El último día… será el primer día
En el atardecer de aquel día Jesús pronuncia palabras misteriosa, sublimes, sobre el pan y el vino. Habla de un cuerpo roto, de una sangre derramada. De un hombre entregado. ¿Qué fue la vida de Jesús sino una entrega continua y apasionada? Ni siquiera su cuerpo guardó para sí: «tomad y comed»; ni siquiera su sangre: «tomad y bebed».
Una noche de traición, que comienza con el abrazo de los amigos y termina encadenado. Es difícil imaginar una celebración del amor más realista que la Última Cena. No tiene nada de romántica, es una confrontación con la complejidad del amor, con sus conflictos y su victoria final. Es el momento de la crisis, cuando Jesús pasa por el fuego; el momento en que todo estalla y en el que todo parece acabar.
Jesús dice a sus discípulos con sencillez y libertad que ha llegado el final, que uno de ellos le ha traicionado, que Pedro le negará, que los demás huirán, en la noche, tragados por el miedo. Sin embargo… Jesús les lava los pies. ¿Quieres saber algo de ti y de mí? - Jesús dice a los discípulos y discípulas de todos los tiempos -, os doy una cita: se despoja del manto, se ciñe una toalla, se inclina y, abajo, comienza a lavar los pies a los suyos. Incluso se los lava a Judas, que le traiciona.
¿Quién es Dios? El que lava nuestros pies. Arrodillado ante nosotros. Sus manos sobre nuestros pies. Verdaderamente, como Pedro, tenemos ganas de decir: no, un Dios no puede hacer eso. Estás loco, Señor. Y Él: Soy como el esclavo que te espera, y cuando vuelves te lava los pies. San Pablo tiene razón: el cristianismo es escándalo y locura.
Estos son los días de la «venganza de Dios», cuando se venga de nuestras escapadas arrodillándose a nuestros pies; se venga de nuestra superficialidad entrando en lo más profundo de cada uno, como el pan. Ahora entendemos quién es Jesús: besa a los que le traicionan. No rompe a nadie, se rompe a sí mismo. No derrama la sangre de nadie, derrama su propia sangre. No sacrifica a nadie, se sacrifica a sí mismo. Jesús no huyó de la crisis, la afrontó. Tomó la traición, la falta de amor, la incomprensión de los suyos, y en lugar de juzgar, acusar, reprender, en lugar de enviarlos a casa, al lago, a las barcas, porque no entendían, no podían con todo, inventó algo nuevo para volver a educarles, para volver a ayudarles a entender, para levantarles, subirles hacia su sueño.
Podía haberlos dejado allí, empezar de nuevo en otra parte. En lugar de eso, subió la apuesta. La estrategia educativa de Jesús es «llevarlos arriba», más alto, ampliar horizontes, hacerles respirar un aire más puro: Tú me abandonas y yo me pongo en tus manos. Tú me entregas para que me maten y yo me entrego a ti. Cuando me haya ido aún podrás comer y beber de mí.
Inmensa vulnerabilidad del acto de amor. Hermoso es quien ama. Hermoso es quien ama hasta el extremo. Comienza la última noche, noche de oración sin respuestas, de amigos que en vez de despertar duermen, y encima eran los tres escogidos y favoritos. Noche del traidor llamado «amigo» y de la captura: entonces todos lo abandonaron y huyeron. Cada uno tomó un camino diferente. Lejos de aquel hombre peligroso, de aquel réprobo; olvidados quedaron los años del alegre y libre vagabundeo por el lago, y el pan en las cestas que nunca se acababa. Ya no hay ilusiones, es demasiado arriesgado estar con Él. De hecho, sólo hacen falta unas horas y ya todo se habrá acabado.
Pero, antes, en la colina, ocurre algo que me aturde: a un Dios que lavó los pies y no le bastó, que dio su cuerpo para comer y no le bastó, lo veremos colgado desnudo y deshonrado, y tendremos que apartar la mirada. Entonces volveremos la cabeza y miraremos de nuevo a la cruz y veremos a uno con los brazos abiertos que balbucea: «Te quiero».
Sangra y balbucea, o tal vez grita: «Te amo» Habrá muchas mujeres allí, mirando desde lejos. Sólo las mujeres se quedarán con Él, frágiles e indómitas, y no le negarán. Sólo entre las mujeres Jesús no tenía enemigos. Hablaba su idioma, el idioma del corazón y de las razones fuertes para vivir. Un pequeño rebaño temeroso y valiente: la Iglesia nace en esas mujeres que tienen hacia Jesús una mirada resplandeciente de amor y de dolor: «Nace de la contemplación del rostro del Dios crucificado».
La comunidad cristiana nace de haber visto que, sobre el cuerpo, el amor ha escrito su historia con el alfabeto de las heridas, indelebles ya para siempre, eternamente, como el amor. Una escena que imprimirá en ellos un grito, un arañazo, un tajo, como una gota de fuego que penetra y abrasa. Pero es gracias a este valor amoroso que el testimonio de la muerte de Jesús ha llegado hasta nosotros. Oscurecerá desde el mediodía hasta las tres de la tarde, sobre toda la tierra. Noche en pleno día.
Los sinópticos lo señalan cuidadosamente. Sobre ese hombre que colgará desnudo al viento, el cielo extenderá la modestia de la sombra. Será el momento en que todo se oscurecerá: la muerte, la burla, el naufragio final. Pero será de las tinieblas de donde nacerá la luz; nacerá el rostro de Dios vuelto del revés.
Esta anotación de los Evangelios, que podría parecer una de las páginas más oscuras de la Biblia, como un nuevo espesamiento de la angustia en el Gólgota, será en cambio una palabra llena de luz. Porque nos asegurará que se ha puesto un límite a la oscuridad, un freno al dolor, una frontera a las lágrimas. Entonces volverá el sol.
Se permite que el sufrimiento haga estragos en los días del hombre, pero tiene los límites ya marcados, durará un tiempo, horas o meses, pero aún así tendrá un final. Entonces el cielo volverá a despejarse. Esas tres horas de oscuridad sobre Jerusalén, sobre toda la tierra, cuando el mal será tan fuerte y no se verá nada, cuando las lágrimas velarán los ojos y apagarán hasta los rostros más queridos, ese tiempo duro también tendrá un límite, desde el mediodía hasta las tres será una parábola cronológica puesta por Dios como guardián de la esperanza. Lo que ocurrió en el Calvario ocurrirá también en la casa de nuestra creación, de nuestra historia, de nuestro mundo: volverá el sol.
Lo más bello de la tierra es siempre un acto de amor. Bello es quien te ama, bello es quien te ama hasta el extremo. La belleza suprema de la historia ocurrió fuera de Jerusalén, en la cruz, donde el Hijo del Dios inmenso se dejó contener en lo infinitamente pequeño, ese pedacito de madera y tierra que bastó para morir.
En esa cruz, dice el evangelista Juan, se revela la gloria de Dios: la belleza se ofrece a la contemplación cósmica, como el arte divino de amar, como la capacidad de amar hasta hacerse uno ante quien se vuelve el rostro ocultándolo. La imagen del crucificado no es la representación bella de la realidad, para atraer nuestra mirada, sino la representación de la realidad más bella. La piedra angular de nuestra fe cristiana es lo más bello del mundo: un acto de amor total. La cruz es siempre una pregunta abierta. Sabemos que no la comprendemos. Al final, sin embargo, lo que convence es la sencillez absoluta.
Immanuel Kant diría que «la cruz sin la Pascua es ciega, no tiene orientación ni lugar de aterrizaje; la Pascua sin la cruz está vacía, es un pensamiento amable, una alegoría de la eterna primavera, pero no tiene contenido, el peso de un cuerpo traicionado, desgarrado por el amor y el dolor».
El primer día de la semana, María Magdalena irá al sepulcro por la mañana, cuando aún estará oscuro. María saldrá de casa cuando estará oscuro en el cielo y oscuro en su corazón. En esa hora entre la noche y el día en que las cosas no se ven, pero el corazón lo compensa, María irá, sola, sin miedo. Todo estará cumplido, no irá a preparar el cuerpo de su amigo, no llevará mirra y áloes, no habrá motivo, Nicodemo ya habrá llevado treinta kilos de ellos, una cantidad excesiva, un exceso de afecto y gratitud.
María no llevará nada más que puro amor, como la novia del Cántico: a través de la noche buscará al amado de su corazón. No llevará nada en las manos, no llevará aromas, sólo tendrá lágrimas. María irá al sepulcro y no tendrá miedo, ella que es mujer, mientras que los hombres tendrán miedo, porque ella le pertenecía y su corazón estaba con Él, donde estaba Él estaba también su corazón. Por eso no tendrá miedo. No es casualidad que quienes van al sepulcro en esa madrugada sean los que han tenido la experiencia más fuerte del amor de Jesús: las mujeres.
Serán los primeros en comprender que un amor como el de Jesús no podrá ser anulado por la muerte. Que el tiempo del amor será más largo que el tiempo de la muerte. Le amarán incluso cuando está muerto y será también su amor el que obliga a Dios a imaginar y crear resurrecciones.
Y María verá que habrán quitado la piedra del sepulcro. El sepulcro estará abierto de par en par, vacío, resplandeciente en el frescor del alba. Y fuera será primavera. Estará abierta como se abre la cáscara de una semilla. Abierta por una fuerza que no descansará hasta alcanzar la última rama de la creación y derribar la piedra de la última tumba.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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