Carta a las Iglesias del siglo XXI en la memoria de los Santos Apóstoles Pablo y Pedro
Hay encuentros que no se eligen. Circunstancias, condiciones, personas, …, que se ponen a tu lado y con las que no siempre es fácil caminar.
Pedro es instinto, cuerpo, impulso. Pablo es palabra, pensamiento, visión. Uno tenía las llaves, el otro los viajes. Uno unía, el otro desataba. Pero precisamente por ser tan diferentes, ambos eran necesarios. No se eligieron, se encontraron. Pedro, la roca que tiembla; Pablo, el fuego que arde. Unidos en la misma fe en Cristo Jesús, discutieron abiertamente, se amaron con dureza. ¿O tal vez no unidos, pero hermanados? No idénticos, pero ambos encontrados por el único Maestro y Señor.
Es sobre esa tensión —y no sobre su similitud— que el Dios de Jesús ha edificado su cuerpo, la Iglesia. Pedro y Pablo son símbolos vivos en la Iglesia de un conflicto generativo. Nosotros somos esa Iglesia: unida y dividida, herida y fiel, llena de distancias que se convierten en puentes. Ninguna comunión es verdadera sin fricción. Ninguna unidad es tal sin tensión. Todo vínculo humano profundo pasa por el riesgo del conflicto. Y la frontera, cuando se vive en la verdad, deja de ser una barrera: se convierte en umbral, en apertura. La frontera no divide, expone, conecta. El rostro responde cuando la fe pregunta: «¿Quién soy yo para ti?»
Jesús confía a Pedro el poder de «atar y desatar». Es una tarea delicada, peligrosa y vital. Atar, anudar lo que hay que custodiar; desatar, liberar lo que retiene y ahoga.
¿Qué hay que atar en ti, Iglesia del siglo XXI? ¿Qué promesas, qué relaciones hay que volver a atar, quizá después de años de silencio? ¿Y qué hay que desatar? ¿Qué máscaras, qué cargas inútiles, qué culpas que no nos permiten crecer?
Algunas cosas se aferran. Otras se sienten estrechas. Otras se dejan ir. También la Iglesia —y cada uno de nosotros— está llamada a desatarse de la hipocresía, de la rigidez, de los miedos que inmovilizan. Con demasiada frecuencia hemos cargado pesadas cargas sobre los hombros de los demás, como recuerda Jesús, sin mover un dedo para aligerarlas (Mt 23, 4). Hay un nudo en el corazón: ¿lo atas, Iglesia del siglo XXI, para recordar quién eres o lo desatas para dejar ir lo que pesa?
Hay algo que hay que volver a atar, reforzar aún más, y hay algo más que hay que desatar, liberar, dejar ir: «Desatadlo y dejadlo ir». Atarnos es el valor de una confesión de fe personal en Cristo Jesús. Desatarnos es quitarnos las máscaras religiosas con las que nos defendemos y protegemos; es liberarnos de toda forma de dependencia y juicio de conformidad con el juicio de los demás.
En un momento dado, Jesús se detiene y pregunta a sus discípulos: «Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?». No pregunta qué pensamos de los demás, sino quiénes somos nosotros en ese preciso momento. Es una pregunta que obliga a salir al descubierto. No se puede responder permaneciendo oculto. La fe en Jesús no es algo que se pueda adornar, es situarse ante Dios, ante los hombres y ante el mundo.
Es dar la cara. Decir «Tú eres el Cristo» es como decir: «Yo estoy contigo», incluso cuando todo lo niega. Incluso cuando nos sentimos pequeños, incoherentes, asustados. Creer en Jesús significa sostener su mirada, dar la cara, exponerse con dureza y con el corazón abierto. Estar dispuestos a arriesgar la vida.
«No podemos callar lo que hemos visto y oído» (Hch 4, 20). No podemos callar ni huir. Como Jesús cuando «tomó la firme decisión de ponerse en camino hacia Jerusalén», literalmente «endureció su rostro» (Lc 9, 51). Así es el Siervo del Señor, que no se echa atrás. «El Señor Dios me sostiene, por eso no quedo avergonzado, por eso endurezco mi rostro como una roca, sabiendo que no seré confundido. Cercano está el que me hace justicia: ¿quién se atreverá a disputar conmigo? Enfrentémonos. ¿Quién me acusa? Que se acerque a mí. He aquí, el Señor Dios me sostiene: ¿quién me declarará culpable?» (Is 50, 7-9).
Hay algo y alguien a quien hay que enfrentarse con la verdad, cueste lo que cueste, como Pablo se enfrentó abiertamente a Pedro cuando, en Antioquía, quería imponer la circuncisión a los que habían llegado a la fe desde las gentes (Gál 2, 11-14). Hay que ser duro si el conflicto es un camino necesario para llegar a la auténtica comunión.
Puesto que el mal es inaceptable, hay que estar dispuesto a afrontar la disputa con dureza cuando se trata de no traicionarse a uno mismo, de permanecer fiel a la llamada del Evangelio. La disputa (o controversia bilateral, que en hebreo se llama rîb) es, de hecho, algo diferente del proceso judicial (mišhpat, el procedimiento de tipo debatido).
Se entra en conflicto con el otro, mediante la acusación, no porque se quiera condenarlo, sino porque se tiene en el corazón restablecer la comunión con él y con la comunidad. Hay algo y alguien a quien hay que afrontar con la verdad, cueste lo que cueste, así como Pablo se enfrentó con firmeza a Pedro cuando, en Antioquía, quería imponer la circuncisión a los que habían llegado a la fe procedentes de otras gentes. Con exigencia y radicalidad, con atrevimiento y dureza, si el conflicto es un camino necesario que hay que recorrer para llegar a la auténtica comunión.
Nosotros somos la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. ¿Dónde
está hoy nuestra fricción generativa? ¿Qué valentía nos caracteriza a la hora
de afrontar nuestros conflictos de forma generativa y no destructiva? ¿Buscamos
la unidad en la pluralidad y la convivencia de las diferencias, o pretendemos
la uniformidad que apaga el aliento? ¿A quién hemos excluido para
evitar cuestionarnos? ¿Qué rostros no podemos soportar? ¿Quién es tu Pablo, hoy,
que te llama a la conversión con dureza? ¿Quién es tu Pedro, frágil y fiel, que
te pide que no lo abandones? ¿Tenemos el valor de restablecer relaciones rotas y
heridas y de liberarnos de los pesos que nos oprimen? ¿Nuestra vocación es mantener
unido lo que el mundo divide?
En estos días, encuentra un nudo importante en tu vida, Iglesia del siglo XXI. Puede ser una palabra que no consigues decir, una situación con la que sientes distancia, una duda que temes afrontar. Escríbelo. Conviértelo en oración. Luego pregúntate: ¿este nudo hay que atarlo o hay que desatarlo?
Pablo y Pedro
No se eligieron.
Se encontraron.
Discutieron.
Se mantuvieron unidos.
Diferentes.
Necesarios.
Todo vínculo verdadero
cruje.
Todo encuentro profundo
quema.
La frontera no separa,
expone.
Te pregunta quién eres
realmente.
Sin máscara.
Sin escudo.
Hay algo que aferrar
para no olvidar.
Y algo que dejar
para volver a la vida.
No puedes permanecer neutral
en tu corazón.
El rostro, tarde o temprano,
habla.
Y tú
empieza por ahí.
Por lo que aún
arde,
en este kairos,
siglo XXI,
Iglesia de Pablo y de Pedro.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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