Sabiduría en la educación… una reflexión al finalizar el curso académico
Hoy en día, la pérdida de rumbo en la educación es total. Parece que nos enfrentamos a una auténtica imposibilidad, lo que provoca dos reacciones: por un lado, una especie de indiferencia y fatalismo y, por otro, un pesimismo inconsolable que desemboca en la conclusión de que todo es inútil y abandona a las personas al nihilismo.
Cuando se trata de adolescentes o preadolescentes, la pérdida parece incluso trágica. Tratar con adolescentes, preadolescentes y postadolescentes (perdón por el neologismo) significa enfrentarse a una realidad candente, a veces desafiante y desalentadora, que nos hace sentir nuestra impotencia, nuestra insuficiencia.
A menudo, en estos casos, el adulto oscila entre una breve ilusión salvadora de omnipotencia y una resignación cínica, que suele ir acompañada de la lógica del chivo expiatorio («¿qué se puede hacer con uno así?»). Esto es tanto más evidente cuanto más institucionalizada está la educación.
Los viejos modelos se han hundido. Lo que está sucediendo, por otra parte, no es malo en sí mismo, porque supone el hundimiento de modelos educativos basados en el poder y en formas sociales rígidas, que no coincidían en sí mismos con el valor y los valores y eran la reproducción de una sociedad fuertemente machista y paternalista. La modernidad ha actuado como un ácido corrosivo sobre este sistema. Esta es su ventaja y también su peligro. Que junto con el agua sucia se tire también el niño que estamos bañando.
Ante esta situación, la nostalgia no sirve de nada, sino
que se impone con fuerza la necesidad de una relación profunda con la realidad,
ya que, de lo contrario, la modernidad, obsesionada por su necesidad de
seguridad, reproducirá en otras formas las mismas aberraciones y patologías del
poder que hemos tratado de superar. Se busca una sabiduría perdida.
¿Es posible, pues, generar hoy una especie de sabiduría en la educación?
Porque la sabiduría, como la educación, no es una especialización: es la sede de la libertad. En la milenaria tradición de la humanidad, la sabiduría siempre ha estado al alcance de todos, es absolutamente inclusiva: no es un privilegio de una parte o de una élite, sino la riqueza de la gente sencilla, educada por la propia sabiduría.
Podemos decir que educar es en sí mismo una actitud que requiere sabiduría; por lo tanto, volver a situar en el centro la cuestión de la educación, en la relación entre las generaciones y en la prioridad de los valores humanos, es una forma de regenerar una sociedad y una cultura y de abrirnos verdaderamente a un futuro en el que seamos más vivos, más humanos, en el que el arte de la vida sea el entrelazamiento de un conocimiento verdadero, de una acción justa y de una vocación única.
Dar prioridad a la cuestión de la educación significa activar hoy procesos de transformación que den importancia al sentido, más que a la función, en todas las relaciones: personales, familiares, institucionales.
Sabiduría y educación… en una época en la que el progreso humano se identifica totalmente con el proceso científico y el saber se confunde con la erudición, proponer el camino de la sabiduría y la educación significa recuperar la relación con el «todo», con la realidad entera, donde la teoría y la práctica se encuentran, la acción y la contemplación se abrazan, porque nunca como en este momento el hombre necesita liberarse de su peligroso y soberbio aislamiento del misterio de la Vida, de los demás y del cosmos. Porque todo está conectado con todo.
¿En qué consisten la sabiduría y la educación? ¿Cuál es el sentido de esta relación? Ambas dimensiones humanas abren la búsqueda de un «más» en la vida, en el gusto por el arte de vivir; ambas buscan la plenitud, la felicidad y se enfrentan a la tristeza, el sufrimiento y la fragilidad, pero saben que, a pesar de vivir todo esto, no hay que dejarse abrumar por estas situaciones, sino que, por el contrario, se puede extraer de ellas la profundidad de la vida. Interpretando la existencia como un camino en el que el hombre puede convertirse en lo que está llamado a ser. Ambas, la sabiduría y la educación, conciben el ser como una falta de ser y como una vocación al ser, de manera plena y fecunda.
Ambas, educación y sabiduría, custodian nuestro sueño de ser verdaderamente humanos. La actitud de una sabiduría de la educación, o de una educación para la sabiduría, podemos definirla «generativa». Se trata de una actitud en la que está directamente implicada la libertad humana como una especie de llamada del ser; requiere conciencia, conciencia de estar mutuamente relacionados; es un proceso personal, sin duda, pero pone en juego todos los pronombres personales que conforman el sentido global y concreto de nuestra existencia.
¿En qué consiste hoy la crisis «institucional» de la educación y de nuestra sociedad en general? Consiste en que todo parece desconectado de su sentido más profundo, parece completamente abstracto, no atraviesa ni es atravesado por la experiencia.
Parece que la institución tiene miedo de la realidad y se encierra, por un lado, en la retórica de los valores que la han constituido y en las leyes y procedimientos que la han estructurado y, por otro, en reformas que no son más que un maquillaje técnico que no incide en los procesos reales de orientación de la institución y del poder.
En una situación así, las decisiones y acciones individuales, por heroicas y significativas que sean, quedan inmediatamente aniquiladas por sistemas que no son capaces de aceptar que se cuestionen, y la confusión en la que viven las instituciones parece ya pan de cada día, inevitable: el pan amargo de la insignificancia. En una época de tecnocracia total, es decir, de reducción a objeto de toda realidad, si no invertimos en una relación plural y multifacética con la vida en su concreción, corremos el riesgo de perder nuestra propia libertad, reduciéndola también a virtualidad.
El impacto de la dimensión técnico-digital en la vida cotidiana es totalmente invasivo, ya no es una herramienta auxiliar dentro de las relaciones de sentido, sino el dispositivo necesario para vivir la propia sociabilidad y la propia dimensión de ciudadanía.
Pensemos en un chico, pero no solo en un chico, que olvida en algún lugar de su casa, en el coche o en la oficina su móvil... hasta que lo encuentra, su vida queda paralizada; no porque no pueda comunicarse con los demás, sino porque su estructura cerebral y emocional se bloquea en ese problema y no puede imaginar otra cosa que su salvación ligada a ese hallazgo. Como si la realidad que se nos presenta, reducida ya a su dimensión material, pudiera ser para nosotros interesante, deseada y, en definitiva, vivida, solo a través de la mediación de dispositivos tecnológicos.
También la escuela parece estar colapsada, paralizada, un lugar donde parece bloqueada la dinámica del sentido de la sociedad, donde más que una reforma sería necesaria una verdadera transformación. La paradoja que se ha producido es que la escuela es la institución más alejada de la educación. Poco a poco, en los últimos años, el lugar y el tiempo de la escuela también se han reducido a un dispositivo técnico.
La escuela se ha adaptado completamente a la forma social en la que se inscribe. Ya no consigue ser un espacio de generación de pensamiento crítico, de interpretación de la realidad, de búsqueda común de la verdad. Ya no es un lugar donde se genera vida y libertad, donde la pregunta es el esfuerzo colectivo más importante para todos, sino que a menudo es un lugar de repetición cansina, de conformidad con el statu quo, de cumplimiento de la norma o las normas, con las más nobles justificaciones: la seguridad, los derechos individuales, la privacidad, etc.
Como si el entusiasmo que nace del conocimiento, del descubrimiento y la revelación ya no fuera el punto de atracción, sino un accidente casual innecesario.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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