sábado, 26 de abril de 2025

¿Y ahora qué?

 ¿Y ahora qué?

«Preguntémonos: ¿soy una persona que divide o una persona que comparte?» Papa Francisco, Ángelus del 8 de enero de 2023. 

Al final de un día destinado a pasar de alguna manera a la Historia, lo que queda es el poder de los símbolosLa extraordinaria fuerza de las imágenes que nos devuelven un relato en dos planos de nuestra existencia. Necesitamos lo Eterno. Pero lo rechazamos. 

Y nunca la vanidad de los grandes de la Tierra, reunidos como los divos ególatras y egocéntricos que reclaman el primer fila en la majestuosa Plaza de San Pedro, ha parecido tan frágil, superficial e infantil, prisionera de la telaraña del poder, de las contradicciones de quienes pretenden dominar el mundo sin sentir lo ridículo que es hacerlo incluso bajo la mirada de su propio Dios. 

Aplastados por una marea infinita de gente común, encargada de dar testimonio de que el sentido de nuestra vida cotidiana no tiene nada que ver con la arrogancia de los palacios, ni con la jactancia de los poderosos, sino solo con el valor absoluto de cada vida individual, irreemplazable y anónima. 

Bajo la luz encantada de la primavera romana, no hacía falta ser creyente para notar la distancia abismal entre el dominio aplastante de la Cúpula de la Basílica proyectada hacia el cielo, y ese ataúd de madera pulida, sobria, ostentosa y maravillosamente pobre, colocado en el centro de una escena retransmitida en directo a los cuatro vientos del plantea. El Omnipotente y Todopoderoso, y nosotros. Las dos caras de la Iglesia. 

Uno necesario al otro. No en contraposición. Por un lado, el medio arquitectónico inalcanzable, vertical, que devuelve la calidad metahistórica y metafísica del relato divino que procede del Padre a los hijos. 

Por otro, el mensaje humano expresado por el féretro de un presbítero anómalo, elegido, quién sabe si por el Espíritu Santo, para convertirse en Pastor y difundir una enseñanza horizontal, de calle, que reúne a tantos adeptos en todo el planeta y crea tantos enemigos entre las jerarquías, civiles y eclesiásticas, dentro y fuera de los muros del Vaticano. Un mensaje a menudo más querido por los laicos que por los fieles, sobre todo por los occidentales, y que divide a los rebeldes Apóstoles del Profeta nazareno de la Galilea. 

Estamos hechos de contradicciones. O, como diría un tal Michel de Montaigne: «Hay tanta diferencia entre nosotros y nosotros mismos como entre nosotros y los demás». Nada más cierto. Nada más evidente ayer, día de un funeral que fueron dos: el de los Grandes Señores y el de la colectividad silenciosa. 

Pero, tal vez, este sea el primer mensaje útil para el sucesor de Pedro: una Iglesia que no reivindica su proyección absoluta corre el riesgo de ser más incompleta que humilde. Exactamente igual que una Iglesia que renuncia a su razón de ser, a la cercanía con los que no pueden, al respeto por los últimos, al rechazo de las guerras y a la búsqueda del Bien, corre el riesgo definitivo de dejar de existir. 

Así lo subraya el cardenal Giovanni Battista Re en su homilía, retomando los temas más queridos por el Papa Francisco: «La guerra es la derrota de todos, necesitamos una cultura de la solidaridad, de la ayuda a los más débiles, contra la cultura del descarte». Donde «el descarte» son seres humanos que huyen de sus países debido a persecuciones, conflictos, cambios climáticos y dificultades económicas. Imposible, en ese momento, no posar la mirada en Donald Trump, no pensar en los nacionalistas acérrimos que condicionan cada vez más el aliento de la tierra, no recordar el primer viaje del recién nombrado Francisco a Lampedusa, el 8 de julio de 2013. 

Impresionado por el número de muertos en el Mediterráneo y por el destino de la isla fronteriza, el Papa Francisco pronuncia un discurso que es todo un programa. «¿Quién es responsable de esta sangre? ¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas? La globalización de la indiferencia nos ha quitado la capacidad de llorar. Pidamos al Señor la gracia de llorar por nuestra indiferencia, por la crueldad que hay en el mundo, incluso en aquellos que, en el anonimato, toman decisiones socioeconómicas que abren el camino a dramas como este». 

Palabras poderosas, claras, ignoradas, las del papa Francisco. Doce años después, muchos de esos anónimos responsables han salido a la luz, han tomado las riendas de grandes naciones, gestionan «la tercera guerra mundial por partes» y se sientan ante su ataúd para mostrarle una cercanía antinatural. 

Pero tal vez, en el momento del funeral, el Papa Francisco, al menos consigue un resultado. La fotografía de Donald Trump vestido de azul eléctrico, inclinado como siempre hacia delante como si no tuviera columna vertebral, con las piernas abiertas de forma poco elegante y la boca abierta para respirar, escuchando a Volodymyr Zelensky, pasa a formar parte de los anales de las relaciones internacionales. 

Bajo las sagradas bóvedas de la Basílica de San Pedro, el presidente ucraniano, por una vez vestido con chaqueta negra, sin duda más acorde con el espíritu del día, presenta nuevas hipótesis para llegar a un acuerdo, si no justo, al menos menos abusivo y vejatorio que el ideado por la Casa Blanca y el Kremlin. 

No conocemos el resultado de la conversación en este contexto nunca visto. No sabemos si el Espíritu Santo se posó sobre la cabeza de ambos. Si esos cinco minutos privados, y sin embargo tan ostensiblemente planetarios, están destinados a cambiar el sentido de la Historia y a arrojar, indirectamente, un aura de santidad sobre el Papa Francisco, determinando un milagro a posteriori. 

Sin embargo, sabemos que ese cara a cara, tras las humillaciones del Despacho Oval, enciende una esperanza, cuya consistencia conoceremos en los próximos días. Al igual que sabremos si algo ha producido el fugaz apretón de manos entre el presidente de los Estados Unidos y Ursula Von der Leyen. No obstante, sigue siendo amargo constatar que se necesita la diplomacia no ritual de un funeral de Estado para alimentar un diálogo que debería ser una obsesión constante e ininterrumpida. 

Solo en dos ocasiones la multitud que invade Roma desde la Via della Conciliazione hasta Santa Maria Maggiore se abre en un aplauso por las palabras de Giovanni Battista Re. Y esas palabras son «paz» y «migrantes». 

Los poderosos muestran sus músculos. Los anónimos, todos nosotros, apiñados al paso del féretro, testimonio de que la popularidad del Papa Francisco no se había visto empañada en absoluto a pesar de las habladurías, rechazan, rechazamos esos músculos. 

El espectacular teatro romano es capaz de suspender las violentas tensiones mundiales durante 24 horas, de relegar a un segundo plano las sofocantes guerras comerciales y armadas. Quién sabe si esa pobre caja de madera en la plaza de San Pedro fue capaz de apaciguar a los más feroces jefes de Estado y de Gobierno.  

Si la Iglesia dividida sabrá encontrar en las próximas semanas el sentido de sí misma y si la proximidad física a la que se vieron obligados los grandes de la tierra ha devuelto vigor a unos lazos cada vez más débiles, a unos valores cada vez más descuidados, tal vez que el Papa Francisco no ha pasado en vano. 

El Papa humilde en medio de los estadistas, los reyes y los líderes de la Tierra, y de las eminencias y los príncipes de la Iglesia. Esa misma humildad que, según San Agustín, hace a los hombres iguales a los ángeles, mientras que el orgullo y la soberbia los convierten en demonios 

Un impacto solemne, con el sencillo féretro de madera del Papa Francisco y las filas de poderosos, del mundo y de la Iglesia, en el atrio de San Pedro, que parecen transfigurar en el cielo despejado de una Roma caput mundi el milagro de San Francisco de Asís, capaz, con la sola fuerza de la fe, la humildad y la caridad, de ofrecer al mundo y a la humanidad del siglo XIII, en pleno apogeo de las Cruzadas, un mensaje trascendental de paz y hermandad universal.  

Es la gran visión que emana del féretro del Franciscus de los dos mundos, aclamado Sumo Pontífice de una Iglesia Universal y por Él inmediatamente orientada a la evangelización del mundo, comenzando por las periferias olvidadas.  

Un Papa que, además de interpretar el espíritu de San Francisco de Asís, cuyo nombre asumió de manera revolucionaria, no ha olvidado la huella del jesuita, casi como para simbolizar la utopía del horizonte, la herencia que se desprende de ese humilde ataúd de madera ante el que se inclinan los poderosos, las jerarquías eclesiásticas y los máximos representantes de todas las religiones, ya ha relanzado milagrosamente el papel del cristianismo y de la Iglesia católica, situándolos en el centro del mundo como quizá no ocurría desde el Concilio Ecuménico Vaticano de hace 64 años.  

«La utopía es como el horizonte —escribe el escritor uruguayo Eduardo Galeano—: doy dos pasos y se aleja dos pasos. Camino diez pasos y se aleja diez pasos. El horizonte es inalcanzable. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para esto: sirve para seguir caminando».  

Caminando por todos los continentes, el Papa Francisco interpretaba la utopía jesuita de la salvación del mundo a través del compromiso espiritual y la acción concreta, mientras que, en nombre de San Francisco de Asís, perseguía como Papa el horizonte de la paz y la bondad 

Una utopía del horizonte de la fe auténticamente vivida por el Papa Francisco, que, con su sonrisa, su ternura y su sencillez ha conmovido y convertido, junto con las multitudes indistintas de la humanidad, el alma de muchos poderosos que, después de haberlo hostigado, criticado y ridiculizado, corrieron a Roma para inclinarse ante su humilde féretro. No para celebrarse a sí mismos, sino para celebrarlo a Él.  

La Roma del Coliseo, de la crucifixión de San Pedro y de la decapitación de San Pablo, atravesada por un humilde ataúd de madera destinado a ser lo contrario de la muerte triunfante de un Pontifex Maximus. El Papa Francisco entró en la historia de puntillas, no con las zapatillas rojas del poder temporal, sino con zapatos viejos aún más gastados que las sandalias franciscanas por el largo camino por los senderos de la utopía del horizonte de una fe auténtica 

La mirada de las imágenes, con cortes de encuadre igualmente significativos, se detiene también en la multitud desbordante de fieles, muchos de ellos llorando y arrodillados. Entre los más buscados por los zooms se encuentran los vagabundos, los indigentes y los sintecho de Borgo Pio, para quienes el Papa Francisco había puesto a disposición gratuitamente aseos, duchas, lavanderías y comedores.  

Y es el fresco global de una catarsis liberadora que espera los milagros deseados por el Papa Francisco: aquellos que, como un espejismo, parecen tan cercanos como la paz en Ucrania y Gaza, y aquellos inimaginables como el arrepentimiento y la conversión de Putin, la postración de Netanyahu ante las enseñanzas de la Torá, el retorno al sentido común de Trump y, sobre todo, la intervención directa y la bendición del Espíritu Santo sobre la elección del próximo Pontífice.  

Milagros existenciales, cuya esperanza se lee en los ojos del pueblo del Papa Francisco con una intensidad y una toma de conciencia que, durante la procesión a paso de tortuga hacia la Basílica de Santa María la Mayor, tomó por sorpresa y sacudió a la ciudad eterna que lo ha visto y vivido todo y sobre la que siempre ha deslizado la historia. La Roma de los emperadores, los papas y los antipapas, los santos y los demonios.  

Es una de las paradojas de este día del funeral y sepultura del Papa Francisco. Todos los líderes, o casi todos, y el mundo entero honran su memoria con palabras, pero sus enseñanzas siguen sin ser escuchadas en su mayor parte. El Papa Francisco, desde Laudato Si' hasta Fratelli Tutti, pidió acoger a los migrantes, gritó «nunca más la guerra», invitó a abandonar las fuentes fósiles para realizar la transición ecológica y ofrecer oportunidades a los últimos y los descartados, y exhortó a no odiarse en las redes sociales que polarizan.  

No parece que el mundo esté avanzando en esta dirección, pero existe la esperanza de que el momento de conmoción actual pueda contribuir a recorrer la enorme distancia que separa las palabras de los hechos.  

Cuando miramos el pensamiento del Papa Francisco, no debemos buscar una teoría sistemática, sino partir de su objetivo pastoral de sacudir las conciencias y sensibilizarlas ante el escándalo de un momento de la historia y del mundo que no es capaz de poner todo su poder y sus recursos al servicio del bien de la persona. El pensamiento del Papa Francisco se ha distinguido por una visión profética y radical que pone en el centro la dignidad del hombre, la justicia social y el cuidado de la creación.  

Con la expresión «la economía mata», el Papa Francisco ha denunciado un sistema económico que genera desechos, alimenta las desigualdades y sacrifica millones de vidas en aras del beneficio, a pesar de la abundancia global de recursos. El Papa se ha posicionado abiertamente en contra de la lógica del trickle-down, desenmascarándola como una «pseudoteoría» que justifica las desigualdades con la esperanza de que la riqueza de unos pocos acabe repercutiendo también en la mayoría.  

Según el Papa Francisco la economía debía verse desde el punto de vista de los últimos: los pobres, los excluidos, los «descartados». Desde esta perspectiva, se ha convertido en portavoz de un humanismo económico que promueve el desarrollo humano integral, un bienestar multidimensional que va más allá del crecimiento del consumo y se centra en la calidad de las relaciones, el sentido de la vida y la responsabilidad compartida.  

Sus dos grandes encíclicas en las que aborda más profundamente estas cuestiones, Laudato Si' y Fratelli Tutti, introducen la noción de un humanismo integral, que une la justicia en una única visión. La degradación medioambiental, como el calentamiento global o la contaminación por combustibles fósiles, no es más que el síntoma de un desorden antropológico más profundo: la pretensión del hombre de dominarlo todo, incluido el prójimo.  

Pero el magisterio del Papa Francisco no es solo denuncia: también propone una alternativa constructiva. A través del modelo de la economía civil, invita a redescubrir la generatividad de las relaciones humanas, la participación democrática y la ética del consumo y el ahorro responsable. Iniciativas como el documento Mensuram Bonam muestran cómo también las finanzas pueden orientarse hacia la justicia y la transparencia.  

Por último, el Papa Francisco ha recordado el valor olvidado de la fraternidad como fundamento de la libertad y la igualdad. Solo con una inteligencia relacional renovada, capaz de empatía, cooperación y cuidado, se podrá imaginar una economía que no excluya, sino que acoja; que no explote, sino que regenere. Esta es, en el fondo, la invitación más poderosa del pontificado del Papa Francisco: construir un mundo en el que nadie se quede atrás.  

En la vida de un ser humano rara vez se da el caso de estar en el lugar adecuado en el momento adecuado, pero, a veces, el «destino» puede depararnos alguna sorpresa. Y el Papa Francisco ha sido una grata sorpresa. El lejano 19 de marzo de 2013 se celebró la Misa para la imposición del palio y la entrega del anillo del pescador para el inicio del ministerio petrino del nuevo obispo de Roma.  

El recién elegido Papa Francisco se encontró inaugurando su servicio a la Iglesia Universal en el día de San José. En su homilía de inicio de ministerio, centrada en el esposo de María, la palabra más fuerte y significativa que pronunció fue «custodiar».  

Este verbo, de sabor tan antiguo, pero increíblemente actual, ha sido el hilo conductor de todo el pontificado del Papa Francisco. De hecho, a través de sus gestos, sus palabras y sus escritos, ha tratado de custodiar los dones que Dios ha hecho a lo largo de la historia a la Iglesia, a los hombres y mujeres de ayer y de hoy 

Y ha querido custodiar a las personas en su integridad: desde los últimos, los marginados, los pobres, los enfermos, los presos, los migrantes, hasta llegar a los jóvenes, los niños y los ancianos, las parejas casadas, hasta llegar a toda la creación y a los retos sociales derivados de la globalización, los conflictos, las guerras y las nuevas tecnologías 

Sin embargo, la custodia que el Papa Francisco ha tratado de poner en práctica nunca se ha identificado con una jaula o con la conservación de lo existente dentro de un círculo cerrado y asfixiante en el que el aire se enrarece o el agua se estanca y se pudre.  

Al contrario, para el Papa Francisco, custodiar significaba «rebosar», es decir, ir más allá de los límites, habitando los límites, que ya no podían considerarse meras fronteras, sino que debían calificarse como verdaderas aperturas hacia el otro y hacia lo Alto, zonas liminales en las que es posible respirar a pleno pulmón la unión entre el gran depósito de la fe católica y la existencia concreta del ser humano de hoy 

De hecho, como ha afirmado el Papa Francisco en varias ocasiones parafraseando a Gustav Mahler, la verdadera tradición «no es custodiar las cenizas, sino custodiar el fuego». Este principio ha moldeado el pontificado del Papa Francisco: ha querido encender o reavivar en los católicos, en los hombres y mujeres de buena voluntad —y sobre todo en los jóvenes— el fuego y la luz de la «esperanza». A ella, de hecho, el Papa ha dedicado el Jubileo Ordinario de 2025.  

Además, en más de una ocasión, la invitación del Papa Francisco ha sido la de «no dejarse robar la esperanza», de volar alto, de ponerse en camino hacia las metas que Dios mismo indica a lo largo del camino 

Todo esto me recuerda un texto de 2008 que, como arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio escribió para los jóvenes en búsqueda vocacional: «El hombre no es un ser inmóvil, estancado, sino que está en camino, llamado, incluso vocado —de ahí el término vocación—, y cuando no entra en esta dinámica se anula como persona y se corrompe. […] Hay algo fuera y dentro de nosotros que nos llama a realizar el camino. Salir, ir, concluir, aceptar el descubrimiento y renunciar al refugio... este es el camino».  

Y es precisamente en este camino que el Papa Francisco ha mostrado una ruta a seguir: la del «deseo». Según el Papa, este es «la brújula para comprender dónde me encuentro y hacia dónde voy, es más, es la brújula para comprender si estoy parado o en movimiento: una persona que nunca desea es una persona parada, tal vez enferma, casi o prácticamente muerta 

Para pasar de la muerte a la vida, del sepulcro a la resurrección, el Papa Francisco ha señalado el arte, la literatura y la poesía como esos surcos trazados en el corazón del ser humano, por donde corre la savia vital que permite llevar la alegría a las calles del mundo, la luz a la oscuridad más profunda.  

De hecho, como Él mismo afirmó en una carta dirigida al Padre Antonio Spadaro el 20 de enero de 2025: «Debemos recuperar el gusto por la literatura en nuestra vida, pero también en la formación, porque si no somos como un fruto seco. La poesía nos ayuda a todos a ser humanos, y hoy la necesitamos mucho».  

Por eso, el Papa Francisco ha querido conservar también las palabras, las pequeñas y grandes historias de las personas comunes que, sin embargo, poseen en su interior un tesoro precioso que se revela a través del relato de su existencia cotidiana. De hecho, como destacó el Papa Francisco en un mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales de 2020: «El hombre es un ser narrativo porque es un ser en devenir, que se descubre y se enriquece en las tramas de sus días». Y estas tramas constituyen la trama del tapiz de la vida de cada hombre y mujer que vive en la Tierra.  

El pontificado del Papa Francisco también ha sido una gran historia, un libro ambientado en las calles del mundo y en las venas de la historia. Los viajes, las reformas, los discursos, las miradas, los silencios, los abrazos, las advertencias, las sonrisas del Papa tenían como horizonte de sentido un principio que él mismo afirmó en 2013 en la Constitución Apostólica Evangelii Gaudium, su manifiesto programático: «El tiempo es más importante que el espacio. […] Dar prioridad al tiempo significa preocuparse por iniciar procesos más que por poseer espacios». 

Hoy, doce años después de esas afirmaciones, delante del féretro en el atrio de la Plaza de San Pedro, se puede decir que Francisco, el Papa «custodio» venido casi del «fin del mundo», ha iniciado tantos procesos que su sucesor estará llamado a recorrer, quizá por otros caminos, quizá por vías aún inexploradas, pero sin duda por senderos humanos y espirituales fascinantes y siempre impredecibles 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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