que coinciden en el desarrollo de los acontecimientos pero que también parecen diferentes entre sí. En el relato de Lucas, proclamado este año en la liturgia, hay episodios ausentes en los otros evangelios y se recogen detalles elocuentes, que contribuyen a presentarnos un Christus patiens con características que el tercer evangelista quiere destacar para los lectores de su obra. 

En la celebración de la cena pascual, Jesús da a los Doce una enseñanza sobre su ser “siervo” en medio de los discípulos y profetiza una gran tentación de Satanás hacia la comunidad de la que está a punto de ser arrancado. Al mismo tiempo, asegura a Simón una oración por él y por su fe vacilante, confiándole la misión de confirmar a sus hermanos. En la agonía de Getsemaní, Jesús es asaltado por una fuerte angustia, hasta el punto de sudar sangre debido a esa tensión-miedo ante la muerte. Pero un ángel llega en su ayuda, un mensajero de Dios que aparece como signo de la interpretación salvífica de aquella pasión. Durante el proceso ante el procurador romano Pilato, Jesús es declarado inocente tres veces e inmediatamente después se encuentra con el tetrarca Herodes, ante quien permanece absolutamente en silencio. Las mujeres discípulas encuentran a Jesús en el camino hacia el Gólgota y reciben una palabra de él. Finalmente, en la cruz, con sus últimas palabras, Jesús perdona al criminal que está a su lado y pone su aliento, su espíritu, de nuevo en las manos del Padre. 

Podemos notar que casi un tercio de los versículos del relato de la Pasión están escritos por Lucas, mientras que los demás están tomados de su fuente, Marcos. Vamos a destacar sólo los episodios específicos de este evangelista, para comprender así la rica diversidad de los relatos evangélicos, capaces de nutrir y profundizar nuestra fe. 

Para Lucas la Pasión es ante todo la hora de la tentación que asalta a Jesús, asalta a los discípulos y, por tanto, también a la Iglesia. Cuando el niño Jesús fue presentado en el Templo para ser ofrecido al Señor, el anciano Simeón, que esperaba la liberación mesiánica, al reconocerlo mediante la revelación del Espíritu Santo, proclamó: «Él ha sido puesto como señal de contradicción... para que queden al descubierto los pensamientos de muchos corazones» (Lc 2,34-35). Ahora bien, durante la Pasión, Jesús aparece como signo ante el cual se produce la caída en la tentación o la resurrección, la salvación. 

Para Lucas, la hora de la Pasión es también «el tiempo señalado» (Lc 4,13), en el que el diablo volvería a él para tentarlo. No lo había derrotado en el desierto (cf. Lc 4,1-12), pero ahora regresa poniendo sus propias palabras en boca de los perseguidores de Jesús: «Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo...». Sobre todo en el Monte de los Olivos, Jesús, precisamente para no caer en la tentación, ora, incluso arrodillándose, y pide: “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Aquí está la agonía, la lucha que se desarrolla dentro de una oración más intensa. El miedo a la muerte que experimenta Jesús atestigua inequívocamente su pertenencia enteramente a la condición humana. Jesús no tiene una voluntad diferente o contraria a la del Padre y hasta el final sólo busca realizar esta voluntad; pero, como hombre igual a nosotros en todo excepto en el pecado (cf. Hb 4,15), experimenta la angustia ante la muerte, aunque la había anunciado como resultado necesario de su vida en conformidad con el amor de Dios (cf. Lc 9,22.43-45; 18,31-34). 

Si Jesús supera toda tentación, sus discípulos no son capaces de hacer lo mismo, y entre ellos, Pedro en particular. Uno de los Doce, Judas, traiciona a Jesús hasta el punto de entregarlo a sus adversarios, los Sumos Sacerdotes del Templo que habían decretado su muerte. Los demás discípulos, justo cuando Jesús anuncia la traición de un miembro de su comunidad, comienzan a discutir sobre quién entre ellos era el más grande. Y Pedro, cuando Satanás le anuncia que serán probados, que serán zarandeados como el trigo, promete presuntuosamente una fidelidad a Jesús que negará pocas horas después, declarando que no lo ha conocido jamás. Esta es la caída en la hora de la tentación: los Doce no supieron orar para entrar en la tentación y salir victoriosos, a diferencia de Jesús que, precisamente en esa lucha, precisamente en esa escucha de la palabra del Padre y en esa invocación repetida, supo leer el significado de su muerte y por tanto hacer de ella un acto preciso, una donación en las manos del Padre: «Padre, en tus manos encomiendo mi aliento», cita significativa de las palabras de un salmo (31,6) que rezó muchas veces. 

En Lucas, además del tema de la tentación y de la oración para combatirla y vencerla, podemos ver un particular acento puesto en el perdón que Jesús sabe dar también en esta hora, la hora de sus enemigos, la hora que Él mismo define como la de las tinieblas. Cuando es capturado y uno de sus discípulos saca la espada para defenderlo, hiriendo la oreja de un siervo del sumo sacerdote, Jesús no sólo se opone a ese comportamiento sino que inmediatamente toca la oreja sangrante y la cura, con un gesto que es mucho más que una declaración de perdón. 

También es llamativa una anotación exclusivamente lucana sobre la mirada que Jesús dirigió a Pedro después de su triple negación. El apóstol que quería asegurar a Jesús su fidelidad negó tres veces haberlo conocido, y lo hizo delante de una criada y de otras dos personas anónimas presentes en el patio del Sumo Sacerdote. Entonces canta el gallo y en ese mismo momento Jesús se vuelve, busca a Pedro con su mirada misericordiosa y le hace llorar de arrepentimiento, un grito amargo que nace de la conciencia de no haber sabido permanecer firme como una Roca, firme como le hubiera exigido su vocación. 

Pero es sobre todo en la cruz donde Jesús revela su misericordia y hace epifánico su perdón. Mientras está ahora levantado entre dos malhechores, uno a su derecha y otro a su izquierda, mirando a sus verdugos, a sus enemigos y a la multitud que presencia aquella ejecución, Jesús ora diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Mientras los hombres lo matan, Jesús invoca sobre ellos el perdón de Dios, convirtiéndose en instrumento de reconciliación. Él no excusa a los malhechores, sino que denuncia su ignorancia, su no saber lo que hacen o lo que dicen contra Él y contra el Padre, que lo envió y lo declaró Hijo elegido y amado. Uno de los malhechores crucificados con Jesús lo insulta, lo provoca, lo tienta del mismo modo que los jefes del pueblo y los soldados: “¿No eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo y a nosotros!”. Pero el otro malhechor, que sabe reconocer su propio pecado en contraste con la justicia de Jesús, grita: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino». Jesús le respondió: ‘De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso’». No al final de los tiempos, no en la hora de la parusía, sino hoy, en la hora de la muerte, esta persona podrá seguir al Señor y Mesías en su Reino. De este modo, Jesús no se preservó a sí mismo ni al malhechor de la muerte, sino que hizo de esta muerte un paso a la verdadera vida, la de Dios. 

Si estos son los rasgos específicos de Lucas al entregarnos el icono del Christus patiens, sólo este evangelista se atreve a hablar de la crucifixión como “teoría”, contemplación. Ésta es la contemplación cristiana: ¡el crucificado! Mirándolo, se puede pasar de la contemplación al arrepentimiento y a la conversión, que es siempre un retorno a sus pasos. Las multitudes que se habían reunido para aquel espectáculo-visión, habiendo visto cómo Jesús había vivido su muerte violenta y habiendo sido testigos de su amor compasivo y misericordioso capaz de invocar el perdón sobre todos, regresaron golpeándose el pecho. Por su parte, un centurión pagano –¡y estamos invitados a hacerlo con él! – reconoce la gloria de Dios en este acontecimiento que trajo la muerte a «un hombre justo», sin pecado, como Hijo de Dios (cf. Sb 1,16-2,20). 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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