El Señor se rebajó y descendió
El Sábado Santo, o Gran Sábado, es el día “intermedio”, porque cae entre el día de la muerte de Jesús y el día de su resurrección. Es un día único en su ritmo litúrgico, un día de silencio y de espera, que no sólo es parte de la Semana Santa sino que se convierte en una hora, un tiempo, a veces una estación en la vida de un cristiano.
Debemos confesar también que es un día incómodo, que parece vacío, y no es casualidad que hasta hace algunas décadas hubiera sido, por así decirlo, “robado”, “sustraído”, porque de alguna manera casi había sido expulsado de la propia liturgia.
En primer lugar, escuchando las Sagradas Escrituras, el Sábado Santo aparece como el día en el que nada se dijo de Jesús, muerto y sepultado el día anterior, y poco se dijo de los demás, los discípulos y los protagonistas de su pasión y muerte. Parece un día que debe pasar rápido, pues las mujeres esperan el día siguiente para volver al sepulcro, los Sumos Sacerdotes piensan que nada puede pasar, ya que el sepulcro está custodiado por los soldados de Pilato, los discípulos, atenazados por el miedo, se quedan en casa, con las puertas cerradas.
Sábado Santo, día en el que no ocurre nada, día de descanso de Dios, según la vida de fe judía, día en el que el cuerpo muerto de Jesús está en el sepulcro para reposar. Habiendo muerto la víspera, Jesús aparece muerto para siempre: ya no hay nada más que ver ni oír de Él… Su historia parece un fracaso y su comunidad está perdida y asustada. La evidencia es contundente: un cuerpo sin vida, cerrado con una gran piedra dentro de una tumba inaccesible.
Un día tan vacío, marcado por la aporía, ¡parece el día más largo! Quisiéramos que terminara pronto, porque pone a prueba nuestra adhesión a las palabras en las que creímos, nuestra esperanza en un resultado de salvación y triunfo del bien sobre el mal.
Y en cambio nos encontramos ante la muerte: la de Jesús, pero también nuestra muerte y la muerte de otros que amamos. Quisiéramos acortar ese día, quisiéramos borrarlo, y sin embargo, en el triduo salvífico, es un día intermedio necesario: se trata de comprender lo sucedido, de afrontar la realidad de la muerte como un fin que se impone inexorablemente, de ejercitarnos en la espera, superando constantemente las dudas mediante la adhesión a las palabras de Jesús.
El Sábado Santo, la fe se ve obligada a luchar, a reconocer su propia debilidad, a vencer la nada, el vacío. Si el Sábado Santo testimonia que Jesús “profundizó”, nos exige a nosotros ir más profundamente, acoger la oscuridad que envuelve el enigma, que poco a poco, gracias a la fuerza del Espíritu de Dios que actúa en nosotros, puede transformarse en misterio.
¡Sí, del enigma desesperante al misterio que revela el significado de todas las cosas y de todos los acontecimientos! No se puede vivir el Sábado Santo sin aceptar la “crisis de la palabra”, la experiencia de que las palabras no bastan y a veces deben dar paso al silencio, al “no saber qué decir ni cómo decir”. El escándalo de la cruz proyecta una sombra, y debemos aprender a permanecer en esa sombra. “Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor”, canta el profeta en las Lamentaciones por la muerte del Mesías (3,26).
Pero si bien es cierto que este silencio y esta espera nos aprietan el corazón, en lo más profundo de nuestro corazón seguimos creyendo que Jesucristo está siempre actuando y que precisamente cuando no vemos nada y solo notamos que “recessit Pastor noster” – “nuestro Pastor se ha ido” –, precisamente entonces Él, el Señor de vivos y muertos, ha descendido a los infiernos, a lo profundo no redimido del hombre, para traer esa salvación que nosotros no podemos darnos a nosotros mismos.
Aquel Sábado Santo bajó al encuentro de todos los humanos ya muertos, pero aún hoy baja a nuestras profundidades no evangelizadas, habitadas por nuestras sombras y por la muerte, para hacer lo que nosotros no podemos hacer.
Sí, en la vida espiritual tarde o temprano bajamos, pero al bajar encontramos a Jesús que nos ha precedido y nos espera con los brazos abiertos. Entonces termina nuestra espera, nuestro lamento se transforma en un canto nuevo, nuestro permanecer en las tierras de la muerte en una danza de alegría: Él, Jesús resucitado, enjugará las lágrimas de nuestros ojos y con su mano en las nuestras nos conducirá al Padre en el Reino eterno.
Y el sepulcro, que al tercer día estará vacío, será elocuente: «¡No está aquí, ha resucitado de entre los muertos, como había dicho!». Así, después del Sábado Santo comienza ese día sin fin, sin ocaso: la Pascua de Jesús y nuestra Pascua, ¡una única Pascua!
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