Vacío por lleno - San Lucas 18, 9-14 -
No se puede rezar a Dios y despreciar al hermano.
No se puede acudir a Él y juzgar al pecador.
No se puede entrar en el Templo y adorar al propio ego espiritual.
No se puede estar ante Dios y no reconocerlo y amarlo en el rostro del pecador.
No se puede decir que se es discípulo y desear la muerte a los refugiados que se ahogan en nuestro mar Mediterráneo.
No bromeemos.
Quién sabe si el Señor volverá a encontrar la fe cuando regrese. No las devociones. Ni las parroquias. Ni los movimientos y grupos (sanos y santos).
Quién sabe si volverá a encontrar la fe.
Aunque sea poca, como un grano de arena. La que hay, la que veo, la que admiro, contemplando los bosques que crecen en los océanos de nuestro mundo inhóspito.
Una fe, sin embargo, que parte del reconocimiento de que somos pecadores. Mendigos.
Una fe que se esconde detrás de los méritos. Porque ante Dios no hay méritos.
Solo la alegría de estar trasplantados en Dios, escondidos en Él.
Tenaces y obstinados buscadores de sentido.
El fariseo y el peso del corazón
Los fariseos eran devotos de la ley, trataban de contrarrestar la relajación general del pueblo de Israel, observando escrupulosamente cada pequeña directriz de la Ley de Dios.
Gente buena, de verdad.
Ciertamente, el fariseo nos parece arrogante, pero, en realidad, solo está lleno de celo. Demasiado lleno.
La lista que el fariseo hace ante Dios es correcta: por celo, el fariseo paga la décima parte de sus ingresos, no solo, como todos, de su salario, sino incluso de las hierbas para infusiones y las especias para cocinar. La Ley establece un día de ayuno al año, pero él ayuna dos días a la semana, incluso por aquellos que no ayunan.
Todo buen párroco querría tener entre sus feligreses al menos un fariseo: ¡la décima parte de su salario llenaría rápidamente las arcas de la parroquia!
Pero al final, en sus palabras no hay Dios. Solo hay su yo.
Hipertrófico. Engorroso.
Está tan lleno de su nueva y brillante identidad espiritual, tan consciente de su destreza, tan lleno de su ego (el espiritual, el más difícil de superar), que Dios no sabe dónde ponerse.
No necesita ser salvado, no reconoce la lepra que lo habita (que nos habita a todos), sino que ostenta ante Dios su brillante estado de buena salud espiritual.
Su corazón está abarrotado.
El rico glotón Epulón tenía el corazón abarrotado de bienes y lujos.
El fariseo que se cree justo está lleno de su devoción,
convertida en un pequeño ídolo.
Peor
Peor: en lugar de enfrentarse al (maravilloso) proyecto que Dios tiene para él (y para cada uno de nosotros), se compara con ese publicano, allí al fondo, que ni siquiera debería permitirse entrar en el Templo.
Quizás no soy mejor que los demás, pero desde luego no soy peor. ¿Qué son mis pecadillos comparados con las cosas horribles que hacen los demás?
Cada uno es único, ¿cómo podríamos compararnos con los demás?
¿Por qué? Sin embargo, gran parte de nuestra vida se juega de esta manera: estamos llenos de juicios, envidias, opiniones, clichés, simplificaciones, caricaturas, estereotipos... Siempre dispuestos a compararnos con quienes están peor que nosotros, con quienes son peores.
Cuando la única persona con la que deberíamos compararnos es la obra maestra en la que podríamos convertirnos.
Si tan solo lo creyéramos.
No es solo un problema de orgullo. Es una complicación de
la existencia, una vida que no consigue salir del agujero negro en el que se ha
metido.
Vacío
El publicano, en cambio, tiene mucho espacio.
El dinero que ha ganado con deshonestidad, el odio de sus conciudadanos (¡es un colaboracionista!), la impresión de haber fracasado en sus elecciones, crean un vacío en su interior, un vacío que solo Dios podrá llenar. Consciente de sus límites, los confía al Señor, pide con sinceridad y dolor que Dios lo perdone. Y así sucede.
Hay una forma de vivir y de ser discípulos llena de arrogancia y de ego desmesurado, llena de certezas que se lanzan a la cara de los demás (¡basta con ver el nivel del enfrentamiento político e ideológico en el que vivimos!).
Hay una forma de vivir y de ser discípulos llena de búsqueda y de humildad, de ganas de escuchar y de comprender, de seguir buscando, a pesar de haber encontrado ya al Señor.
El deseo de Lázaro, lo único que posee, lo empuja a los brazos de Abraham. El rico, en cambio, tiene el corazón abarrotado, lleno de preocupaciones, es emperador y señor de su tiempo, de sus cosas. Solo la ausencia produce la necesidad de buscar. Solo el deseo nos empuja.
Y el publicano desea.
Paradójico: el gran pecador, ¡lo es de verdad!, supera al
fariseo. La conciencia del pecado y de la limitación puede ser el trampolín que
nos abre el universo de Dios.
Sugerencias del publicano
Si no consigo sacar un cuarto de hora de mi día para relajarme por completo, para vaciar mi mente, quizá después de una buena carrera o un paseo por el parque, si no consigo silencio a mi alrededor (apagar la televisión, desconectar el móvil), si no preveo, al menos de vez en cuando, una pausa en un día que no sea el de siempre, en la cola de la autopista para ir a descansar, me costará encontrar un lugar donde esté Dios.
Lo sabemos, hoy en día resistir cuesta: el día está repleto de compromisos indispensables para sobrevivir.
No tenemos espacio para la interioridad, ese es el problema.
El Evangelio nos exhorta a dejar un poco de espacio al Señor, a no presumir, a no pretender, a no pasar el tiempo enumerando nuestras virtudes.
Todos estamos desnudos ante Dios, todos somos mendigos, todos somos pecadores.
Nos es imposible juzgar, si no es partiendo de la limitación, si no es desde el último lugar que el Hijo de Dios quiso habitar.
Una vez más, el Señor nos pide a cada uno de nosotros autenticidad, la capacidad de presentarnos ante Él sin roles, sin máscaras, sin paranoias, sin honores de méritos ni títulos.
Dios no necesita buenos chicos que se presenten ante Él para recibir una palmada consoladora en la espalda, sino hijos que aman estar con el padre, en la autenticidad absoluta y (a veces) dramática.
Esta es la condición para obtener, como el publicano, la conversión del corazón.
Para descubrirse amados, sin importar nada más.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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