jueves, 10 de julio de 2025

Puertas - San Lucas 13, 22-30 -.

Puertas - San Lucas 13, 22-30 - 

Jesús está subiendo a Jerusalén con paso firme y decidido. Su rostro está serio. 

Sabe bien que en la ciudad que mata a los profetas habrá un ajuste de cuentas. 

Pero no sube enfadado, resentido, ni se hace la víctima, como a veces hacemos nosotros. 

No se pone en el centro, aunque para él es un momento difícil. Al contrario. 

Mientras sube, predica en los pueblos, se detiene, anuncia, cura. 

Ama. 

Ha venido a traer el fuego. Y sigue lanzando chispas con la esperanza de que tarde o temprano enciendan. 

No es un gran reformador, no es un innovador, no quiere que lo confundan con un sanador, un santón, un gurú. 

Él es el primero en arder. Arde de amor. 

De pasión por el Padre, de deseo, de alma. 

Por eso no puede entender. 

No puede entender a ese que viene a ser tranquilizado. 

Que viene a ser aplaudido, a ver su nombre escrito en la lista de los buenos. 

¿Son pocos los que se salvan? 

Los demás, claro. Yo no. 

Necio. 

Salvación 

Es curioso hablar de salvación a un mundo que no cree necesitarla. 

Oscilando entre un optimismo irracional y un pesimismo catastrófico, nuestro mundo no siente necesidad de salvación. 

De salvadores sí, continuamente. 

Alguien que haga por nosotros, que sane el planeta, que reparta trabajos, regalos y prebendas, que resuelva todas las disputas. Que aumente los sueldos y las pensiones, que condone los impuestos y dé puestos de trabajo, mejor aún, que dé un sueldo sin siquiera trabajar. Pero que no me pida nada a mí. Que solo salve. 

Pero no, sinceramente, no necesitamos salvación. 

Porque quien anhela la salvación es quien ha experimentado la pérdida. 

Y estamos demasiado saciados para seguir sintiendo ese grito del alma, esa profunda carencia que se convierte en el trampolín para buscar. Demasiado víctimas para ser adultos y arremangarnos. 

Demasiado hundidos en el victimismo y el miedo para tomarnos en serio y cuidarnos. 

El tipo que se acerca al Señor cree que está en regla. 

Observa los preceptos, al menos los principales. 

No, claro, no es un santo. 

Pero sin duda es mejor que los que le rodean. 

Como, a veces, creemos que somos nosotros. ¡No somos tan malos! ¡No somos peores! 

Reglas y certificados 

Es la tentación que nos afecta a nosotros, los discípulos, los católicos de toda la vida, cuando perdemos la dimensión de la espera, la ansiedad del discipulado, cuando creemos que los muros de la ciudad son tan sólidos que, en el fondo, no necesitan la vigilancia del centinela. 

Nos afecta como un cáncer a nosotros, los discípulos, cuando, después de una experiencia de Dios estruendosa y arrolladora, sentimos de repente que hemos entrado en un grupo aparte, y miramos con suficiencia a «los otros», los que no entienden, los que no conocen, los que han hecho otros caminos en la Iglesia, los que los Domingos, en la Misa, se aburren y no captan la dimensión de la interioridad, los que, fuera, no entienden, nos insultan, nos ofenden, nos juzgan, nos atacan. 

En el fondo, también nosotros pensamos que somos los elegidos. 

¿Y si nos equivocamos? Mejor preguntarle a Jesús. 

Que no le gusta acariciar los oídos… 

Incomprensiones 

El riesgo existe, advierte Jesús. 

El de invertir gran parte de nuestra vida en buscar a un Dios que, al final, no nos reconoce. 

No porque sea caprichoso, sino porque, sencillamente, nunca nos ha encontrado. 

Entonces, ¿a quién hemos dirigido nuestras oraciones? ¿En qué Dios creemos realmente? 

¿Al Dios asegurador? ¿Garante del orden moral? ¿Al Dios que existe, pero quién sabe cómo es realmente? ¿Al Dios de los curas? 

Sería absurdo llegar a la puerta, con todas las flores que hemos hecho, las (supuestas) buenas acciones que hemos realizado, el respeto (en línea general) de las normas que nos han enseñado, y no reconocer con asombro el rostro del Dios de Jesús. 

Que nos alejará si no hemos practicado la justicia (no la coherencia, no la apariencia, no la devoción). 

Si no hemos amado al hermano. Y al enemigo. O lo hemos intentado. 

Si no hemos perdonado. O lo hemos intentado. 

Estrecheces 

La puerta es estrecha. 

No es exclusiva, no excluye. Pero porque solo hay una puerta: Jesús. Solo Él nos conduce a Dios. 

En las ciudades fortificadas siempre había una puerta principal, cerrada con barrotes durante la noche y vigilada. Y otra más pequeña, escondida, conocida solo por los ciudadanos, para las salidas nocturnas. 

El camino estrecho del Evangelio no tiene que ver con el sacrificio o la penitencia, sino con la diversidad. 

Todos siguen la corriente, sin plantearse problemas, dejando a otros el esfuerzo de pensar. 

Nosotros no. Pensamos antes de actuar. Y rezamos. Y amamos. 

Y el Evangelio sigue siendo siempre el último criterio de juicio, aunque no el único. 

Se necesita toda la vida para convertirse en cristiano, toda la vida para convertirse en hombre, toda la vida para liberarnos de los demasiados condicionamientos que nos impiden captar lo absoluto de Dios en nosotros. 

Cuidado, pues, con el riesgo de la costumbre, con la forma más triste de ser cristianos, que es creer que creemos, confundir nuestra sensibilidad, nuestro estilo de oración, nuestra experiencia en un grupo con la única forma de ser cristianos. Tendremos sorpresas, nos advierte el Señor. 

Veremos a personas que juzgamos alejadas de Dios, personas que en nuestro corazón juzgamos devotamente como pecadoras y alejadas de Dios, veremos en la mesa del Señor, veremos a los paganos, a los ateos diríamos hoy, como profetiza Isaías, oficiando en el templo de Jerusalén como sacerdotes. 

Porque el hombre mira la apariencia, Dios mira el corazón. 

Ánimo, amigos, Dios nos ama y nos toma en serio, nos sacude si es necesario, nos invita, ahora y siempre, a convertirnos verdaderamente en discípulos según su corazón. 

Precisamente porque nos ama, nos corrige, invitándonos a superar la tentación de sentirnos realizados. 

Jesús arde. 

Su amor arde, dejemos que arda. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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