viernes, 21 de marzo de 2025

Lavaos los pies unos a otros en memoria mía.

Lavaos los pies unos a otros en memoria mía 

Comenzamos a revivir las acciones y palabras de Jesús, escuchándolas, acogiéndolas en nuestro corazón y meditándolas, porque esto es lo único que podemos hacer aquí y ahora, juntos. Todos estamos dispuestos a beber de la fuente del misterio, porque sostenidos por esta agua que brota en nosotros (cf. Jn 4,14), podemos vivir precisamente viviendo este misterio en nuestra carne y en nuestra mente. 

Cada uno de nosotros tiene su propio peso sobre los hombros y sobre el corazón: sí, con el corazón agobiado por el peso del duro trabajo de vivir, agobiado por nuestros pecados, que no son otra cosa que contradicciones al amor, agobiado por la conciencia de nuestra incapacidad cada vez mayor para ser coherentes con lo que hemos aprendido y seguimos conociendo del mismo Jesús. 

Veamos la escena que nos presenta el Evangelio de esta tarde: un hombre, Jesús, que intenta «amar hasta el extremo, hasta el fin» ( Jn 13,1); de los hombres que llevan años con él y no le entienden, porque cada uno sigue su camino; Pedro, el que debe presidir, falla al olvidar donde fue colocado por Jesús y al olvidar la relación tan llena de cosas compartidas con Él; entonces “uno de los Doce” que desea la muerte de Jesús, desea deshacerse de él; y los demás ni siquiera saben dónde están. Éstos son los protagonistas que se sitúan ante nosotros, como un espejo, para que podamos identificarnos en sus figuras. 

Jesús tiene una sola palabra, la que acaba de decir a los judíos: «Por esto me ama el Padre, porque yo doy mi vida para recibirla de nuevo» (Jn 10,17). Para recibirla del Padre, en la fe, sin ninguna certeza. Ésta es la palabra clave para entender lo que hace ahora Jesús: de hecho, deja sus vestidos para recibirlos de nuevo, dando, a través de su despojamiento, el signo de lo que está sucediendo; Él da su vida, se despoja, se vacía para recibir esta vida del Padre. 

Por eso, no al comienzo de la cena, no en el atrio de la casa, apenas entrado, sino durante la cena, Jesús hace una innovación en el ritual. Era costumbre que al comienzo de la cena, en el momento de la bienvenida, se recibiera al invitado con la ofrenda de agua para el lavado de los pies polvorientos y sucios: el invitado aceptaba la ofrenda, y los esclavos no judíos realizaban este servicio. En cualquier caso, nunca –dice el Midrash– un judío pidió a otro judío, ni siquiera a un esclavo, que le lavara los pies, porque ese gesto de extrema humillación sólo podía pedirse a esclavos no judíos. 

Sin embargo ahora la cena está llegando a su fin, y es durante ella, como para darle una evidencia fuerte e imponente, que Jesús realiza ese rito. Pero lo hace al revés, en un rito de inversión, con plena conciencia de lo que debía hacer como gesto final para con sus discípulos: Jesús debía mostrarles hasta dónde es posible amar, «hasta el extremo», hasta dar la propia vida. 

Según los Evangelios sinópticos, Jesús manifestó este amor dando a sus discípulos el pan y el vino como su cuerpo y su sangre (cf. Mc 14,22-25 y par.). Según Juan, que también conoce la institución de la Eucaristía, es mejor dejar de lado la Eucaristía y hablar del lavado de los pies. Los dos signos dicen lo mismo, dicen la misma verdad y, de hecho, van seguidos de dos órdenes, las dos únicas dadas por Jesús respecto a una acción significativa: 

Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19; 1Co 11,24) y “Debéis lavaros los pies los unos a los otros” (Jn 13,14). 

Dos gestos relacionados con el cuerpo: cuerpo de Jesús entregado; y cuerpo del discípulo servido por Jesús. 

En ambas acciones de Jesús hay un cuerpo que se entrega a los discípulos. Se produce así un rito de inversión: el Maestro se convierte en discípulo, el Señor se hace esclavo, el que preside se convierte en el que sirve. 

Y para hacer esto, significativamente Jesús se quita la ropa, no sólo el manto. Le despojarán de sus vestiduras en la cruz (cf. Jn 19,23-24), pero aquí es Él quien se despoja de sus vestiduras. He aquí la acción, el preámbulo necesario al gesto del esclavo, al servicio: desvestirse. Despojarse de los propios vestidos, desvestirse, es entregarse en la propia desnudez al otro, y esto sucederá en el Gólgota, pero ahora es claramente un gesto de despojamiento, de empobrecimiento de sí, un desarme. 

Se trata de una acción extraordinaria, que no obedece a los dos polos que tanto nos atraen a los hombres: el miedo y la arrogancia. Siempre oscilamos entre estas dos tentaciones: el miedo, que es siempre y radicalmente miedo al otro, y la arrogancia, que es la violencia más cotidiana hacia los demás. Normalmente estas son nuestras armaduras, y las usamos bien porque no creemos que sean ofensivas, sino sólo defensivas. Por eso nos falta el estilo, el estilo de Jesús, que es humildad y mansedumbre: «Venid a mí… aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,28-29). 

Jesús, despojado como un esclavo, arrodillado a los pies de sus discípulos, sabe bien que este gesto había sido dirigido a Él por dos mujeres: una pecadora según Lucas (cf. Lc 7,36-50), y una discípula, María de Betania (cf. Jn 12,1-8). 

Ambas le habían lavado y perfumado los pies, en un exceso de amor, durante una cena. Jesús parece haber aprendido la lección de ellas y por eso repite el gesto, pero pidiendo que este gesto «se lo haga uno al otro» (cf. Jn 13,14), pidiendo que sea un gesto de reciprocidad. Aquella tarde lo hizo sólo para dar – dice el Evangelio – «un ejemplo, para que como Él hizo, también nosotros hagamos, recíprocamente» (cf. Jn 13,15). 

Aquella tarde Jesús no realizó un milagro como último acto, sino un acto que todos pueden realizar: basta con una palangana, un poco de agua, una toalla. Podemos realizar esta acción siempre y en todas partes: dar la vida, desarmarnos, no inspirar miedo ni tener miedo, no ser arrogantes y tener hacia los demás la actitud de quien lava los pies... 

El amor cristiano se resume en esto: no está hecho de grandes sentimientos, no se nutre de eros ni de pasión, sino que es un trabajo sobre uno mismo antes de ser un trabajo hacia los demás. Yo te lavo los pies si, aun viendo tu pecado, sé no verlo y no tomarlo en cuenta. Yo te lavo los pies, si no me dejo tentar por la arrogancia, que no siempre es orgullo, sino que es mirarme a mí mismo, quizá a mi yo mínimo, pero no pensándolo superior al de los demás. 

Desde el siglo IV la Iglesia quiere que quien preside –Papa, obispo, abad– lave los pies a sus hermanos. El Papa Francisco ha innovado yendo a lavar a los más pobres y desfavorecidos, en las cárceles y en los hospitales. ¿Será necesario también que tengamos la audacia de cambiar este rito y trasladarlo al mandato de Jesús de lavarnos los pies unos a otros? La comunidad tendrá que reflexionar y madurar hasta decidir… Pero sea como sea este rito, según el mandato de Jesús el lavado de los pies debe realizarse recíprocamente; así como debe suceder en la vida diaria, donde no es sólo el que preside quien lava los pies de los hermanos, sino que son ellos quienes deben lavarse los pies unos a otros. 

Lavar los pies es un gesto escandaloso: escandalizó a Simón el fariseo (cf. Lc 7,39), escandalizó a Judas (cf. Jn 12,4-6), escandaliza a Pedro en nuestro pasaje (cf. Jn 13,6.8). Pero Jesús le dice a Pedro que si no se lava los pies, él, Jesús, no será su porción (cf. Jn 13,8; cf. Sal 16,5; 73,26; 142,6), porque es necesario lavar los pies, pero también es necesario dejarse lavar, y esto a veces es más difícil que realizar uno mismo esta acción. 

Concluyo con un pensamiento que va a situaciones reales: pensemos en ello... En las casas hay hombres y mujeres que lavan los pies, o las partes íntimas del cuerpo, a personas enfermas que ya no pueden hacerlo por sí mismas. Hay padres que lavan a sus hijos discapacitados. Hay hombres y mujeres que en los hospitales se inclinan al servicio de los cuerpos de los enfermos, de los discapacitados, de los que sufren, de los abandonados… 

Son situaciones que casi seguramente nos involucrarán también a nosotros, a nuestros cuerpos: será la aceptación del servicio a realizar o recibir, un servicio esclavo. Este servicio, también, realizado con amor y consciencia, será el cumplimiento del mandato: «Haced esto en memoria mía. Como yo los he hecho, hacedlo vosotros los unos con los otros». 

Sólo queda una cosa por decir. En aquel lavado estaban los Doce y entre ellos uno de los Doce, Judas. Y otro de los Doce, Pedro. Y Jesús lavó los pies a Judas, a Pedro y a los otros, tan inconscientes y aturdidos… También en este clima, en este ambiente, debemos lavarnos los pies unos a otros. En verdad, en verdad os digo: el siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que lo envió. Si sabéis estas cosas, felices seréis si las hacéis (Jn 13,16-17). Éstas son las últimas palabras de Jesús. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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