Puestos los ojos en Jesús - Hebreos 12, 2 -
Jesús nació en Nazaret; Cristo, en Belén. Jesús tenía un padre terrenal; Cristo era el Hijo único del Padre celestial. Jesús tenía cuatro hermanos y un número indeterminado de hermanas; Cristo era hijo único. Jesús tuvo como maestro a Juan el Bautista; Cristo era primo del Bautista y no necesitaba ningún maestro. No se puede entender a Jesús sin el Bautista; no se puede entender a Cristo sin Pedro y sin Pablo...
Ninguno de nosotros ha conocido a Jesús; todos hemos conocido a Cristo. Jesús es desconocido; Cristo es muy conocido.
Muy pocos hablan de Jesús y cultivan su espiritualidad; de Cristo se proclama cada día en la tierra su naturaleza divina, afirmando que es «de la misma naturaleza que el Padre», y se celebra el memorial de su muerte y resurrección, declarando que se espera su venida: «anunciamos tu muerte y proclamamos tu resurrección».
Jesús y Cristo son dos personajes diferentes. Esto se opone a la interpretación común bimilenaria que los convierte en una sola cosa, hasta tal punto que la mayoría entiende a Jesucristo como nombre y apellido. Pero Jesús y Cristo son dos personajes diferentes. Y, como tales, remiten a dos religiones igualmente diferenciadas.
La primera desapareció rápidamente, quedando prácticamente desconocida; la segunda tuvo un éxito mundial, convirtiéndose en la más difundida del planeta. La primera es el jesuanismo, la religión de Jesús. La segunda es el cristianismo, la religión fundada posteriormente por sus discípulos, entre los que destacan Pedro de Betsaida y Pablo de Tarso.
Jesús es un nombre hebreo; Cristo es un nombre griego. Pero no es solo una cuestión de nombres. Los nombres son tan importantes precisamente porque casi nunca se trata solo de nombres, ya que siempre llevan consigo, ya en su exterioridad, el sabor y el valor del contenido.
Jesucristo es la unión teóricamente imposible, y sin embargo históricamente existente desde hace dos mil años, de una espiritualidad hebrea y una espiritualidad griega. Esta unión ‘antinatural’ constituyó la religión en la que Occidente creyó durante muchos siglos y sobre la que fundó su civilización. Atenas y Jerusalén constituyeron su alma, Roma su cuerpo.
Hoy ya no es tan así… Hoy en día, la mayoría de los occidentales se declaran tranquilamente no cristianos. Hoy en día, en este Occidente (del que no pocos habitantes ni siquiera están dispuestos a admitir una identidad cultural común, capaz de moldear, no digo una civilización, pero al menos una base para la ética y la convivencia social), el progresivo declive del cristianismo es un hecho evidente para todos y un proceso, quizá, hasta imparable.
Los occidentales tendrán cada vez menos que ver con el cristianismo, del que no conocen la doctrina ni la historia, no asisten a los ritos, no leen el libro sagrado, no aceptan los valores, ignoran las oraciones. Desde el punto de vista religioso, aquí en Occidente nos encontramos de hecho en una situación que puede describirse como pos-cristiana.
Teilhard de Chardin hablaba de «una religión a la medida de la nueva Tierra». Y quizá es precisamente esto lo que necesita urgentemente nuestro tiempo aunque no lo sepa. Con respecto a ella, el teólogo y científico jesuita escribía: «Sigo creyendo que es el cristianismo —siempre que se piense y se repiense adecuadamente— el que la contiene en germen».
Para ello, y a nivel histórico, seguramente hasta haya que liberar a Jesús de todas las superposiciones indebidas que ha sufrido su figura, sacando a la luz, en la medida de lo posible, su forma genuina.
A nivel teológico, seguramente haya que mostrar que las superposiciones realizadas a lo largo de la historia para crear el personaje de Cristo, aunque no siempre debidas históricamente y, a veces, incluso espiritualmente no benéficas, tenían su necesidad y, a pesar de todo, constituyeron un paso adelante.
La cuestión, de hecho, es que Jesús y Cristo, la Historia y la Idea, no se excluyen mutuamente, no son en absoluto incompatibles entre sí; al contrario, dado que representan dos dimensiones constitutivas de cada uno de nosotros, Jesús y Cristo se necesitan mutuamente, al igual que cada uno de nosotros necesita tanto la Historia como la Idea.
No se trata de separar definitivamente a Jesús y Cristo destruyendo su simbiosis bimilenaria. Tal vez sí se trata de separarlos por un momento para luego reconstruir su simbiosis sobre nuevas bases.
Es como si se tratara de una delicada operación quirúrgica en nuestro interior, en la que primero hay que utilizar el bisturí para abrir y dividir, y luego la aguja y el hilo para coser y cerrar.
Necesitamos tanto la exactitud de la Historia como la esperanza de la Idea; necesitamos tanto saber cómo fueron realmente las cosas como saber cómo hacerlas avanzar aquí y ahora, encontrando las energías necesarias para la mente y el corazón.
La Historia sin la Idea transmitida por el mito (no solo en el ámbito religioso, sino también en el filosófico y político) es un conjunto de piedras desordenadas similares a las ruinas de un yacimiento arqueológico abandonado; la Idea sin la Historia es cal viva que causa absolutismo, intransigencia y superstición.
Solo de la unión de la Historia y de la Idea se puede construir la casa de la mente, que necesita comprender, y al mismo tiempo la casa del corazón, que necesita esperar.
Necesitamos de la Historia para generar comprensión. Y necesitamos de la Idea para generar esperanza; pero es necesario que esta última lo haga de manera compatible con la comprensión adquirida.
Jesús es historia, Cristo es idea: los dos personajes y sus respectivos ámbitos deben distinguirse rigurosamente, pero al mismo tiempo integrarse armoniosamente.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




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