Y, si tiene futuro, qué futuro tiene la Vida Religiosa
La vida, en su realidad más íntima, es cambio. Toda forma de vida está en constante transformación, tanto en función de su evolución natural como de su capacidad de adaptación y transformación ante los cambios que se producen a lo largo del tiempo.
Las formas de los elementos naturales nos lo enseñan: todo ser vivo es tal y lo sigue siendo mientras sea capaz de cambiar en el contexto en el que habita. De hecho, la vida es más fuerte que cualquier restricción o trastorno, la vida siempre vence.
El ser humano también es cambio y la experiencia cotidiana de cada uno lo puede atestiguar sin lugar a duda.
Sin embargo, la naturaleza humana tiende a sistematizar las formas para poder dar un marco de orden, sentido y ritualidad a todo lo que vive. En este proceso, que corresponde a una necesidad humana, el peligro es que la institucionalización de algunas formas se considere esencial y definitiva, y resulte más importante que la realidad misma a la que quiere servir, es decir, la vida que cambia (cf. Mc 2,27 - y les decía: «El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado»).
La etimología de la palabra «vocación» deriva del latín vocatio, que significa literalmente «llamada» o «invitación». Se basa en el verbo latino «vocare» (llamar), que a su vez deriva de «vox» (voz).
En una sociedad ampliamente religiosa, el término estaba estrechamente relacionado con la idea de una «llamada» divina, pero hoy en día se ha extendido para indicar una fuerte atracción interior o exterior hacia una misión específica, ya sea personal, profesional, espiritual o de otro tipo.
En el fondo, todas las vocaciones íntimamente percibidas y reconocidas como «verdaderas y profundas», acogidas y puestas en práctica, son fruto de un encuentro con lo «trascendente», es decir, con una llamada que supera íntimamente al ser humano, criatura circunscrita y limitada, pero capaz de una expansión infinita hasta la inmensidad del Eterno.
Son, ante todo, una llamada personal a la vida plena, encarnada a menudo a través de una misión peculiar y, a veces, como en el caso de las vocaciones a la Vida Religiosa, a través de la expresión de un carisma específico (del latín tardío: chàrisma, a su vez del griego khárisma, derivado de kháris, gracia) capaz de iluminar y expresar de manera única un fragmento del Eterno.
Cuando un hombre o una mujer tienen el don/gracia (kháris), el valor y la fuerza (dynamis – movimiento) de ponerse en busca de su vocación particular, cuando una vez intuida, escuchada, reconocida y nombrada, ponen todo su empeño en realizarla, ese hombre o esa mujer están concretando plenamente su identidad profunda y, al mismo tiempo, el Reino de Dios está obrando a través de ellos y en ellos para su realización.
De hecho, desde que Dios «dio inicio a su manera» al universo, al planeta Tierra que conocemos y a los extraños seres que lo habitamos, quién sabe por qué, le gustó dejar de hacer las cosas solo y decidió confiar también en «sus criaturas», y en particular en los hombres y mujeres a los que dio aliento de vida y les encomendó el mundo para que lo cuidaran.
Sabemos que esta «genialidad divina» tiene implicaciones contradictorias, dada la cantidad de problemas que la humanidad es capaz de causar... y a menudo nos surge inevitablemente desde lo más profundo del corazón la pregunta: ¿pero quién te ha hecho hacer eso?
Pero esta es la realidad y, mirándolo bien, no podemos callar las maravillas que el ser humano ha sido capaz de realizar a lo largo de los milenios gracias a intuiciones y visiones inauditas. Es el caso también del camino de las vocaciones acogidas y realizadas que han dado lugar a creaciones geniales y generadoras de novedades que ni siquiera Dios había pensado, aunque dicen que Él ya lo sabía todo… ¡Bendito sea Dios!
Si pasamos al contexto específico de las vocaciones que podemos llamar «creyentes», es decir, las que responden a lo que nos gusta llamar «el designio de Dios», pero que sin la adhesión humana no se realizan.
Todo el camino de la Iglesia está impregnado de respuestas a estas llamadas. A lo largo de los milenios, los hombres y mujeres que las han acogido han encarnado en muchas expresiones diferentes el anhelo del amor divino, dando vida tanto a la Iglesia en su estructura ya milenaria como a muchas fórmulas de Vida Consagrada o Laical según diferentes manifestaciones y acentos al servicio del Reino.
Así, han puesto en práctica fórmulas particulares que respondían a su encuentro individual con el amor de Dios, a su carisma personal, a su personalidad individual, a las oportunidades que la historia, la realidad y el Espíritu les ofrecían.
La multiplicidad de vocaciones en la Iglesia es, por tanto, un don: nadie podría abarcar el Todo, pero cada uno puede expresar un aspecto particular del rostro múltiple de Cristo.
El Espíritu, que obra en el mundo, ha suscitado así una variedad de expresiones y cada una de ellas contribuye a arrojar un poco de luz para encarnar ese rostro infinito e «infinible» del Eterno. Cada una de ellas ha contribuido de manera única a realizar una pequeña parte del Reino de Dios entre nosotros.
Pero la historia y el ser humano cambian, las realidades
evolucionan, a veces de manera radical y extrema, como ocurre en los cambios de
época como el que estamos viviendo.
En estos cambios radicales, incluso las formas concretas en las que se han manifestado las vocaciones específicas, a veces parecen no funcionar más, ya no atraen, ya no son ‘funcionales’ para el anuncio del amor de Dios. En otras palabras, ya no «sirven» al hombre, ya no «sirven» a la vida, porque la vida se ha transformado y se ha ido a otra parte.
Quizás porque hablan un lenguaje que ya no se conoce ni se comprende, o quizás porque han perdido su identidad, confundiendo la forma en que se expresaba con la esencia. Parece, de alguna manera, que ha desaparecido esa colaboración en la construcción del Reino de Dios que las hacía significativas y vitales. Ya no producen vida ni fuera de ellas ni dentro de ellas, y de ello son testimonio evidente la disminución de las vocaciones o los abandonos de la vida presbiteral o consagrada.
¿Qué se ha roto? ¿Qué se ha perdido? El tema es complejo y multifacético, y afecta tanto a la evolución de la cultura del mundo en su conjunto como a los individuos con sus elecciones (y la capacidad/incapacidad de transmitirlas), así como a las formas institucionales...
No se puede resumir todo en pocas palabras, pero ¿en qué punto queremos centrarnos? ¿Cuál es la pregunta que nos planteamos? ¿No será que Dios se ha equivocado? ¿O que las realizaciones concretas de algunas expresiones carismáticas vinculadas a una vocación tenían un plazo determinado? ¿Quizás los carismas específicos son válidos durante un tiempo y luego dejan de serlo, por lo que hay que desecharlos?
Probablemente no, pero... una cosa es el carisma de una determinada realidad y otra es su forma de aplicación a la realidad.
Podríamos definir el carisma como una especie de lenguaje, una declinación, una forma especial, única e identificable de expresar la fe y el encuentro con Dios que, a veces, a pesar de todas las limitaciones del lenguaje, puede llegar a coincidir imperfectamente con algunas expresiones.
Así, y por poner algunos ejemplos, asociamos a Francisco de Asís el camino de la pobreza, la humildad y la sencillez; a Teresita del Niño Jesús, el camino de la pequeñez y la infancia; a Charles de Foucault, el de la vida oculta y la imitación de Jesús de Nazaret, el amor a los pobres y marginados; a Ignacio de Loyola, el de la libertad interior y la capacidad de discernimiento para un magis – «hacer más por la gloria de Dios»; a Benito, el camino monástico con su regla, etc., etc.
Si creemos que el Espíritu de Dios está siempre actuando, también podemos creer que en determinados períodos históricos ha inspirado a hombres y mujeres a realizar obras particulares para contar y renovar la unión con lo divino, la vida, la fe, y permitir que muchos hombres y mujeres se acerquen y respondan a su vez a través de la sintonía con ese lenguaje particular.
Sabemos también que en la Iglesia, en las Órdenes y Congregaciones Religiosas, se han realizado a lo largo de los siglos múltiples experiencias de reforma, debido a la sensibilidad de algunos, al cambio de los tiempos, de las condiciones y de las necesidades, a menudo en busca de una mayor fidelidad al carisma inicial.
La búsqueda de la fidelidad al carisma es uno de los temas que recurrentemente afecta a todas las expresiones de la Vida Consagrada: la realidad cambia, a veces de manera radical, entonces, ¿se puede permanecer fiel al carisma cambiando las formas en que se expresa?
Por mi experiencia yo diría que sí. Es más, es un reto positivo al que está llamada toda realidad que quiera permanecer viva y vital. Hacer vivir el carisma, permaneciendo fieles a sus elementos esenciales, implica un intenso trabajo de reapropiación de la propia identidad profunda y de diálogo con los cambios de la realidad; ya que la vida misma es movimiento, todo carisma, para seguir siendo vital, se ve obligado a un movimiento creativo continuo, que le permita re-expresarse de nuevas formas, en sintonía dialéctica con los cambios de los tiempos (esto es un trabajo de creatividad), sin dejar de ser fiel a su esencia (esto es un trabajo de re-apropiación).
Obviamente, no se trata de renovarse exteriormente, como hacen habitualmente algunas grandes marcas que remodelan su imagen modificando su logotipo y sus productos según el gusto estético del momento.
El verdadero movimiento vital reside más bien en la relectura sapiencial de los elementos esenciales del carisma, que revela nuevas potencialidades hasta ese momento aún no expresadas; reside en la intuición de esas nuevas fórmulas, modalidades y lenguajes con los que ese don carismático específico es capaz de iluminar el presente.
Una vez más, esta labor no la realiza Dios, sino que nos ha sido encomendada: nos corresponde a nosotros encontrar la novedad que ese carisma específico puede expresar para llegar al corazón del hombre y a sus necesidades actuales.
Tal vez podemos preguntarnos… por ejemplo…
¿Qué nuevas formas
está llamado a encarnar hoy mi carisma específico, para que el don que lo ha
iluminado y permeado desde el principio siga brillando en formas y palabras
comprensibles, útiles e interesantes para nuestro tiempo?
¿Qué necesitamos, yo y mi realidad, para poder poner en marcha esta labor regeneradora y creativa de renovación, a fin de que nuestra vocación común pueda seguir atrayendo a un mundo que siempre necesita el anuncio del amor, la paz, la misericordia y la igualdad que proviene del corazón de Cristo?
Sí, son preguntas quizás incómodas, pero intrigantes, que requieren paciencia, discernimiento y apertura del Espíritu en un diálogo fraterno, pero también valiente, que nos impulse a abandonar los paradigmas de lo conocido para experimentar la vitalidad en devenir de la gracia.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF




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