lunes, 10 de noviembre de 2025

A sesenta años del Concilio Vaticano II.

A sesenta años del Concilio Vaticano II 

En diciembre de este año 2025 se cumplirán sesenta años desde la conclusión del Concilio Vaticano II, el acontecimiento que más que ningún otro ha marcado el rostro de la Iglesia contemporánea. 

No se trata de un simple aniversario histórico, sino de un desafío teológico y antropológico: reencontrar en la compleja trama del mundo contemporáneo la trascendencia del ser humano, su bien, su dignidad, su libertad, su vocación 

Entre los frutos más fecundos del Concilio Vaticano II se encuentra sin duda el protagonismo de los laicos en la vida de la Iglesia. La Lumen Gentium les dedica un capítulo entero, la Apostolicam Actuositatem explica su misión en el mundo. El laico cristiano ya no es un simple «colaborador» del clero, sino el sujeto pleno de la misión eclesial. Vive en el mundo y está llamado a dar testimonio del Evangelio dentro de la historia concreta, en los lugares de trabajo, de la cultura, de la política, de la economía y, hoy en día, también de la tecnología y del entorno digital. 

El Concilio Vaticano II había abierto un nuevo camino: la Iglesia ya no como sociedad perfecta, cerrada y autosuficiente, sino como comunión viva, Pueblo de Dios en camino en la historia. 

Sin embargo, ese impulso de renovación se ha frenado durante mucho tiempo. La etapa posconciliar, en lugar de florecer en diálogo y creatividad, a menudo se encerró en una restauración doctrinal que situó la Tradición por encima del Evangelio. 

No pocos ambientes eclesiales, asustados por las aperturas conciliares, eligieron el camino de la defensa de la identidad: la liturgia volvió a ser terreno de enfrentamiento, la teología sospechosa de modernismo, el laicado reducido a espectador. 

Es aquí donde la Iglesia tradicionalista ha mostrado su mayor límite: haber confundido la fidelidad a la Tradición con el miedo al futuro, olvidando que el corazón de la Tradición es el Evangelio mismo, no sus formas tan históricas como contingentes y mutables. 

La fidelidad al Concilio Vaticano II no consiste en replicar sus fórmulas, sino en dejarse sorprender aún por el Espíritu que lo generó. 

Con el Papa Francisco, la tensión entre el Evangelio y la Tradición ha encontrado una nueva clave de lectura. Su pontificado ha marcado el retorno a una Iglesia de la compasión y de la misericordia, que no teme ensuciarse las manos, una Iglesia que abraza las fragilidades del mundo contemporáneo y se define como «hospital de campaña» de la sociedad. Ya no es una Iglesia preocupada por defender fronteras o privilegios, sino una Iglesia que cura las heridas, que escucha antes de juzgar, que acompaña en lugar de condenar. 

El Papa Francisco ha encarnado hasta el fondo el espíritu conciliar de la Gaudium et Spes: estar en el mundo practicando los gestos de la misericordia. Con él, el Evangelio ha recuperado su fuerza desarmante y universal, capaz de llegar incluso a quienes no creen, de abrir espacios de diálogo donde otros veían barreras. Su magisterio ha demostrado que la fidelidad a la Tradición pasa por el retorno constante al Evangelio, no por su embalsamamiento. 

El Papa León XIV ha recogido el testigo del Papa Francisco y de sus predecesores, devolviendo la centralidad al Evangelio más que a las estructuras, a la escucha más que al control, a la comunión más que al poder. 

En él se cumple una verdadera conversión eclesial: devolver la institución a su fuente evangélica, recordando que la Tradición no es el culto al pasado, sino la transmisión viva del Espíritu en el presente. 

En el mundo actual, marcado por crisis ecológicas, guerras, …, esta visión puede ofrecer lo que el tomismo por sí solo no basta para garantizar: calor humano, empatía, cuidado, proximidad. La fraternidad no es una virtud privada, sino la estructura ontológica de la realidad, el hilo invisible que une a las personas y los pueblos, a las criaturas humanas y no humanas, a la fe y la razón, al espíritu y la materia. 

Sesenta años después, el Concilio Vaticano II no es un capítulo cerrado, sino una obra aún en curso. 

El verdadero aniversario no es su clausura en 1965, sino su continua reapertura en la conciencia de los creyentes. La primavera conciliar no ha terminado: se renueva cada vez que la Iglesia elige el camino de la comunión, la sinodalidad, la misericordia y la fraternidad universal. 

Solo en la fidelidad al Evangelio, y no a una Tradición entendida como un recinto, la Iglesia podrá seguir siendo en el mundo lo alguien soñó e imaginó como un hospital de campaña para la humanidad herida, signo creíble del Dios que hace nuevas todas las cosas. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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