jueves, 20 de marzo de 2025

Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.

Mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador 

La fiesta de la Asunción de María al Cielo no nos habla sólo de una mujer, por grande que sea, sino que habla de toda la Iglesia. Porque las verdades sobre María son el alfabeto de nuestra vida. 

La fiesta afirma que la Iglesia lleva en sí el futuro del mundo, anticipado por la Virgen María. Y así nos muestra a cada uno de nosotros el camino hacia el futuro. Y es un buen futuro.

El libro del Apocalipsis lo dice con una imagen solar: «Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida de sol, coronada de estrellas». Es la imagen de nuestro futuro, una humanidad de luz incluso en la lucha, una humanidad que abre buenos frutos. Lo dice el cántico del Magnificat, con un Dios que levanta, eleva, llena, derriba y crea una tierra nueva, una arquitectura del mundo hecha de justicia y de bondad. San Pablo habla también de un futuro bueno donde Cristo es el primer resucitado de una inmensa caravana que nos incluye a todos (cf. 1Cor 15, 20) y todos recibiremos la vida y el último enemigo será aniquilado. 

Como creyentes, llevamos dentro de nosotros la fuerza de este futuro, como una semilla de fuego, como una semilla de luz. Cada uno de nosotros, como creyente, lleva dentro de sí el futuro del mundo. Y si muchas cosas de nuestra historia actual parecen contradecir la esperanza, para nosotros, como para los profetas, la palabra de Dios es más verdadera que su cumplimiento. 

Amamos las promesas de Dios más que su cumplimiento, como lo hizo Abraham. Él cree en la tierra prometida aunque, cuando muere, sólo ha comprado terreno suficiente para cavar una tumba; aunque, cuando muera, de la innumerable descendencia prometida –«Tendrás hijos más que las estrellas del cielo» (cf. Gn 15,5)– no tendrá a su lado más que una pequeña semilla. Abraham cree en las promesas de Dios más que en su cumplimiento. 

La fiesta de la Asunción nos ayuda a adquirir la fe, a adquirir la belleza de vivir, a creer que es bello vivir, es bello amar, es bello ser hijo, hermano y prójimo. Es hermoso porque el mundo se está moviendo hacia un resultado positivo y brillante, hacia un resultado fuerte y grandioso, aquí en el tiempo y luego en una vida que nunca terminará. 

Santa María, la humilde mujer que vino de las periferias del mundo de aquel tiempo, fue la primera en cruzar el mundo de todos los tiempos, las fronteras del cielo: 

Ven y ve por los espacios

insuperable para nosotros,

anillo dorado del tiempo y la eternidad,

anillo que une, conecta, une el tiempo y la eternidad, uno en el otro, sin interrupción. 

Ella nos enseña a vivir en la tierra con esa parte del cielo que la compone. La fe de María es la nuestra, es lo que mantiene unidos el trabajo cotidiano y las cosas eternas, las realidades penúltimas de una vida sencilla y las realidades últimas, el no ver y el no comprender, y luego la luz repentina que revela el significado: la muerte como experiencia devastadora y luego la esperanza de la resurrección. 

También nosotros debemos entrelazar estas dos dimensiones: la sencillez fiel a la propia vocación durante la existencia terrena y la espera de desembarcar en ese inmenso mar de luz, donde estaremos siempre con el Señor y con aquellos a quienes hemos amado. 

Manteniendo unidos en nosotros los dos extremos de la existencia: la fiel perseverancia día tras día y la tenaz esperanza de un encuentro que no será arrodillarse ante el trono de un emperador inmortal, sino besar temblorosamente la fuente virginal del universo. 

María es la que dio carne a Dios en la tierra, la que es carne de mujer en el cielo. Con su cuerpo está en el cielo. Y esto significa que cada día de María, vivido en el silencio y en el trabajo, cada hora transcurrida en las actividades domésticas, en la fiel paciencia, todas las alegrías y los sufrimientos, todas las noches oscuras de su vida y su indomable esperanza, todo entraba en la eternidad. Jesús lo dijo con una imagen muy fuerte: “No perecerá ni un cabello de vuestra cabeza” (Mt 10,30). 

Y así será también para nosotros. “Creo en la resurrección de la carne”, decimos y confesamos. Y si esto parece hoy tan difícil, si para muchos la vida eterna parece poco atractiva, sabemos que el destino de este cuerpo está inscrito en el mismo destino del alma. Porque el hombre es uno. Y hoy es la fiesta de la unidad del hombre, del destino glorioso del cuerpo igual al destino glorioso del alma. Hoy todo hombre obediente y fiel canta a la salvación entera en alma y cuerpo. 

Este cuerpo, esta realidad tan frágil y sublime, tan querida, tan sufriente, sacramento de amor, a veces instrumento de violencia, este cuerpo en el que sentimos la densidad de la alegría, en el que sufrimos la profundidad del dolor, se convertirá, después del último viaje, en una puerta abierta a la comunión, en un teclado divino para una melodía que nadie ha podido extraer todavía, se convertirá en transparencia cristalina, sacramento del encuentro perfecto. 

Hoy la Iglesia canta el canto del valor del cuerpo. Y si una vida vale poco, nada vale tanto como una vida. 

Un antiguo texto cristiano, la Carta a Diogneto, aconseja al creyente: «Detente cada día a contemplar los rostros de los santos». Santos que nos encuentran, que nos cruzamos en la vida, santos que quizás viven en nuestra casa, de todos los días o de cada día, de la puerta de al lado,... Hoy, sin embargo, contemplemos el rostro de Santa María, seguros de que el hombre llega a ser lo que contempla, de que cada uno de nosotros llega a ser lo que mira con amor, de que cada uno de nosotros llega a ser lo que ama. 

Santa María, la mujer vestida de sol, la mujer generadora de vida, la mujer que nunca se rindió en la lucha contra el dragón, la mujer del camino o itinerario más grande, envía a nosotros, a nuestros hogares, una bendición de esperanza, consoladora, sobre todo lo que representa nuestro "dolor de vivir"; una bendición sobre los años que pasan y pesan, sobre las ternuras negadas, sobre las soledades sufridas, sobre los hijos que se equivocan, sobre la decadencia de este cuerpo nuestro, sobre la corrupción de la muerte, sobre la lucha contra nuestro pequeño o gran dragón rojo, que nos amenaza pero no vencerá, porque la belleza es más fuerte que la violencia. 

La Asunción es entonces la celebración de nuestra migración común hacia la Vida. “Ahora ella viene al rey y sus amigas vírgenes la siguen en danzas de alegría”. 

Somos nosotros, toda la humanidad, quienes avanzamos hacia el palacio. Somos una humanidad herida, sufriente y, aun así, en movimiento; Somos una humanidad caída, pero en camino, una humanidad que conoce bien la traición y la crisis de la fe, pero que no se rinde, porque ama el cielo y la tierra con la misma intensidad, porque sabe que dentro de cada uno de nosotros está depositado el anillo de oro que une el tiempo y la eternidad. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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