domingo, 9 de noviembre de 2025

Hacer teología desde los márgenes de las periferias… porque el Evangelio no es una buena noticia para ciertos espacios.

Hacer teología desde los márgenes de las periferias… porque el Evangelio no es una buena noticia para ciertos espacios

La teología, en su acepción más clásica, se asocia a menudo con un conocimiento académico, sistemático, encerrado entre las páginas de tratados y manuales que establecen los límites de la doctrina cristiana. 

Sin embargo, al igual que la lluvia que cae incluso donde el terreno es más árido, existe una forma de hacer teología que brota precisamente en los márgenes de estos límites: donde la vida real plantea preguntas que los libros a menudo no contemplan, donde la fe se encuentra con la realidad del sufrimiento, la duda y la exclusión. 

Hacer teología «en los márgenes» significa desplazar el centro de gravedad de la reflexión teológica de las aulas universitarias a las calles, a los lugares donde el dolor y la esperanza se entrelazan día tras día. 

Es una teología que se acerca, que escucha sin juzgar y acompaña a quienes viven al margen de la experiencia religiosa, a menudo lejos de los focos y de las certezas que ofrecen las instituciones. 

Precisamente en las heridas de la historia humana, la teología encuentra nuevos horizontes de sentido. 

El teólogo que elige caminar en los márgenes no se contenta con contemplar el Misterio desde lejos, sino que se deja interpelar por los rostros concretos de quienes, a pesar de creer profundamente, se encuentran excluidos por razones doctrinales: separados, divorciados, homosexuales, transexuales, lesbianas, personas marcadas por experiencias que no encajan en las normas. Son historias de fe genuina que la Iglesia, a veces, ha dejado fuera de sus puertas. 

Pero, precisamente allí donde la vida parece desviarse de los cánones, se manifiesta una presencia inesperada y extraordinaria del Misterio. Paradójicamente, es en las situaciones de marginalidad donde la fe se revela a menudo más auténtica, más radical. 

En los bajos fondos de la historia, en las periferias de la sociedad, el teólogo atento percibe una fuerza espiritual que escapa a las definiciones y etiquetas, pero que da testimonio de la vitalidad de la fe cristiana. 

Hacer teología en los márgenes significa aceptar el reto de pensar la fe a partir de las preguntas concretas que surgen de la vida de las personas excluidas, reconociendo que la doctrina, aunque esencial, no puede agotar el Misterio; que las reglas, aunque necesarias, no pueden sofocar la sed de Dios que anima cada corazón. 

La teología en los márgenes y desde los márgenes se nutre de experiencias, de escucha, de historias. 

En una época en la que muchos viven alejados de la Iglesia, pero no del deseo de Misterio, esta teología ofrece un espacio de acogida y diálogo. El verdadero teólogo se convierte entonces en aquel que se deja interrogar por las heridas de la historia, por las preguntas de quienes han sido marginados, y no solo en quien interpreta la doctrina. 

Es la capacidad de acercarse, de «caminar juntos» —como sugiere la palabra sinodalidad— lo que permite que la fe siga hablando a la vida, incluso cuando la vida se desarrolla fuera de los esquemas habituales. 

Hay, pues, una teología en camino que, al sentir el aroma del Misterio, lo reconoce en las situaciones existenciales más complejas, incluso en aquellas que la propia doctrina ha contribuido a crear. 

El teólogo que ama el Misterio revelado en Jesús se da cuenta de la riqueza oculta en esas historias marginales, que traen consigo un tesoro de conocimiento y de vida increíble. De las situaciones de exclusión pueden surgir nuevas comprensiones de la fe, nuevos caminos de comunión y de esperanza. 

Hacer teología en los márgenes no significa abandonar la doctrina, sino reconocer que el Misterio de Dios supera toda frontera humana. Significa tener el valor de escuchar las preguntas verdaderas, de dejarse provocar por el dolor y la búsqueda que habitan en las periferias de la existencia. 

Solo así la fe puede seguir siendo palabra viva, capaz de iluminar incluso las noches más oscuras de la historia y de ofrecer, a quienes se sienten excluidos, un hogar donde el corazón pueda descansar. 

La centralidad de la periferia —una combinación aparentemente contradictoria— es para mí un reto del pensar, del proponer y de vivir la Buena Noticia de Jesús. Es decir, poner las periferias en el centro. 

La composición de los dos términos, periferia y centro, en su aparente contradicción, abre una visión dinámica de la realidad, una perspectiva más amplia, que invita a mirar el mundo desde el borde, modificando o convirtiendo la mentalidad social, económica y cultural que genera exclusión y una distancia colosal entre las clases sociales, entre los países ricos y pobres. 

Salir del centro permite reinterpretar la visión globalizada del mundo y partir de las periferias se presenta como una narración alternativa y experiencial de los acontecimientos humanos y sociales. 

La periferia es una clave para interpretar no solo las situaciones existenciales difíciles, sino también para animar y dar vida a la propia experiencia espiritual del cristiano. Las periferias no son solo lugares físicos, son también puntos internos de nuestra existencia; son lugares del alma que necesitan ser alimentados. 

¿Qué es una periferia? ¿Y cómo se relaciona con el centro? 

La periferia no es solo el límite de una ciudad (y de todo lo que termina); es también, y sobre todo, el espacio distinto del centro, más allá del cual percibimos un peligro... Aquí entra en juego un elemento cultural que podríamos llamar «barrera» y que es la experiencia de los límites, de establecer espacios de no comunicación, de umbrales insuperables e infranqueables, de un fuera que permanece fuera y un dentro que permanece dentro. 

Se trata de espacios donde se confina y excluye a los peligrosos y a los que no se les permite salir —citando a Zygmunt Bauman—, que generan «guetos» de todos los demás que aspiran a defender su seguridad procurándose solo la compañía de sus semejantes y manteniendo alejados a los extranjeros... 

Pero ¿es imposible el encuentro entre el centro y la periferia? 

Se trata de un desafío teológico fundamental. Y lo ejemplifico recordando el pasaje lucano del encuentro entre el fariseo Simón, Jesús, invitado por él, y la mujer pecadora que se introduce de improviso y toca a Jesús. 

Antes de continuar, si te parece, lee el pasaje del Evangelio de San Lucas 7, 36-50. 

La escena expresa maravillosamente la frontera superada entre lo intocable (la mujer que no debe ser tocada) y lo intangible (Dios que no puede ser tocado). En esa sala evangélica, lo intocable y lo intangible se tocan y se curan mutuamente, casi intercambiando sus lugares. 

La mujer intangible se vuelve tocable (su cuerpo de mujer se vuelve dignamente amable) y el Dios intocable se vuelve tangible (el encuentro con Dios se convierte en experiencia). 

Entre el centro (Jesús, que encarna el amor de Dios) y la periferia (la mujer, que encarna la distancia más imaginable), el umbral (del que Simón es espectador) es el momento en el que lo intocable toca lo intangible y lo intangible toca lo intocable. Y el medio (el canal) de ese toque doblemente escandaloso es el amor: el amor de la mujer por Jesús y el amor de Jesús por esa mujer. 

Pero el espectador de ese umbral cruzado (nuestro Simón fariseo) parece carecer precisamente de ese medio. Es fácil volver a la conclusión de Simón: el centro debe volver al centro (Jesús debe mantenerse alejado de la mujer) y la periferia debe volver a la periferia (la mujer debe mantenerse alejada de Jesús). 

Aquí hay un punto delicado: ¿cuántos cristianos observan, discuten y protestan como Simón el fariseo? 

La frontera no es una línea entre el interior y el exterior; es como una puerta que tiene un lado hacia el interior de la casa y otro hacia el exterior. La frontera permite salir y entrar, pero también permite bloquear la puerta de entrada y salida. Y mientras cierras al otro fuera, en realidad también te cierras a ti mismo dentro. 

Si el centro y la periferia se convierten en lugar de encuentro y anuncio o en lugar de distancia y confinamiento... depende de la puerta. Y Jesús es el que se autoproclama la puerta: “Yo soy la puerta” (Juan 10, 1ss). 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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