El abismo del amor
La tierra entera resuena con un grito: un grito de nostalgia. Es la profunda melancolía del paraíso perdido, del Dios perdido, del amor y de la paz perdidos.
La tierra, con sus cardos y sus espinas, con sus prímulas y sus siemprevivas y sus estrellas y, de vez en cuando, su ternura, pero sólo de vez en cuando y furtivamente. Y su crueldad a menudo, demasiado a menudo, y sus lágrimas y sus sollozos. Y un día Dios no pudo soportarlo más. Dios ya no pudo contenerse más.
Y entonces tomó la descendencia de Adán y comenzó a gritar junto con sus hijos el mismo grito de nostalgia, arraigado en la angustia, arraigado en la sangre y en el amor, y se encarnó. Y subió a la cruz. Sólo para estar con nosotros y como nosotros. Sólo para que podamos estar con Él y como Él. Estar en la cruz es lo que Dios le debe en su amor al hombre que está en la cruz.
El amor conoce muchos deberes, pero el primero de estos deberes es estar con el amado. Sólo un Dios sube a la cruz y entra en la muerte porque cada uno de sus seres queridos entra en la muerte. Y cualquier otro gesto nos habría confirmado en una falsa idea de Dios. Solo la cruz disipa toda duda.
Cualquier hombre, cualquier rey, si pudiera, bajaría de la cruz. Sólo un Dios no baja de la cruz. La cruz es el abismo donde Dios se hace amante, la génesis perfecta de Dios entre los hombres. Esto dicen las primeras palabras dirigidas al mundo después de la muerte de Jesús: verdaderamente éste era el Hijo de Dios.
El acto de fe nace de la cruz: no, creer en la Pascua no es la verdadera fe: ¡es demasiado bella en Pascua! La verdadera fe está en el Viernes Santo cuando Dios no estaba allí, en silencio, ausente. Cuando ningún eco responde al fuerte clamor.
La esencia del cristianismo es la contemplación del rostro de Dios crucificado. Estamos a las puertas santas del Triduo Pascual. Entramos en los días de nuestro destino, los días de la “venganza de Dios”: cuando Dios se venga de toda la distancia, de toda la indiferencia, de toda la separación, inventando la cruz que eleva la tierra, que abaja el cielo, que reúne los cuatro horizontes, la encrucijada de todos nuestros caminos dispersos.
Los brazos de Jesús, clavados y extendidos en un abrazo innegable, son las puertas del Edén abiertas para siempre; son un corazón dilatado hasta el punto de desgarrarse mucho antes de la estocada de la lanza; son la bienvenida a toda criatura, una alianza con todo lo viviente: la génesis del hombre en Dios.
Porque el amado nace de las heridas del corazón de quien le ama. El hombre nace del corazón traspasado de su Creador. Y comprende que la vida no es posesión ni robo, sino don de sí mismo; que Dios y la vida son don mutuo de sí mismo. Entonces la cruz es verdaderamente la gloria de Dios, la hora gloriosa de la vida.
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