viernes, 21 de marzo de 2025

Tu muerte buena, Señor.

Tu muerte buena, Señor 

El Cristo de Velázquez presenta algunas innovaciones iconográficas, que, expresadas admirablemente por la pintura, han contribuido a atraer la atención de teólogos, intelectuales y pintores. 

La cabeza inclinada es una clara referencia al relato del Evangelio de Juan (19, 30): Jesús bebe el vinagre de la esponja que un soldado le acerca a la boca con una lanza, dice “Todo está cumplido” e “inclinando la cabeza, entregó su espíritu” a Dios Padre. 

Mientras que en las otras pinturas dedicadas al mismo tema, Cristo en la cruz sigue vivo y mira hacia arriba o al frente, el Cristo de Velázquez está muerto: esto se demuestra no solo por su cabeza inclinada, sino también por sus ojos cerrados y la profunda herida en su costado, de la que no solo brota sangre, sino, una importante novedad iconográfica, también el flujo de agua del que habla Juan (19, 33-34): los soldados le rompen las piernas al «otro crucificado con él», pero no a Jesús, porque «vieron que ya estaba muerto, pero uno de los soldados le atravesó el costado con la lanza, e inmediatamente salió sangre y agua». 

Las fotografías de esa imagen no permiten ver el agua que fluye del centro de la herida y que el pintor representó con un espeso velo de óxido blanco. Según san Agustín, sólo el Evangelio de Juan subraya el hecho de que es Cristo quien elige, en la cruz, el momento de morir: en ese momento nace la Iglesia, «la nueva Eva salida del costado del último Adán». 

Cristo inclina la cabeza en obediencia al Padre y, además, no necesita levantar la mirada como lo hacen los Santos Mártires en el momento de la muerte, porque muere por voluntad propia y muere para dar Vida a los demás. 

Velázquez cubre el rostro de Cristo mitad con sus cabellos y mitad con la sombra. Ese cabello y ese rostro cubierto y en sombras llevaron a Miguel de Unamuno, quien dedicó una colección de poemas «filosóficos» al «Cristo» de Velázquez, a sospechar que expresaban la última duda del Hombre Dios ante la muerte, que eran «una nube negra como el ala del Diablo». 

La sombra de un dolor demasiado grande en el rostro de Cristo es la sombra de la muerte, que sin embargo no afecta, sino que hace aún más vivo el color del Cuerpo. 

Y este Cuerpo vivo es la imagen central de la obra. 

La muerte de Cristo es la realización del Plan, es el inicio de la Iglesia, es el inicio de la Vida nueva para todos los hombres, es el momento en el que el Cuerpo de Cristo se convierte en “alimento” para el cristiano, no alimento simbólico, sino alimento real y vital, como nos enseña la teología de la Eucaristía, y como sugería Miguel de Unamuno. 

Los otros pintores de la Crucifixión dibujan un Cuerpo tenso en los últimos estertores de una vida que huye, mientras que el Cuerpo de Cristo de Velázquez es «apolíneo»: Cristo, «el más bello de los hombres», parece estar apoyado en la cruz, no colgado de ella. 

Los detalles del diseño y las soluciones cromáticas contribuyen a sugerir esta serenidad absoluta – signo sublime de la nueva Vida que nace de la muerte – los pies no están superpuestos, sino paralelos, y hay dos clavos: se deduce que los músculos de las piernas están estirados. 

El estante sobre el que descansan los pies refuerza la sugerencia de serenidad; la luz viene de arriba y de la izquierda, y el fondo es oscuro: por eso no hay sombras densas y claras sobre el Cuerpo de Cristo. 

El sol se oscureció y el velo del templo se rasgó por la mitad. Jesús clamó a gran voz: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Dicho esto exhaló su último suspiro. 

Y se hizo el silencio. Entramos en una oscuridad silenciosa. Hasta aquí todo había crecido, la Pasión no hacía más que aumentar en esa continua oscilación entre lo humano y lo divino. Ahora todo está quieto, frío, la creación se detiene, la historia se suspende. 

A partir de ahora es un lento y sincopado descenso de la Pasión que precede al desprendimiento, al sepulcro. Es el fin del sufrimiento humano de Cristo, ciertamente no el de su madre y sus discípulos. Es el descenso y permanencia del cuerpo muerto. 

Su «Todo está cumplido» nos interrogaba sobre el futuro de la humanidad, esta última palabra nos remite a una reflexión sobre el hombre y Dios: Jesucristo. Él experimenta el límite, la frontera, la inestabilidad que, tarde o temprano, todo ser vivo tendrá que afrontar. Por un lado el abandono, por el otro la fe. 

Una parte de su rostro cubierto con el mechón de cabello que cae de la corona de espinas. Éste es el detalle que quizás más que cualquier otra cosa hace de esta obra una obra perfecta. 

En el rostro del Cristo de Velázquez encontramos a la derecha el abandono, a la izquierda la fe: el misterio de una belleza que intuimos y percibimos pero no vemos con claridad. 

Una cruz que sostiene a un Crucificado abrazado, suspendido, rodeado de oscuridad y sin embargo tan luminoso y sereno, tan bello y sublime, tan humano y tan divino. 

Un Crucificado ante el que se descubre que el abandono y la fe se dan la mano hasta coincidir. En esta coincidencia y toma de conciencia el cuerpo ya comienza a brillar con la luz del Padre. Jesús comienza a vivir en la luz de la resurrección. 

¡Mis ojos fijos en tus ojos, Cristo, mi mirada anegada en Ti, Señor!” (Miguel de Unamuno). 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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