sábado, 26 de abril de 2025

‘Entre vosotros no es así’ (Mc 10,43): la dificultad de democratizar las relaciones en la Iglesia.

‘Entre vosotros no es así’ (Mc 10,43): la dificultad de democratizar las relaciones en la Iglesia 

El proceso sinodal de la Iglesia, iniciado hace algunos años por el Papa Francisco, además de los muchos momentos positivos vividos sobre todo entre los participantes de los dos momentos sinodales, ha puesto de manifiesto algunas heridas que la Iglesia arrastra desde hace años, incluso siglos. 

Se percibe, por lo menos, una doble dificultad. La primera se refiere a la dificultad de quienes tienen la tarea de guiar a la comunidad y forman parte de la llamada jerarquía eclesiástica, de sentirse parte de la comunidad y no separados de ella. La otra fatiga se refiere a la forma realmente embarazosa en que la Iglesia se mueve con respecto a las mujeres. 

En estas pocas líneas voy a intentar decir algo sobre la primera dificultad.   

Todavía hoy, lamentablemente, las relaciones dinámicas en la Iglesia están marcadas por una profunda desigualdad que amenaza desde dentro la bondad del camino eclesial. ¿Cómo se puede seguir adelante, dar continuidad a un camino que parte mal, marcado por el miedo a dejar a las comunidades eclesiales más libres de expresarse, más autónomas y menos sometidas a una autoridad que parece venir de otro planeta, en el sentido de que no parece pertenecer al mundo real? 

Todo sería más fácil y lógico si quienes tienen la tarea de la guía pastoral en la Iglesia permanecieran en contacto constante con quienes viven el día a día en las comunidades. Lo que se percibe desde hace años en el camino de la Iglesia es una gran, a veces enorme, distancia entre las comunidades eclesiales y sus guías, los pastores, los obispos y, con ellos, los documentos que se emiten. 

Este aspecto es extraño, porque desfigura el significado auténtico del servicio que, en el sentido evangélico, debería ofrecer quien está llamado a desempeñar un papel de guía en la comunidad cristiana. 

Siempre vienen a la mente las palabras del Papa Francisco cuando, en Evangelii Gaudium, defendía la primacía de la realidad sobre la idea. 

La sensación que se tiene al leer los informes que salen de las fases del Sínodo es la dificultad de escuchar la realidad y, al mismo tiempo, la distancia de la doctrina elaborada con respecto a la vida cotidiana de las comunidades. 

Se percibe una especie de distonía entre la vida y la doctrina, en el sentido de que esta última no parece capaz de leer la experiencia y, por ello, a veces lo que se escribe en los documentos oficiales de la Iglesia choca dramáticamente con el sentir del santo pueblo de Dios, como diría siempre el Papa Francisco. 

Por un lado, se percibe la alegría del descubrimiento del Evangelio, de la propuesta revolucionaria de Jesús, que invita a las comunidades a acercarse con valentía a los pobres, a los excluidos de la sociedad, para pensar juntos caminos de justicia y paz en este mundo violento y agresivo. En estos caminos comunitarios se percibe la gran fuerza que el Espíritu del Concilio Vaticano II ha dado al camino de toda la Iglesia, haciéndole redescubrir la belleza de ser el pueblo de Dios, llamado a ser signo de contradicción en el mundo. 

Es en este nivel donde se percibe la idiosincrasia, el contraste, que se manifiesta en la incapacidad de acoger como bueno lo que las comunidades señalan como dato a escuchar para elaborar, posteriormente, una doctrina que sepa «de oveja», por decirlo siempre con palabras del Papa Francisco. 

Por otra parte, no puede sorprender esta dificultad para escuchar a quienes viven en la base de la comunidad y para tomar en serio sus indicaciones. 

Por un lado, a lo largo de los siglos se ha producido un desarrollo desmesurado del ministerio petrino, que ha alejado progresivamente la figura del Papa no solo del Pueblo de Dios, sino también y sobre todo de sus orígenes. 

El Concilio Vaticano II tuvo que trabajar mucho para intentar arreglar un poco el desorden institucional que se había creado con el tiempo. 

En primer lugar, recolocando toda la jerarquía dentro del Pueblo de Dios, y no por encima de él. En segundo lugar, recuperando la tarea de los obispos dentro del camino eclesial, tarea que, a lo largo de los siglos, se había oscurecido tras los focos apuntados hacia la figura cada vez más excéntrica y totalitaria del Papa. 

Por último, un paso notable del Concilio Vaticano II fue hablar y valorar al laicado, mostrando sus carismas, el sacerdocio bautismal y común, la participación en el triple munus profético, real y sacerdotal. Es cierto que las grandes revoluciones necesitan bastante tiempo para arraigar, pero también es cierto que el impulso de cambio traído por el Concilio Vaticano II se ha dejado sentir a varios niveles. 

Somos conscientes de que no bastan palabras y frases altisonantes para erradicar una práctica que dura desde hace siglos y ha pasado por muchas épocas. La práctica que hace prevalecer la doctrina sobre la conciencia personal, la imposición y la exigencia de una obediencia servil, más que el estímulo al desarrollo de la libertad personal. 

Bastaría hojear algunos documentos eclesiásticos o algunas encíclicas del siglo XIX para comprender la magnitud del problema. Tanto la Mirari Vos de Gregorio XVI en 1832 como el Sillabo de Pío IX en 1864, por citar solo algunos ejemplos, condenaban la libertad de conciencia y la libertad de prensa. Parece increíble, pero así está escrito en estos dos documentos. Son textos, sin embargo, que indican la consecuencia lógica de aquellas prohibiciones de leer la Biblia por parte de los laicos en las lenguas vernáculas, y que fueron promulgadas por el Papa Pío IV en 1564 al término del Concilio de Trento. Prohibiciones que revelan el temor a una interpretación individual de la Escritura, a una autonomía frente a la Escritura Sagrada, que pueda entrar en conflicto con la lectura oficial de la Iglesia. 

El miedo a la libertad de conciencia es síntoma de una subversión radical de la propuesta de Jesús, quien, durante su vida pública, hizo todo lo posible por ayudar a sus discípulos y discípulas a tener una visión crítica de la religión, a no confiar en los charlatanes de turno, a buscar una mirada más auténtica de la realidad. 

Sabemos que este clima de desconfianza hacia una posible lectura individualista de la Sagrada Escritura se vio incentivado por la polémica con Lutero y su afirmación de la sola Scriptura. En cualquier caso, si retrocedemos en el tiempo, descubrimos que las prohibiciones de leer las Escrituras ya se encuentran en el siglo VII d. C., inmediatamente después de la caída del Imperio Romano y la destrucción de las grandes bibliotecas de Occidente cristiano. Cierto embrutecimiento cultural abrió el camino, por un lado, a la expansión del devocionalismo religioso y, por otro, a una institucionalización de la Iglesia en un sentido más político que evangélico. 

El miedo a la autonomía de los laicos y de las comunidades cristianas por parte de la jerarquía eclesiástica viene, por tanto, de muy lejos y no se erradica de un día para otro. Este miedo indica la incapacidad de pensar en un camino eclesial que sepa valorar los carismas de todos y todas, como nos sugería San Pablo. 

Significa también una distancia infinita del proyecto de Jesús de una comunidad de discípulos y discípulas iguales. 

Por eso es importante estar muy atentos a los conceptos que propone la jerarquía eclesiástica para indicar el camino a seguir. De hecho, he aprendido a sospechar de aquellos obispos que hablan mucho de comunión, pero que luego, en la práctica, entienden la comunión como una sumisión a su voluntad, y no como un intercambio de opiniones conforme al principio de igualdad. 

Por otra parte, conocemos muy bien la historia del Sínodo extraordinario de los Obispos celebrado en Roma en 1985, que llevó a la sustitución de la idea conciliar de Iglesia como Pueblo de Dios por la de Iglesia comunión. No hay nada que objetar a la bondad del concepto de comunión, que, sin embargo, funciona, eclesiásticamente hablando, si se mantiene en relación con el de pueblo de Dios. El riesgo, que luego se ha materializado, consiste en reintroducir en el dinamismo eclesiástico, de forma sutil, ese autoritarismo clerical que el Concilio Vaticano II había expulsado decididamente. 

Partir del sacramento del bautismo, como nos sugería el número 32 de Lumen Gentium, es el dato importante que hay que retomar para construir comunidades en las que todos y todas se sienten a la misma mesa con derecho a hablar y a expresar su opinión. Hay que hacer todo lo posible por recuperar el principio fundamental de la igualdad, que ya se vive en muchas comunidades, pero que se complica cuando se sienta a la mesa alguien que cree tener más derechos que los demás. 

Esta disonancia, que a menudo se disfraza de prepotencia, revela un camino eclesial hecho de clericalismo, de autoritarismo sin ningún fundamento evangélico. Jesús dijo que, entre nosotros, discípulos y discípulas, el estilo es el del servicio humilde, la búsqueda del último lugar y no del primero, como ocurre en la lógica del mundo. «Entre vosotros no es así» (Mc 10,43). 

Democratizar las relaciones dentro de la Iglesia sería un signo profético de gran valor, en este tiempo marcado por la nostalgia de los totalitarismos. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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