sábado, 26 de abril de 2025

Ayúdame, Señor, a creer.

Ayúdame, Señor, a creer 

Los Domingos entre Pascua y la Ascensión nos invitan a enfrentarnos a nuestras debilidades y, por consiguiente, también a nuestras fortalezas. Esto también ocurre en este segundo domingo de Pascua, en el que se nos propone el pasaje en el que Juan narra dos apariciones: la primera, a los discípulos encerrados en casa; la segunda, ocho días después, cuando los discípulos están de nuevo en casa, pero con ellos también está el apóstol Tomás, que la primera vez no estaba (Jn 20,19-31). 

Como suele ocurrir en los pasajes del Evangelio, cada línea merecería un análisis más profundo y ofrece motivos de meditación: el miedo de los discípulos que permanecen encerrados; Jesús que llega y trae la paz; la alegría que estalla; la sencillez con la que Jesús se da a conocer mostrando las heridas; el hecho de que a unos hombres que hasta un momento antes estaban perdidos en la duda les ofrezca el Espíritu y un mandato extremadamente exigente -«como el Padre me ha enviado, yo os envío»-. 

Pero entonces llega Tomás, y su figura atrae toda la atención, porque expresa un conflicto entre la confianza y la desconfianza que muchos, creo, han experimentado en sí mismos. 

En primer lugar, Tomás no cree a sus hermanos, los discípulos. Dicen que han visto al Señor, pero él no confía en ellos y se lo dice claramente: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en la señal de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré». Lo cual es como decir: habéis soñado, o quizás habéis cedido a una ilusión que necesitabais en ese momento de miedo, pero creer es otra cosa. 

Me viene a la mente, siempre en relación con Tomás, otro pasaje de Juan, donde cuenta que Jesús, al salir del Cenáculo después de la Última Cena, para tranquilizar a los suyos, dice: «Me voy a preparar un lugar para vosotros... Y vosotros sabéis adónde voy». También entonces, Tomás hace una pregunta muy racional: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Y Jesús responde: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí» (Jn 14,1-6). 

Hay una fe del corazón y una fe de la cabeza, una fe hecha de emociones y una fe hecha de búsqueda. Esto es lo que nos recuerda Tomás: más que un hombre escéptico, un hombre en búsqueda. 

Probablemente, los demás discípulos, aquellos a quienes Jesús se apareció por primera vez, también dudaban. Tanto es así que Jesús, que lee en los corazones, «les mostró las manos y el costado», antes incluso de que hablaran. Sabe que debe hacerse reconocer. 

La duda de Tomás, en cambio, se expresa explícitamente. No quiere dejarse llevar por las emociones, por el deseo: necesita buscar una respuesta en la que pueda confiar. La fe también se alimenta de esto: de la búsqueda, del uso de la razón. Pero luego, cuando Jesús se le aparece y le muestra las heridas, Tomás baja la guardia y se abandona inmediatamente a la fe. 

El Evangelio no nos dice si Tomás puso o no el dedo en las heridas de Jesús. Por lo tanto, podemos pensar que Tomás no lo hizo y que creyó solo basándose en la prueba visual —la aparición— y auditiva, las palabras. El término ver/mirar aparece cinco veces en este pasaje, como invitación a mirar o como reproche por pretender ver antes de creer. La búsqueda de Dios nunca podrá llevar a tocar con la mano, pero al menos puede llevar a ver lo suficiente como para poder abandonarse a la fe. 

Es cierto que Jesús reprende a Tomás -«Porque me has visto, has creído; ¡dichosos los que no han visto y han creído!»-, como había reprendido al funcionario de Cafarnaúm -«Si no veis señales y prodigios, no creéis». Pero también es cierto que, Él que lee en los corazones, no quiere perder a Tomás, y reaparece ocho días después para permitirle ver. Así acoge su búsqueda y le propone una experiencia espiritual —el encuentro personal con el Maestro— para ayudarle a conquistar la fe. 

Bienaventurados los que no han visto y han creído. Pero Jesús tampoco abandona a los que necesitan ver. 

Algunas claves para profundizar pueden ser las siguientes… 

El Evangelio que nos presenta la figura del Apóstol Tomás es el Evangelio de un hombre en búsqueda, pero no sin fe. 

Juan nos cuenta que, la tarde del primer día después del sábado, los discípulos estaban juntos, en un lugar no especificado, pero con las puertas cerradas, porque tenían miedo. Y tenían miedo a pesar de que Pedro y el otro discípulo «al que Jesús amaba» ya habían comprobado que Jesús había resucitado y a pesar de que, en caso de que quedara alguna duda, Magdalena había contado que lo había visto personalmente. 

Es humano tener miedo, y es humano, cuando se tiene miedo, reunirse todos en un lugar que nos haga sentir protegidos. Pero ¿dónde estaba Tomás? ¿Por qué no estaba allí con ellos? Él no tenía miedo, por lo que se fue por ahí, ¿o es que el miedo prevalecía sobre la necesidad de tener una respuesta a sus preguntas, a su inquietud? 

El hecho es que, cuando Jesús llega, Tomás no está, y por lo tanto se pierde el encuentro y las tres cosas importantes que Jesús hace. 

1.- La primera es que da la paz a los discípulos: ese «la paz sea con vosotros» repetido dos veces no es solo un deseo, es un verdadero regalo. 

2.- La segunda es que se da a conocer, gracias a las heridas, y gracias a ello los discípulos recuperan la alegría: de repente todo se vuelve ligero y soportable, porque el Maestro sigue con ellos. 

3.- La tercera es el mandato: «como el Padre me ha enviado, así os envío yo». Lo que significa: abrid esas puertas, poneos en camino, salid, …, enfrentaos al mundo. 

Pero Tomás pierde sobre todo el aliento vital, aquel con el que Jesús transmite el Espíritu Santo y que recuerda aquel con el que Dios creó al hombre (Gn 2,7). Si al alentar Dios había transmitido la vida transformando un poco de barro en un hombre, esta vez, al alentar el Espíritu, Jesús transmite una vida nueva a los discípulos, transformándolos en misioneros y especificándoles el mandato: «A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes no los perdonéis, les quedarán perdonados». 

Jesús no entrega a los discípulos ningún poder, salvo el de perdonar, que implica acoger: misericordia y perdón, esto es lo que caracteriza a la Iglesia, porque Jesús no trajo la salvación solo a los suyos, sino a todos los hombres. 

Tomás no está: se ha perdido esta alegría, estos dones, este mandato. Y no puede creer lo que le cuentan los demás. Sin embargo, no los ha abandonado, no se ha alejado, sigue formando parte de la comunidad, tanto es así que ellos sienten la necesidad de que participe. Pero él necesita más: no puede creer en lo que le cuentan. 

Por otra parte, no es la primera vez que Tomás duda: durante la última cena, cuando Jesús dijo que había preparado un lugar para cada uno en la casa del Padre, él preguntó: «Señor, no sabemos adónde vas; ¿cómo podemos saber el camino?». Y Jesús respondió: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 3-7). 

Afortunadamente, Jesús no se detiene ante una manifestación de escepticismo o un no y, por lo tanto, ocho días después, vuelve expresamente por él y lo desafía a tocarlo: «Pon aquí tu dedo...». 

Aunque al arte le gusta representar al Apóstol tocando con el dedo las llagas del cuerpo de Jesús, Juan no nos dice que lo hiciera. En cambio, sí nos cuenta una reacción inmediata que hace que el escéptico Tomás se convierta en el primer hombre en definir a Jesús Cristo como «Dios». En medio de su comunidad, recupera la fe, y una fe firme. 

Pero el evangelista Juan está hablando de cristianos que no conocieron a Jesús en persona y que no podrán conocerlo nunca en persona. A ellos va dirigida la advertencia con la que Jesús concluye la conversación: «Porque me has visto, has creído; ¡dichosos los que no han visto y han creído!». 

Una frase que podría añadirse a las ocho bienaventuranzas, junto a «bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios». 

Este es tantas veces nuestro obstáculo: creer sin poder ver. 

Es difícil, pero sabemos que, si no lo conseguimos, Jesús encontrará la manera de volver expresamente por nosotros y de mostrarnos. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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