En Gaza se sigue sin tocar fondo: o de la hipocresía buenista bienpensante de las líneas rojas
Quienes siguen a diario la inmunda masacre con la que, desde hace veinte meses, el ejército israelí está diezmando a la población de la Franja de Gaza son conscientes, con trágica claridad, de una cosa, pase lo que pase.
Para nuestro mundo, el mundo en el que los occidentales
hemos crecido desde la Segunda Guerra Mundial es hasta probable que las cosas
ya no serán iguales. Ningún acontecimiento ha marcado de manera tan drástica
una línea divisoria en nuestra historia cultural reciente. Ningún compromiso
bélico, por indirecto que fuera, ninguna tragedia ni revolución ha tenido el
mismo efecto, aunque aún nos cueste reconocerlo. Porque nunca antes, los países
occidentales habíamos apoyado o respaldado - por obra u omisión - algo tan
devastador.
Todo parecía estar claro desde el principio. Desde los primeros compases de lo que muchos siguen llamando guerra, se habló del «suicidio de Israel», pero también del «suicidio de Occidente», porque el repentino, manifiesto y ostentoso traspaso de ciertas líneas rojas había puesto en crisis certezas de una civilización siempre reivindicadas, vividas con orgullo y ya casi dadas por sentadas.
El sacrificio infinito de civiles, y en particular de niños, paramédicos, médicos; el uso del hambre y la sed como armas; las detenciones, las torturas, las humillaciones indiscriminadas; la destrucción completa de un mundo: escuelas, universidades, registros civiles, catastros; el uso espantoso de armas de todo tipo, una fuerza desproporcionada para aniquilar, arrollar, barrer: casi como un sueño absurdo de super-humanidad; todo lo que hemos visto, casi en directo, en imágenes que nos han llegado desde los primeros días de este interminable matanza, podía llevar a una toma de conciencia inmediata.
Mientras intelectuales, académicos, políticos y comentaristas se peleaban por una cuestión lingüística —la idoneidad o no de la palabra «genocidio» para referirse a la matanza en curso (una miseria cultural que por sí sola debería abrirnos los ojos al abismo en el que hemos caído)— quienes no dejaban de seguir los acontecimientos confiando en las fuentes directas que nos permiten nuestros tiempos, ya tenían muy claro que se había superado de forma dramática una sutil línea que siempre, o casi, se había tratado de considerar insuperable.
Y, sin embargo, hoy, tras más un año y medio de muerte, no dejamos de ir más allá. Nunca se toca fondo. Los acontecimientos paradigmáticos de esta deriva de la insensatez se multiplican y, en ocasiones, se condensan en imágenes definitivas. Se difunden imágenes y vídeos. De la mayoría de los heridos y muertos no sabemos sus nombres, no conocemos sus historias. Daños colaterales que no cuentan salvo para la estadística. Los de este lado de la línea no les echamos de menos. Alguien, en cambio, y siempre desde la otra línea, sí les llorará. Y, sin embargo, todos somos, en una medida o en otra, ‘responsables’ del dolor de la violencia indiscriminada y de la muerte sin escrúpulos contra los inocentes. Aunque es verdad que otros, sin embargo, celebran ese horror.
La noticia se celebra con botellas de champán y corchos volando, confeti que sale disparado de sombreros abiertos, corazones palpitantes, «me gusta», brazos en alto, aplausos y hurras, e inevitables fuegos artificiales, en definitiva, todo el arsenal de la aprobación social. ¿Cómo es posible, de hecho, celebrar, reír, exultar, aprobar y descorchar botellas de éxtasis celebativo?
Hemos llegado más allá, en definitiva. Más allá de cualquier punto de no retorno. Y ahora ese buenismo hipócrita europeo alude a no se sabe qué línea roja con el bombardeo y destrucción por parte de Israel de una Iglesia católica en Gaza el pasado 17 de julio, matando a tres personas e hiriendo a otras. ¿No habrán sido otras las manifiestas o sutiles líneas rojas que Israel no ha respetado? ¿Por qué un edificio de culto cristiano católico, y sus moradores, deben ser línea roja y no las personas palestinas asesinadas mientras hacían cola a la espera de alimentos, de agua, …?
¿Cómo hemos llegado a esto? ¿Cómo se mantiene esta guerra? ¿Cómo finalizará el horror? Se empezó hablando del precio inevitable que había que pagar. Luego se repitió el estribillo de los escudos humanos. Y cada vez, la voz oficial repetía que entre las víctimas había hombres de Hamás (una justificación casi nunca demostrada y, de hecho, a menudo, trágicamente desmentida por las pruebas reales).
Cada vez, las voces que aprobaban y justificaban eran
numerosas. «Estamos luchando esta guerra por vosotros» era el mantra,
proclamado por quienes reivindicaban, entre nosotros, la necesidad de
consentir, es decir, de «ensuciarse las manos». Las consecuencias están a la
vista de todos. En nombre de una supuesta superioridad democrática, todo se ha
vuelto posible, cualquier horror, cualquier aberración.
Siempre ha costado imaginar un futuro. Sin embargo, el futuro es precisamente la democracia, que no es un simple mecanismo electoral de voto, sino el respeto a las minorías. Y que algunas líneas divisorias muy precisas siguen marcando desde siempre.
En sus orígenes, por ejemplo, hay quienes ponen en crisis la democracia, sobre todo cuando se convierte en instrumento de terror. Está Tucídides, por poner un ejemplo, que narra y denuncia el delirio de omnipotencia en el que cae «su» ciudad.
Por lo tanto, también hoy deben existir historiadores, intelectuales, periodistas, …, dispuestos a denunciar. Sobre ellos, es decir, sobre todos y cada uno de nosotros, recae la gran responsabilidad moral. Porque es cierto que no hay vuelta atrás. Pero se puede avanzar de muchas maneras. Y nuestro único camino es el que nos indican, en primer lugar, quienes siguen contando la verdad de lo que está ocurriendo en Gaza. Como, por poner un ejemplo sin más, la Sra. Francesca P. Albanese -relatora especial de las Naciones Unidas sobre los territorios palestinos -.
La destrucción de una Iglesia católica (con la muerte de tres personas y con el número de heridos) no es ninguna línea roja particular. Otros centros de culto al mismo Dios con otro nombre habrán ido bombardeados y destruidos. Y sus creyentes y adoradores asesinados o heridos. Y como lo han sido y lo están siendo otros centros donde se da culto a la vida: como escuelas, hospitales, … En todo caso, éste es un horror más que nos dice cuál es nuestra responsabilidad y cuál nuestro deber.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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