¿Qué significa hacer justicia?: un reconocimiento agradecido al Casal Claret de Vic
Hacer justicia para nuestras generaciones y las futuras es un compromiso creativo y cotidiano para construir o reconstruir relaciones reparadoras y generativas. Es necesario encontrar en los lugares de la vida común (de la escucha, del servicio, de la formación, del trabajo, de la acogida) palabras desarmadas pero no reticentes. Más allá de las asistenciales y anestésicas.
Muchas ofensas, y muchas indiferencias, están «cubiertas» por las culturas de la funcionalidad, la disponibilidad, la competencia fría y el mérito individualista. De la explotación y el interés privado e irresponsable, y de sus justificaciones ideológicas.
Es necesario volver a tejer el gusto, en las prácticas sociales y cotidianas, de la pasión por el bien común, como alternativa clara y no violenta al liberalismo extremo, a la lógica de la seguridad, a las jerarquizaciones que producen marginación.
Reconciliar, reparar ofensas y heridas en la indiferencia y el conflicto frío es, sin duda, trabajar en las relaciones heridas por delitos y hostilidades, pero es, al mismo tiempo, poner signos concretos de convivencia fraterna y cuidado solidario de la casa común herida por la injusticia.
Se trata de un profundo desafío formativo y cultural, social y antropológico. Es un desafío que hay que asumir concretamente en los estilos de vida y en la configuración de las relaciones.
Por supuesto, ofreciendo lugares y ocasiones de encuentro que muestren que es posible una nueva alianza: entre individuos, entre grupos, en los tejidos y en los lugares comunitarios de reconocimiento y reciprocidad.
Y también abriéndose a la transparencia y sencillez del testimonio, del cuidado de la pacificación y la recomposición de historias y relaciones fracturadas, de contextos rencorosos y envenenados por el espíritu de separación.
Se trata de hacer respirar una sabiduría de vida (la que habita en el Evangelio) en la grisura de las relaciones tocadas por el mal, el desprecio y el desconocimiento. Rodeados por la torpeza de pensamientos y sentimientos llenos de desorientación y vacío. Ofreciendo un camino diferente al de las angustias destructivas, las venganzas y las envidias rencorosas, las pesadas resignaciones y el desencanto.
No solo el desprecio, sino también el desconocimiento o la falta de reconocimiento son una ofensa y una injusticia. La reconciliación, la acción de recomposición continua de las fracturas y las ofensas, el trabajo para tejer la justicia y la dignidad en las tramas concretas de la convivencia en los territorios y los barrios comienza con la oferta de facilitar y actuar como «terceros» por parte de individuos y sujetos sociales, capaces de aproximar a los sujetos en conflicto, a las víctimas y a los agresores.
Pero sabiendo bien que no se es inocente, que no se es ajeno a las lógicas o dinámicas, explícitas o profundas, que están en el origen de las heridas, la indiferencia, las desigualdades, la falta de reconocimiento. De las cuales, por otra parte, a veces se es víctima.
Una de las consecuencias que esto provoca es que el tiempo social parece secarse especialmente alrededor de la «víctima»: lo reduce a los márgenes o fuera de los lugares de la vida, de la participación, de la imaginación.
Y que son, esos lugares de la vida, los lugares del encuentro con la posibilidad y la iniciativa, con el vínculo y la fidelidad: aquellos donde se acoge el nacimiento, se educa, se ama, donde se sostiene el sufrimiento, se construye un proyecto, se asumen responsabilidades ... Incluso después de los fracasos … En nuevas compañías y vínculos, en nuevas narraciones y relatos…
Son los lugares vitales en los que las mujeres y los
hombres se reencuentran y se renuevan en su individualidad, en su identidad de
género, en su pertenencia generacional, en su respectiva cultura. Son
precisamente estos lugares a los que las víctimas solo pueden acercarse con
dificultad, reconquistándolos siempre con esfuerzo y, a veces, con dosis de
sufrimiento.
Las necesidades y las separaciones, los conflictos y los rencores encontrados en los lugares de escucha y apoyo de las comunidades, las heridas y las denuncias narradas o intuidas, los sentimientos de culpa y las medias confesiones recogidas deben ser acogidas e invitadas, poco a poco, a apoyarse en lugares adecuados para la palabra y el encuentro.
En los casos más delicados, deben construirse con discreción y protección, y llevarse a cabo adecuadamente. En otras situaciones, las oportunidades deben abrirse en los lugares de convivencia, los concretos del vivir, el trabajo, las relaciones en los servicios, el cuidado, la acogida.
Traer historias y transiciones personales o familiares a estos lugares es retomarlas dentro de historias comunes e intentar dar un nuevo significado a los recuerdos, los gestos y las rupturas. Abriendo experiencias y tiempos que son umbrales, umbrales de paso.
Aquí, la laboriosidad de nuestros servicios, de los lugares de presencia y acogida, del voluntariado, de las políticas, puede tomar conciencia de un hacer justicia y convivencia. Capaz de recomponer, retejer, reparar.
Cuidar las narrativas supone prestar atención a los temas de la justicia, el reconocimiento, el valor diferente, el valor de los demás. Es cuidar como reconciliación, como reapertura de posibilidades de encuentro, quizás de restablecimiento de vínculos.
La vida de las comunidades, la vida cotidiana misma, es una experiencia de prueba y de encuentro. Es una experiencia de gestos, actitudes y elecciones que son como garantías para un futuro alternativo por ser más humano, fraterno, solidario.
En las narraciones encontramos los dramas del comienzo y también las fracturas que rompen el equilibrio, o el ahogamiento de las historias. Y encontramos lo generativo, la capacidad de liberación, de cuidado atento, de nuevo equilibrio. Encontramos las contradicciones y la destructividad, pero más fuerte aún encontramos la vida que busca la vida, que siente el deseo de belleza y de bien. Aunque esté confinada en las grietas, en las hendiduras, aunque esté reducida a liquen, conserva el nacimiento.
Cuidar de que el otro siga cuidándose a sí mismo, aunque esté agotado por la desintegración, de que pueda volver a declinar la vida y sentir la propia dignidad, exige cuidar de que entre nosotros se vuelva a tejer el reconocimiento, la solicitud, el compromiso y el vínculo.
Las memorias y las historias a menudo necesitan reconciliaciones o retomar sueños interrumpidos. Quien está «atrapado» en la indiferencia permanece como congelado, fijado por la mirada de los demás. El otro, especialmente el otro despreciado, es «necesario» por su función de purificación y embotamiento de la conciencia.
La indiferencia no es neutralidad, sino más bien fruto de la dureza de corazón, fruto envenenado de un pensamiento que solo construye confirmaciones y justificaciones como las densas telarañas de la araña. En las telarañas quedan atrapadas las historias de los débiles, los menores, los pequeños… los indefensos… las víctimas.
La indiferencia es eludir el octavo mandamiento del código más antiguo de Occidente: el Decálogo. “No mentir”. Un mandamiento exigente porque antes incluso de dar testimonio de lo verdadero o lo falso, una sociedad debe saber distinguir cuándo dice la verdad o se miente a sí misma.
Y decir la verdad es aquello que a la postre redunda en reconocimiento de la dignidad intrínseca del frágil, en justicia para con el débil, en acogida fraterna del pequeño, en inclusión de lo diferente.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF





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