sábado, 26 de abril de 2025

La Palabra que acompaña a la sepultura del Papa Francisco.

La Palabra que acompaña a la sepultura del Papa Francisco 

El Papa Francisco ha escrito la oración que acompañará su cuerpo hasta la tumba. Se trata de un hermoso diálogo con el Señor interpretado a través de escenas y palabras de la Escritura. La antífona es la de la muerte de Lázaro, cuando Marta, ante la tumba de su hermano muerto, recibe a Jesús lamentándose de que haya llegado demasiado tarde para salvarle la vida. «Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Tú crees esto?». Ella le respondió: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que viene al mundo»» (Jn 11,25-26). 

Como Marta, también el Papa Francisco ha afrontado el desafío de la fe en la prueba más dura, la que se presenta ante el cadáver de la persona amada. Y como ella y todos los creyentes, también el corazón del Papa se mantiene firme, invocando: «La esperanza de Cristo esté con todos vosotros». Porque es «en la esperanza, como dice san Pablo, que hemos sido salvados» (Rm 8,24). 

Se percibe inmediatamente que Él también estará allí para recitar todo el libro con los fieles que irán en procesión, que en esas palabras latirá aún su corazón y se oirá su voz. 

Y he aquí la segunda escena que, bajo el signo de la Cruz, ve a uno de los malhechores crucificados junto a Jesús, que es el primero en encarnar la esperanza que se convierte en salvación: «Y dijo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Él le respondió: «En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso»» (Lc 23,42). El Papa Francisco se encuentra en la piel de quien recibe gratuitamente un excedente de vida. «Firme en la esperanza contra toda esperanza» (Rm 4,18). 

Una esperanza que toda la Iglesia promueve, por tanto, con su súplica coral: «Mira con bondad, Señor, la vida y las obras de tu Siervo y nuestro Papa Francisco... acógelo en tu morada de luz eterna y de paz». 

Y aquí se ilumina una visión poética de un escritor contemporáneo, Charles Péguy, que así argumenta sobre la más joven de las virtudes teologales: «La esperanza es una niña pequeña que arrastra a sus hermanas mayores, la fe y la caridad» (de El pórtico del misterio de la segunda virtud). Esta niña camina segura, inmaculada y mansa incluso ante las duras palabras de quienes, aún en estos días, ante la indefensión del cadáver de un hombre, proclaman al mundo entero su juicio condenatorio. 

La procesión comienza detrás de su pastor y la escena es la del diálogo intenso entre Jesús resucitado y Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Él le respondió: «Sí, Señor, tú sabes que te amo». Él le dijo: «Apacienta mis corderos»» (Jn 21,15). El Papa Francisco está en el orante del Salmo 23 que invoca al Pastor que es el Señor y, al mismo tiempo, está en ese obispo pastor según las palabras del profeta Ezequiel: «Iré en busca de la oveja perdida y traeré de vuelta al redil a la descarriada; vendaré la herida y curaré la enferma; cuidaré de las gordas y de las fuertes; las apacentaré con justicia» (Ez 34,16). 

Vuelven las palabras del comienzo del pontificado, cuando sugería a los pastores —los obispos, los presbíteros— que no tuvieran olor a incienso, sino «olor de ovejas», y que se pusieran al fondo, en medio y a la cabeza del rebaño. Y sin duda lo ha sido: lo demuestran las numerosas mujeres, jóvenes, hombres y niños que participan, si no físicamente en la procesión, sin duda íntimamente con su «gracias» al Papa Francisco porque —como dijo alguien que estaba en la Plaza de San Pedro— «se ha ocupado de los pobres, ¡y yo soy pobre!». 

En la segunda antífona, una nueva confesión de fe: «Será agradable al Señor en la tierra de los vivientes». Y he aquí la escena de la confianza absoluta en la misericordia de Dios, que no mira los méritos, ni los límites, ni los delitos, ni los crímenes de las criaturas, sino su humilde correspondencia de amor: «Amo al Señor, porque escucha el grito de mi oración. Ha inclinado su oído hacia mí el día que le invoqué. Me rodeaban las cuerdas de la muerte, estaba atrapado en las redes del infierno, estaba preso por la tristeza y la angustia. Entonces invoqué el nombre del Señor: «Por favor, líbrame, Señor». Misericordioso y justo es el Señor, nuestro Dios es misericordioso. El Señor protege a los pequeños: yo era miserable y él me salvó» (Sal 116,1-5). 

El orante se lanza al corazón de Dios como un niño al abrazo de su padre. Así, el Papa Francisco, pequeño, humilde, oprimido por la tristeza, encuentra su libertad, su grandeza, su dignidad y su belleza cerrando los ojos en el abrazo del Señor. 

No puede faltar, por tanto, el Salmo 51, donde el Papa Francisco entra en el corazón de David cuando se da cuenta de lo grande que era su pecado. Se da cuenta y llora por el dolor: Miserere mei Dominus secundum misericordiam tuam, «Ten piedad de mí, Señor, según tu misericordia». El eco de un Papa que se confesó como un pecador que conoció el amor absoluto de Dios, agua regeneradora que se bebe en la fuente de la misericordia. La procesión canta desde lo más profundo del alma el Jubileo de la Misericordia. Mientras ante nuestros ojos surge una última escena: la de la mujer adúltera del Evangelio de Juan, a la que nadie condena y a la que Jesús entrega a otra vida. A otra primavera. A un tiempo sin límites donde solo se respira Amor. Misericordia et misera. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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