La paz os dejo, mi paz os doy: una revolución copernicana
En la fiesta de Pascua no puedo liberarme de la visión de la guerra, que nos devuelve a la Pasión. ¿Cómo se podrá pasar a la resurrección?
La paz nunca es «justa». Y mucho menos se necesita una guerra para alcanzarla.
No creo que con las armas. La paz es un fin y las armas, en el mejor de los casos, pretenden ser un medio para alcanzarlo.
Pero los medios no deben contradecir el fin, sino ser, en todo caso, un camino en cierta medida homogéneo con el fin. En otro tiempo, tal vez era posible pensar que el miedo y la fuerza podían hacer entrar en razón a los injustos y restablecer los agravios. Quizás.
Pero la lógica de la guerra siempre ha hecho ganar al más fuerte -no siempre al más justo- y, suponiendo que fuera el más justo, la justicia después de la victoria siempre ha abandonado el campo del vencedor, transformando la victoria de la justicia en victoria de la fuerza. Y abriendo el camino a otras guerras «reparadoras» de la nueva injusticia.
Así que, si bien en teoría puede existir una guerra justa, históricamente nunca ha existido una paz justa.
Entonces: ¿es justo librar una guerra justa para alcanzar una paz injusta? Si la guerra justa es una posibilidad lógica, la paz injusta es una realidad histórica.
Pero las guerras de antaño, por destructivas que fueran, dejaban tras de sí alguna posibilidad de recuperación y ajuste.
Pero esas guerras de antaño, hoy, desde lo alto de
nuestro poder destructivo, las vemos casi como peleas de niños que se pelean y
se reconcilian, para luego volver a pelearse. Hoy, el fin de la pelea cósmica
ya no dejaría espacio para la reconciliación.
Las armas que tenemos garantizan muy bien el miedo al fin.
Ya no se necesitan armas para garantizar la paz con el miedo a la derrota, porque las que tenemos ya garantizan el miedo al fin. La disuasión ya existe, sin necesidad de aumentarla. Y ningún aumento de las armas serviría jamás para asustar a ese loco que quisiera destruir el mundo.
El rearme se parece mucho al endurecimiento de las penas para anular el delito: ¡nunca ha servido! En cambio, sirve, y mucho, para enriquecer a quienes producen las armas y para producir la guerra que se quiere evitar, y para quitar recursos y sentido de solidaridad a los hombres.
Podría mantenerse la lógica de las armas puramente defensivas. Pero la frontera entre la defensa y la ofensiva es delicada; el precio de este rearme es, en cualquier caso, elevado en términos humanos y peligroso porque puede escaparse de las manos; y tentador, porque incita al defensor a jugar su ventaja ofendiendo. En realidad, no es la prioridad en la agenda actual del rearme.
Pero sé que al defender estas posiciones se corre el riesgo de ser tachado de pacifista y, peor aún, de ser un hippie soñador, un poco evanescente e irrealista ante hombres y mujeres de rostro duro que saben cómo funciona el mundo.
Y, sin embargo, la paz no debe confundirse con un pacifismo vagamente hippy, como una convivencia en relaciones libres y agradables, que se refugia entre las flores cantando canciones y deja a otros la tarea de tirar del carro de la historia.
La paz es una lucha que compromete todos los recursos del ser humano.
La paz no es una condición pasiva, y es dura como esa espada de la fuerza del espíritu que es la única con la que Jesús quiere que se armen sus discípulos.
Es siempre una construcción que exige una lucha que compromete todos los recursos del ser humano, para obtener aquellos resultados que promueven al hombre: la salud y la nutrición del mundo; el establecimiento de relaciones comerciales e intercambios culturales y de personas; la anulación de todo tipo de sanciones divisorias y el restablecimiento de relaciones de todo tipo (culturales, turísticas, deportivas...); la ampliación del radio de las relaciones internacionales más allá de (o desmoronando) las viejas alianzas, fruto de un mundo separado por cortinas y sospechas.
Empezando por establecer relaciones de colaboración entre las diferentes fuerzas dentro de cada país y no siempre y solo relaciones de fuerza entre amigos y enemigos.
Estoy seguro de que los pueblos están más en esta onda que sus gobernantes. Algunos dirán: «¿Por qué el pueblo no quiere luchar por valores más elevados que el estómago?», y nosotros responderemos: «Porque el pueblo sabe que la guerra la declaran los poderosos, pero la luchan los pobres».
La revolución copernicana: del miedo a la confianza.
Pero nosotros buscamos otro camino que preserve la paz y otros valores. Y es el de la confianza. Que hay que conceder también primero, si es necesario, porque la confianza es como el amor: recibirla obliga a darla. En cualquier caso, como el ágape cristiano, al darla, no se pierde, se capitaliza y, en cualquier caso, nada se pierde.
Esta es la revolución copernicana que espera un mundo nuevo: pasar de una convivencia basada en la disuasión a otra basada en la confianza. Es posible.
Avanzando en plenitud (proficientes) hacia la meta mediante una serie gradual de relaciones que la verifican poco a poco en niveles medibles hasta llegar a los más plenamente fiduciarios: desde los más inmediatos, diría físicos, de intercambio de materias, hasta llegar a gestos de dedicación internacional, pasando por el terreno del conocimiento mutuo, la cultura y el diálogo interreligioso.
Casi lo habíamos conseguido. Pero la vieja lógica lo ha puesto en crisis, revelando que esta frontera es la línea de resistencia en la que se ha atrincherado el maligno.
A decir verdad, se trata de una revolución análoga a la que los cristianos conocen bien desde sus orígenes, entre el temor (ley antigua) y el amor (nueva alianza).
Tampoco esta ha concluido aún, y también se la acusa de utopía y, a veces, de debilidad (¿verdad, Nietzsche?). Y, sin embargo, también es un extraordinario duelo (duellum mirandum) contra el mal, aunque sin armas.
Para nosotros es un signo exigente de la humanidad redimida. ¿Y quién mejor que aquellos que tienen en la Pascua su sello?
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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