Con ligereza - San Lucas 17, 5-10 -
En cambio, yo sí he visto árboles en el mar.
Bosques. En lugares imposibles. En medio de tormentas y olas.
He visto árboles trasplantados allí donde todos habían tirado la toalla. Y los vi dar frutos. Pocos, pequeños, a veces. Pero frutos.
Hombres y mujeres que no se rinden. Porque son discípulos del Sembrador. Porque están enamorados del Único que nos revela al Uno. Porque están seducidos por la Palabra del Maestro. Amados que eligen amar.
Los he visto perseverar, resistir, atreverse, trasplantar, dar esperanza.
Movidos por la fe. La fe de quienes encuentran un Dios en quien confiar.
Y se unen a Él.
He visto llevar árboles de esperanza y consuelo a las periferias desmoronadas de nuestras ciudades. Y palabras de vida en medio de gritos de violencia y muerte. Y escucha. Y sonrisas. Y caricias. Y tiempo para dar.
Por amor, solo por amor.
He visto bosques nacidos de la fe, aunque minúscula. He
visto árboles bailar en medio del océano de soledad de nuestras ciudades.
Como un grano
No la fe arrogante de quien confunde su obstinación con la verdad.
No la que se grita y se empuña como un arma para gritar a los demás hermanos «culpables» de no creer. No la fe que se propone como un ladrillo inamovible, lo tomas o lo dejas. No la fe de quien cree hablar en nombre de Dios.
Sino esa pequeña. Como la mía. Como la tuya.
Pequeña porque es auténtica ante la inmensidad. Pequeña como la de quien aún se maravilla ante la inmensidad de la luz otoñal o las sombras de un bosque o la generosidad de un gesto de compasión. Pequeña porque sabe que la fuerza y la eficacia están en la semilla, no en el sembrador.
Y la Palabra, sembrada en nuestros corazones, crece entre la cizaña, pero tiende hacia el sol que la hace madurar.
Pequeña porque es verdadera. Porque es humilde.
Y la humildad es la conciencia de saber exactamente dónde estamos. Discípulos.
Entonces, incluso una fe pequeña como la mía, como la tuya, planta bosques.
En nuestras vidas, ante todo. Y en las de los demás.
En este horrible tiempo de deforestación del alma, somos
sembradores de infinito.
Inútiles, es decir, necesarios
¿Cómo tomar conciencia de tener una fe pequeña que sabe mover bosques?
¿Cómo saber si nuestra fe es verdadera?
Si somos siervos. Si nuestra vida se pone al servicio de la Vida.
Si nuestra existencia aprende a amar y elige amar, imitando a aquel que se hizo siervo.
Siervos inútiles, donde el significado del término inútiles es sin pretensiones, sin exigencias, sin reivindicaciones. Nos basta saber que somos discípulos del Dios siervo por amor. Y no pretendemos ser aplaudidos y venerados, reconocidos y gratificados.
No pretendemos, en un delirio de omnipotencia, que Dios se ponga a nuestro servicio.
Estamos felices de haber comprendido qué es la vida. Qué es el mundo. Qué es la Historia.
Hemos nacido para descubrir cuánto somos amados y cuánto, dejándonos amar, somos capaces de amar.
Siervos del amor. Siervos por amor.
Somos nosotros los que somos inútiles, no nuestro servicio como epifanía del rostro de Dios.
Conscientes de acoger en nosotros un bosque frondoso,
maduramos el deseo adulto y decidido de querer, a nuestra vez, dar lo que hemos
recibido.
Habacuc
Habacuc está desanimado, ¿cómo no entenderlo? El pequeño y obstinado pueblo de Israel debe luchar continuamente para sobrevivir entre gigantes: primero los egipcios y los asirios, luego los babilonios... toda la historia es una sucesión de invasiones y golpes de estado, de tragedias e injusticias.
Ahora, en las fronteras de Israel, presionan los caldeos.
El rey de Israel, un idiota, solo piensa en construirse un palacio.
El profeta, exasperado, dirige su oración a Dios: puede defenderlo ante el pueblo, pero ¿cómo se puede suscitar la fe en un pueblo exasperado?
Dios responde invitando a Habacuc e Israel a la fe, a conservar la fe, la confianza.
Como a Lázaro, Dios promete abrazar con inmenso afecto al justo que vive por la fe.
Los profetas de ayer y de hoy se enfrentan continuamente a la misma objeción desarmante: ¿dónde está Dios cuando el hombre desata su violencia? ¿Cuando prevalece la oscuridad? ¿Cuando se burlan y desprecian al justo?
Y la Palabra responde hoy: solo con la fe podemos
atrevernos.
Confiar
Habacuc es invitado a confiar, Timoteo recibe una conmovedora carta de Pablo encarcelado y es invitado a recordar su vocación episcopal; los apóstoles, tras un primer momento galvanizador de euforia por los éxitos conseguidos por el Nazareno, comienzan a chocar con sus propios límites y con la hostilidad de algunos fariseos y sienten que la llama (tímida) de la fe vacila lentamente.
Confía, dice la Palabra, confía, entrégate, desconfía de tus supuestas certezas.
La fe es el abandono razonable en los brazos del amado, en el gesto inconsciente y obvio del niño que se lanza a los brazos de su padre.
Habacuc no lo sabe, pero el enésimo choque con una cultura extranjera obligará a Israel a redescubrir sus raíces y a convertirse (¿volver a ser?) en signo en el mundo.
Pablo no lo sabe, pero sus palabras dolorosas y duras serán tomadas por el Espíritu Santo y llenas de Dios, de modo que hoy leemos la Palabra de Dios en los labios agrietados de Pablo, el Apóstol desanimado e inquieto.
Pedro, Juan y los demás no lo saben, pero su fe, más pequeña que un grano de mostaza, crecerá y se convertirá en un árbol inmenso a cuya sombra descansamos nosotros, discípulos temerosos del tercer milenio, incluso cuando los cristianos desmontaban la credibilidad de la Iglesia pieza a pieza...
Ligereza
La nuestra no es la fe de los méritos, como la de los fariseos. No podemos poner una aduana a la puerta de la Iglesia dejando entrar solo a los que se lo merecen. Todos somos siervos que cumplen con su deber, no hay mejores ni peores a los ojos de Dios.
Dios da a cada uno según su necesidad, no según sus méritos.
Somos solo siervos de la Palabra. Es decir, el mundo ya está salvado, no tenemos que salvarlo nosotros.
Se nos pide que vivamos como salvados, que miremos más allá, más allá y más adentro.
Jesús nos pide que vivamos como hombres de fe, que caminemos por nuestro camino con un corazón compasivo y lleno de paz, fecundo y acogedor. Con ligereza.
Somos siervos inútiles a los que Dios hace valiosos. Y anunciar el Reino es tan hermoso que nos olvidamos de nuestras necesidades.
Por lo demás, dejemos que Dios haga su trabajo.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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