Que las puertas del paraíso se abran a tu llegada - Requiem de Gabriel Fauré -
Su «Réquiem» fue compuesto durante el año 1877-1878 e inspirado por dos pérdidas íntimas: la muerte de su padre, seguida, apenas seis meses después, por la de su madre.
Se interpretó por primera vez en 1888 en la Iglesia parisina de la Madeleine. Sin duda, su «Réquiem» es como un grande arrullo, una conmovedora nana, de la muerte, que un mortal sin orgullo canta ante una tumba.
Hay como una serena compostura ante la muerte que nace o le viene de la imperturbabilidad ante la aniquilación del ser como consecuencia de una misteriosa, profunda y sólida confianza.
Esta actitud imperturbablemente tranquila encuentra su expresión en la idea o el sentimiento de «Eterno Descanso» que recorre, de principio a fin, el «Réquiem».
Desdramatizado el concepto de la muerte y privado de su carga aterradora, Fauré, al ponerse a componer el «Réquiem», nunca habría podido acentuar -como lo habían hecho Verdi, Berlioz y Dvorak- en textos litúrgicos que, como el «Dies Irae», ponen al descubierto la desesperación, la angustia y el sentido de aniquilación del ser humano ante el Juez Divino, venido, precisamente, en el día de la venganza, para discriminar mediante la imagen del fuego a los réprobos de los elegidos.
Por el contrario, ningún efecto externo distrae al autor de su manera sobria y a veces severa de expresarse, mientras que ni la inquietud ni la agitación afectan a su meditación, ni la duda empaña el sentido de su tierna y tranquila espera.
El «Réquiem» es, por tanto, una página altísima de meditación serena que da al alma, a través de esta modulación inevitable del ser que es la muerte, la oportunidad de sustraerse a las ataduras y al peso de la materia, vislumbrando con inmutable serenidad su destino supremo.
Un triple acorde doloroso e inmenso, que desciende progresivamente un tono, da inicio al «Réquiem», estableciendo, a través de un medio expresivo tan esencial, con la sencillez del genio, el escenario mudo y trágico del último acontecimiento antes de la perpetuidad sin mutación.
Este movimiento descendente de la orquesta, prolongándose en los bajos, da la impresión de un abismo que se abre inexorablemente bajo nuestros pasos.
A la solicitación orquestal responde el coro, silabando casi con temblor las palabras del descanso eterno y formulando, con conmovedora insistencia, el deseo de disfrutar de la luz eterna como bálsamo y consuelo por la pérdida de la vida.
La esperanza de la quietud eterna y la luz perpetua son, precisamente, los dos elementos que contribuyen fundamentalmente, en Fauré, a una muerte hermosa ante la cual no puede haber ni miedo ni angustia, sino solo noble tristeza y gran tranquilidad.
Tras el Introito, el coro entona el Kyrie, sobre una figura ascendente y descendente de los violonchelos, que pasa de un grupo de cantores a otro con acentos de adoración y postración ante el Eterno, mientras que las luminosas voces femeninas oponen el «Te decet Hymnus», que concluye en una atmósfera de calma solemne y misterioso recogimiento.
Un preludio orquestal, de breve aliento, introduce el «Ofertorio», proemio seguido por las voces de los contraltos y tenores que entonan (con gran dulzura) «O Domine Jesu Christe» en estilo imitativo canónico, suplicando, con insistente piedad y tristeza, a Dios que mantenga alejadas las almas de los difuntos de los castigos perpetuos.
En este clima de concentrada compunción resuena la voz del barítono solo que, con «Hostias et preces», extenderá como un hilo de oro de una melodía que no es otra cosa que una larga sostenida de la dominante que, con algunas raras ondulaciones, sobrevuela y domina, en efecto, constantemente la plegaria, mientras que bajo esta línea serena, tensa de un extremo al otro del verso, se establece un dulce ondular de acordes sabrosos que, en un murmullo de olas, se encadenan por grados conjuntos con una gracia y una naturalidad inimitables.
Un «Amén» puro como la bóveda celeste y como un vuelo de serafines concluye magistralmente el «Ofertorio».
El dulce «Sanctus» que sigue a las «tinieblas del Ofertorio», es como un «claro de luna», o más bien «una luz apacible nocturna».
Entonado por las voces femeninas al unísono sobre el entramado de las harpas, da, en efecto, más la impresión de una ferviente adoración de rodillas que de una exaltación entusiasta, con la excepción del «Hosanna» central, donde la explosión de los metales da la impresión, por un instante, de querer proyectar el resplandor de la gloria divina por todos los rincones del firmamento.
La conclusión, sobre el murmullo tranquilo y extático de los violines apagados, vuelve a llevar al clima de concentración orante.
El «Pie Jesu» se confía a la voz de la soprano sola, acompañada por el órgano que, en este fragmento de poema de extrema densidad, teje a su alrededor las armonías más delicadas e impalpables.
La plegaria de la soprano, que implora el descanso supremo de las almas, adquiere un valor simbólico que se podría asociar a la figura innombrada del alma.
Entre una estrofa y otra del canto se insinúa el sonido de la orquesta, siempre con función consoladora, en contraste con el canto de aflicción de la «Inocencia» musical que se difunde durante los «cuarenta compases» de esta parte del rito fúnebre.
Tras unas pocas notas de preludio de los arcos con sabor pastoral, todos los tenores, con «dulzura expresiva», entonan el «Agnus Dei», la masa del coro, con un efecto maravillosamente sacro, insiste en la palabra «Agnus» sobre el sostenido del órgano, sobre el que florece ahora el motivo del ataque de los arcos.
Tras la repetición del devoto canto de los tenores, la voz sostenida de la soprano, que parece casi espiritualizarse en la luz, impulsa al resto del coro al augurio colectivo de la luz perpetua en la eternidad de la comunión de los santos.
Antes del final del «Agnus» reaparece el triple acorde inmenso del inicio del «Requiem» con la consiguiente y temblorosa salmodia del coro, pero el motivo sereno y apacible refluente de los arcos recrea una atmósfera de espera confiada.
Un solo de barítono, sostenido por el órgano, animado sordamente por una pulsación regular y ligeramente sincopada de pizzicatos del cuarteto de cuerdas, entona el «Libera me», extendiéndose en una melodía amplia y noble, conmovedora y, sin embargo, controlada, sin sobresaltos ni espasmos, ni siquiera ante las palabras del texto litúrgico.
La alusión a la convulsión incluida en las palabras «quando coeli movendi sunt et terra», se expresa mediante una simple repetición enfatizada, sin intervención alguna de la orquesta, cuando es bien sabido que en otros autores de «Requiem» esto representaba la ocasión para desatar un cataclismo sonoro.
Solo las voces del coro, en las palabras «Tremens factus sum...», están impregnadas y distorsionadas por un temblor de angustiosa emoción. En conjunto, el miedo y el temblor se desvanecen de estas páginas y, tras el momento de desorientación, la imagen del descanso surge de nuevo en el horizonte y devuelve la confianza y la esperanza.
El «Libera me» se cierra, en efecto, con la reiteración iniciática de este verbo, silabado con el transporte interior de una fórmula misteriosa, sobrenatural.
«In Paradisum», momento decisivo del «Réquiem» de Fauré, anuncia, por fin, la inmutabilidad tranquila de lo eterno, la llegada auroral del alma al puerto de todo refugio, de todas las calmas.
Las harpas, los arcos y el órgano tejen una trama de acordes trans-terrenos, sosteniendo a la soprano como en un vuelo de espíritus puros hacia el paraíso, hacia la Jerusalén celestial.
El coro interviene en la palabra «Jerusalén», traduciendo el suspiro anhelante y nostálgico de las almas por tal destino, donde el «Descanso eterno», con la felicidad inherente, realiza perpetuamente el estado de contemplación inmóvil de lo Divino.
La muerte a la que nos inicia el «Réquiem» de Fauré es la que calma y sublima al ser sensible; he aquí la razón por la que las notas lúgubres, calamitosas, fatídicas del Dies irae que tanto atraían a Liszt, Berlioz y Verdi, grandes compositores de marchas fúnebres y danzas macabras, tienen un papel secundario en este Réquiem de esperanza y espera, donde la promesa supera la voz de la amenaza.
Fue la musa del consuelo, con una sobriedad esencialidad, la que guió a Fauré en esta partitura sintiendo la muerte como una liberación feliz, una aspiración a la felicidad del más allá, más que como un paso doloroso.
Deseo y espero que disfrutes de este «Réquiem» de Fauré tan diferente de otras composiciones románticas del mismo género.
No, no es el Dies irae el centro de un auténtico drama religioso, no hay violencia ni contrastes, sino que prevalece un sentimiento de abandono, a veces incluso se podría decir que hay un deseo de ausencia y silencio, centrado en la confianza en el descanso eterno.
La integración entre las voces corales y las instrumentales es perfecta. Su fusión, que excluye cualquier contraposición, crea una atmósfera sonora particular, en la que notarás que el órgano es un componente importante, utilizado para resaltar el timbre íntimo.
Ahora viene el
ejercicio mejor que es el de tu escucha. Una versión que a mí me ha gustado es
la siguiente: https://www.youtube.com/watch?v=2axMQ30r6Io
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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