viernes, 27 de junio de 2025

La paz… en el pleno sentido de la palabra.

La paz… en el pleno sentido de la palabra 

Confieso que empiezo a sentir cierta molestia cuando, en medio de las tragedias de las guerras actuales, oigo decir, incluso a ilustres eclesiásticos, que la paz es paz interior; que la paz es estar en paz con uno mismo o, como mucho, con el prójimo (mejor si es el más próximo). 

No es que no crea en el valor fundamental de esta paz, sino que me parece que, expresada de esta manera, como una especie de ablativo absoluto, puede convertirse en una coartada para las conciencias, liberándolas de su implicación en el conflicto histórico. 

De hecho, esa invitación, que pretende ser el alfa y el omega, parece a menudo fruto de un espiritualismo que ha monopolizado demasiadas veces la propia sociedad cristiana. Me dan ganas de decir, aunque soy consciente de que la afirmación tiene cierta crudeza: «¡Ve a decirle a Gaza que, si quieres la paz, debes hacer las paces contigo mismo!». 

Me viene la idea de que la ansiada tranquilidad interior -aquel «hesicasmo» que en sus formas caricaturescas asumía la forma de la contemplación del propio ombligo- ha tenido con demasiada frecuencia una victoria fácil sobre el drama de la historia, porque ha «pacificado» demasiadas conciencias cristianas, poniendo fin a guerras interiores o comunitarias, pero no a las guerras sangrientas; ha hecho digerir bien, pero no ha dado de comer a los que padecían hambre. Todo sea dicho con el debido respeto al realismo tomista, que en su visión personalista nunca separa el alma del individuo de la dimensión corporal y social. 

¿Estamos seguros de que estar en paz con uno mismo se traduce automáticamente en paz exterior? ¿Y si fuera al contrario? ¿Es la paz de todos los hermanos del mundo la que crea la verdadera paz en uno mismo? 

En cualquier caso, hay que deshacerse de un funcionalismo unidireccional: la paz interior en función de la paz social (lógica espiritualista y burguesa) y la paz social en función de la paz individual (lógica materialista). 

El movimiento es siempre bidireccional: la paz en el espíritu se construye construyendo juntos la paz estructural histórica y la paz estructural construyendo juntos la paz en el espíritu. No una sin la otra: en el ser humano-persona, ‘simul stabunt, simul cadent’, juntos permanecerán y juntos morirán. 

En los púlpitos que invitan a la paz interior no suelo escuchar la invitación al compromiso de ocuparse de la paz en la sociedad, de encontrar soluciones posibles para una pacificación externa gradual, ni de inclinarse por una opción; y entonces esas nobles invitaciones me suenan no espirituales, sino espiritualistas, porque no hacen dialogar al espíritu, sino que lo aíslan. Y corremos el riesgo de encubrir las comodidades del descompromiso, si no las ventajas del prepotente. 

También San Agustín, tan invocado en este clima de revanchismo espiritualista (y también por el nuevo papa «agustiniano»); ese Obispo de Hipona que tenía un fuerte olfato espiritual, sabía bien —especialmente cuando se vio obligado a enfrentarse a dramas históricos y no solo personales— que la paz definitiva es solo la trascendente, la escatológica, que no es de este mundo; pero sabía también que, viviendo en este mundo, hay que buscar la sombra, la imagen y la parcialidad de esa paz, que con el tiempo debe adquirir cuerpo, figura, estructuras y leyes de una convivencia armoniosa. 

Es lógico y comprensible que los comienzos de un nuevo pontificado, tras un pontificado de asalto como el del Papa Francisco, desgarrador también como magisterio de renovación de las estructuras humanas, reclamen una «reforma interior y moral» capaz de poner de acuerdo los ánimos divergentes. 

De estilo similar fue la intervención del Papa Montini - Pablo VI cuando recibió la herencia disruptiva del Papa Juan XXIII: en su primer discurso como Papa ante el Concilio (29 de septiembre de 1963), invocó la paz del corazón. 

La reciente festividad del Sagrado Corazón de Jesús nos dice que el corazón no es, en cualquier caso, el alma opuesta al cuerpo, sino el lugar humano en el que el espíritu asume las razones de la corporeidad y le da sentido al recibir su tensión pasional (el pathos). 

Puede haber, en todo caso, una reflexión teórica, pero nunca una reflexión moral sin una inmersión en el contexto histórico y social en el que se actúa. Así, el compromiso por la paz del corazón es al mismo tiempo un compromiso por construir la ciudad del hombre, que no deja de reflejarse en la ciudad de Dios, peregrina en el mundo. La cual, a su vez, adelanta el fin de la paz de la ciudad del hombre. 

Por otra parte, ya ahora el Papa León XIV (en la festividad tan corporal del Corpus Domini) pasó de la paz del corazón a la paz como compromiso de protección de los pobres y los débiles y a la política como misión; y el secretario de Estado, Cardenal Parolin, declina la paz del corazón como rechazo de la lógica del rearme. 

En definitiva, la verdadera paz con uno mismo no se alcanza aislándose en la propia devoción y declarando una neutralidad pacífica que sabe a descompromiso, sino comprometiéndose las fuerzas históricas a crear estructuras de paz, porque existe un pecado estructural en el mundo y este debe ser afrontado con lógicas distintas (aunque no separadas) de aquellas con las que se combate el pecado personal. 

Es el respeto de la lógica de las leyes que se encuentran en la bondad creatural e histórica del mundo lo que nos permite crear la concordia compartida. Que no es otra cosa que la construcción gradual del Reino de Dios, que se construye a través de la ley de las cosas, que el don de la gracia nos hace comprender con mayor evidencia y custodiar sin estropearlas. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

 

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