jueves, 10 de julio de 2025

En el amor, Dios reconoce al hombre.

En el amor, Dios reconoce al hombre 

Una sutil angustia nos invade a todos los que aspiramos ante esa puerta estrecha, una cruel desilusión que crece cuando la puerta, de estrecha, pasa a estar cerrada; cuando la voz —una voz que he oído, que me resulta familiar— responde desde dentro: «No os conozco». Toda la vida buscándote, ¿y ahora eres Tú quien nos aleja? 

¿Cómo hacer para ser reconocidos por el Señor? Yo soy conocido por Dios si en mi vida vivo algo de la vida de Dios. El Dios de la acogida buscará en mí huellas de acogida; el Dios de la comunión buscará en mí semillas de comunión y pan compartido, y al encontrarlos, abrirá de par en par la puerta. 

En el umbral de la eternidad, el amor busca, dentro de ti, algo en lo que reflejarse. Y si Dios reconoce en nosotros, germinando, al menos un reflejo de su corazón dirá: «Os conozco». Más aún, diremos, con una sola voz, nosotros y Él: nos conocemos, como Padre e hijo, como mar y gota, como sol y rayo de luz. Solo el amor conoce. 

Al comienzo de la parábola, las puertas parecen ser numerosas, y los creyentes se agolpan ante las puertas equivocadas que no conducen a ninguna parte. «Esforzaos por entrar por la puerta estrecha». La puerta del mundo nuevo es una sola, es estrecha y requiere un esfuerzo para atravesarla. 

No lo es por el gusto de la fatiga, ni para reducir el número de los salvados, sino porque indica claramente a Jesús solo, Él solo es el punto de paso entre los valores de este mundo y los del mundo venidero, el punto de inversión entre las fuerzas de un mundo agresivo y separador y las creadoras y constructivas del Reino que él ha instaurado. 

Ese punto de paso es estrecho porque indica el lugar que Jesús ha elegido, el último lugar, el lugar de uno que vino a servir, el lugar de quien siendo rico se hizo pobre, el del niño puesto en medio del círculo de los adultos como modelo. La puerta es estrecha porque indica ese poco de madera que le bastó para morir. 

Es estrecha, sí, pero es suficiente: de hecho, la gran sala está llena. Llegan los que están lejos, y son una multitud, y entran. No son mejores que nosotros, que estamos cerca, no tienen más méritos que nosotros. No me hago ilusiones, el ojo de la aguja nunca estará al alcance ni de los cercanos ni de los lejanos. Pero a Jesús no se le merece, se le acoge. 

Una sala apretada, sí, pero hermosa. Resuena con símbolos de fiesta: una sala llena, una mesa preparada, un torbellino de llegadas y una colorida confusión de puntos cardinales; un mundo finalmente diferente, donde Dios mismo se regocija al ver a los hombres convertidos en hermanos. 

Si acojo a Jesús en mí, yo también me convierto, como Él, en punto de paso, tierra atravesada, pequeña puerta de comunión, por la que la vida va y viene. Así comenzaré, humildemente y con dulzura, a cruzar el umbral que en mí conduce al misterio. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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