sábado, 19 de abril de 2025

Hoy y aquí resucitó mi amor y mi esperanza.

Hoy y aquí resucitó mi amor y mi esperanza 

Un cielo aún cargado de tinieblas, desafiado por un tenue resplandor que avanza en el horizonte. Una mujer que no puede esperar el nuevo día. Porque no puede aceptar un nuevo día así. Un nuevo día sin esa mirada que cambió su vida para siempre, en un mundo que quiso apagar esa mirada. 

Así comienza el relato de la mañana de Pascua. La mañana que, para los cristianos, lo cambió todo, trastornando el rostro de Dios y la lógica de la vida. La mañana que, tras el sinsentido de la cruz, hizo posible volver a pronunciar la palabra Esperanza. 

Hay muchas maneras de describir la esperanza cristiana que nos entrega la mañana de la Resurrección. 

La primera, más común e inmediata, la interpreta como victoria sobre la muerte: Jesús resucita mostrando que la muerte no es la última palabra sobre nuestra vida, que existe una vida futura porque, después de morir, como Jesús, resucitaremos y entraremos en la vida eterna. 

Personalmente, me cuesta mucho percibir como significativa y relevante para mi vida una esperanza que tiene esta fisonomía: desequilibrada hacia la vida después de la muerte, remitida a otro mundo, a otra vida, mientras yo estoy en este mundo y en esta historia en la que vivo. 

Probablemente, esta dificultad proviene de un rasgo típico de la cultura en la que estamos inmersos, que mira más al presente que al futuro, que teme más a la vida que a la muerte. Si hay algo que da miedo hoy en día, no es tanto la perspectiva de la muerte, sino toda la incertidumbre y la fragilidad a las que estamos sometidos, toda la violencia sin sentido que se nos impone a diario. 

Lo que buscamos desesperadamente es una esperanza que alivie el miedo a vivir, no a morir, que dé sentido a la vida, antes que a la muerte. Porque en una vida sin sentido, el deseo de una existencia que continúe más allá de la muerte simplemente no nace. 

Creo que ésta es la razón por la que la esperanza cristiana resulta tan poco atractiva hoy en día, por la que tan poco logra conectar con la sensibilidad de las mujeres y los hombres de nuestro tiempo: porque, en la mayoría de los casos, sigue presentándose como esperanza para la vida después de la muerte. 

En el año del Jubileo de la Esperanza, creo que es importante preguntarnos qué esperanza ofrece la fe cristiana a la humanidad de hoy. ¿La fe en la Resurrección dice algo sobre lo que importa a las personas hoy, es decir, sobre la vida antes que sobre la muerte? 

No porque la esperanza cristiana que salva de la muerte sea menos verdadera hoy que ayer, sino porque la humanidad hoy busca una esperanza y una salvación no para el mañana, sino para el hoy. 

Creo que hay al menos dos signos de esperanza que la fe en la resurrección puede dar a nuestra vida hoy, independientemente de la futura. 

El primer signo es una mirada: la mirada de amor, compasión y misericordia que Jesús dirigió a cada persona que encontró en su camino, a través de la cual salvó al ciego, a la adúltera, al endemoniado, al publicano. 

Esa mirada que no dejó de dirigir ni siquiera desde la cruz. La cruz parecía haber negado para siempre todo vínculo de Jesús con Dios: si murió así —coinciden todos, incluidos los discípulos—, Jesús no tenía nada que ver con Dios. 

La resurrección es el acontecimiento que permite a los discípulos comprender lo que parecía totalmente impensable: ese hombre crucificado es Dios. En la cruz se muestra de manera definitiva el rostro auténtico de Dios. Es la verdad más profunda de la fe cristiana, el corazón del anuncio de la Resurrección, el kerigma: «Dios ha hecho Señor y Cristo a ese Jesús que vosotros crucificasteis» (Hch 2,3). 

La resurrección permite entonces barrer toda imagen de Dios diferente de la mirada de amor manifestada por Jesús en su vida y en la cruz. 

Creer en la Resurrección, es decir, creer que ese hombre crucificado es Dios, significa abrirse a la posibilidad de recibir hoy sobre sí mismo esa misma mirada de amor: mirar la propia vida y reconocerla, antes que nada, en el aquí y ahora de la historia, amada, comprendida, acogida, deseada, afirmada como preciosa por la mirada de amor de Dios. 

Significa mirar a cada persona y encontrar la misma mirada dirigida a cada uno; y hacer nuestra esa misma mirada, reconociendo que la verdad más profunda de cada hombre y cada mujer es su ser amado y amable. 

El segundo signo de esperanza que la resurrección nos entrega para el aquí y ahora de la historia es una imagen, utilizada por Jesús para describir la lógica de la vida, la imagen de la semilla: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). 

Creer en la resurrección significa, pues, creer en la lógica de la semilla, que es diferente de la lógica del éxito, de la publicidad, de la apariencia que domina nuestro mundo. Significa creer que ante todo lo que sucede en el mundo no somos espectadores indefensos, sino que podemos ser pequeñas semillas sembradas que, de manera inesperada, darán fruto. 

Significa desmentir el cinismo de quienes dicen que «da igual», «es lo mismo», «¿total para qué?» y confiar en lo poco que podemos hacer, que puede cambiar el mundo: como un padre que no deja de abrazar a su hijo a pesar de que los titulares de los informativos no dejan entrever espacios de esperanza, como un presbítero que no deja de partir el pan a pesar de que cada vez hay menos personas para recibirlo, como un profesor que se empeña en querer comunicar a sus alumnos la belleza que ha descubierto, como un investigador que acepta continuar un trabajo que no ha comenzado y que alguien después de él llevará a término. 

Y todo ello porque confían en la lógica de la semilla, que en silencio da fruto y florece donde menos lo esperamos, aunque sea en una cruz. 

Cómo sería diferente nuestro mundo si al mirarnos unos a otros viéramos ante todo personas amables y amadas; cómo sería diferente si confiáramos realmente en lo poco que está a nuestro alcance, en la semilla sembrada que dará fruto a su tiempo. Un mundo de resucitados en el que sería hermoso vivir, incluso, por absurdo que parezca, si no existiera la vida después de la muerte. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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