El valor del perdón
"Entonces Jesús dijo: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen" (Lucas 23,34).
Éstas son las penúltimas palabras pronunciadas por Jesús poco antes de su muerte y relatadas por Lucas (históricamente inverosímiles porque en efecto son una relectura y comprensión teológica de la experiencia de Jesús dentro de la comunidad de los orígenes). Este versículo falta en varios códices. Quizás detrás de esto, es una hipótesis, se esconde una polémica mal disimulada y nada cristiana contra los judíos, culpables de haber conspirado con los romanos contra Jesús para matarlo. Y es comprensible: lo que dice Jesús se considera “excesivo”, va más allá de lo que legítimamente se puede pedir y resulta molesto.
Un Dios que se manifiesta como misericordia y perdón
Pero detrás de estas palabras está el corazón del mensaje que Jesús trajo y que Él vivió personalmente. Con sus palabras y sus acciones quiso narrar un Dios que se manifiesta como misericordia y perdón, es decir, un Dios que siempre ofrece una oportunidad más, un Dios que “cree” más que nadie en el poder regenerador del perdón como vía mayor de humanización, de realización de nuestra humanidad.
Lo que propone Jesús de Nazaret no es una exhortación piadosa al perdón: propone un estilo de vida basado enteramente en el don del perdón. Tanto es así que Él mismo permanecerá fiel hasta el final a lo que ha propuesto a cuantos quieran seguirle, es decir, a cuantos quieran hacer suyo su mismo estilo de vida.
El sacramento de la reconciliación
La vida de las comunidades cristianas conoce hasta tal punto la importancia de esta realidad que ha hecho de ella un Sacramento, el Sacramento de la Reconciliación. Aunque sustancialmente “certifica” y muestra el rostro del Dios misericordioso anunciado y vivido por Jesús, sin embargo ha reducido, o corre el riesgo de reducir, la práctica del perdón a la sola dimensión vertical, dejando en segundo plano la dimensión horizontal, que para Jesús es y sigue siendo el criterio para verificar la autenticidad de la relación con lo divino. El riesgo es precisamente el de reducir el perdón a un asunto privado entre Dios y yo: “Me encargo de entenderme con Él, hago lo que me pide y soy perdonado”. Formalmente correcto pero evangélicamente distante.
Hay que recordar que en la propuesta de Jesús el creyente, es decir el cristiano, no es alguien que se limita a obedecer una serie de normas y preceptos “divinos”. Para Jesús el criterio no es la obediencia, sino la semejanza, o más bien la “semejanza”.
Lucas lo recuerda de nuevo con un dicho que probablemente se remonta al mismo Jesús: «Sed misericordiosos, como su Padre es misericordioso» (Lc 6,36). El criterio es pues “parecerse” (lo que recuerda la tarea confiada al hombre en la creación: alcanzar la semejanza…) Aquel que se manifiesta como misericordia. Esta característica principalmente divina abre un espacio de posibilidades para el hombre al ofrecerle el camino del perdón como forma de realizar su propia humanidad.
El perdón divino no es por tanto un “asunto privado”, sino que representa una invitación a vivir la dimensión relacional con el otro en el registro del perdón. En definitiva, se trata de vivir en la conciencia de ser personas continuamente perdonadas y, por tanto, invitadas a perdonar.
Cultivar en el esfuerzo de lo cotidiano la conciencia de estar siempre abrazados por este don del perdón nos invita a compartir esta realidad, a no limitarla a nosotros mismos, sino a hacerla llegar allí donde haya necesidad.
En este sentido, Jesús nos recuerda que el perdón del Padre no se ofrece exclusivamente a nosotros, sino que se nos da para que podamos “hacerlo circular” entre nosotros, compartirlo con quienes se cruzan en nuestro camino. No tiene sentido creer en un Dios que perdona si este don queda confinado a la relación entre nosotros y él.
El perdón divino, dado libremente y aceptado auténticamente, se vuelve estéril, por no decir inútil, si no es compartido. En definitiva, sobre la palabra y la vida de Jesús, vivimos nuestro ser discípulos haciéndonos portadores de ese perdón allí donde estemos y vivamos. En otras palabras: Jesús nos da el arte, porque es arte, del perdón para que nosotros mismos nos convirtamos en narradores de ese Dios misericordioso al que Jesús permaneció fiel hasta el final, hasta el don total de sí mismo que se manifestó como perdón.
El perdón como proceso de liberación
Lo sabemos bien: el perdón no es un gesto inmediato ni fácil. Requiere consciencia, voluntad y, sobre todo, un profundo viaje interior. Perdonar no significa olvidar el mal sufrido o fingir que no pasó nada, sino elegir no permanecer prisionero del resentimiento. Es un acto de libertad que disuelve el vínculo con el dolor y nos permite mirar hacia adelante con el corazón más ligero.
A menudo la dificultad de perdonar surge del miedo a volver a ser herido o del sentimiento de que al perdonar uno pierde una parte de sí mismo. Sin embargo, el Evangelio nos ayuda a comprender que el perdón no es un favor al otro, sino un regalo que nos hacemos a nosotros mismos para romper el ciclo del sufrimiento.
Perdonar al otro: un camino hacia la reconciliación
Imaginemos a un hombre que durante años ha guardado en su corazón un profundo sentimiento de traición hacia su hermano. Un acontecimiento del pasado ha dañado su relación, dejándole una herida que con el tiempo se ha convertido en rabia y distanciamiento. Cada vez que recuerda ese episodio, siente todo el peso de la injusticia y la frustración de no haber recibido nunca la disculpa que hubiera deseado.
Cuando este hombre se embarca en un itinerario espiritual, comienza a explorar el significado del perdón evangélico. A través del diálogo y la escucha, descubre que perdonar no significa borrar el pasado, sino transformar la manera de mirarlo. La parábola del siervo despiadado le hace comprender que el perdón recibido y el perdón dado están profundamente unidos: si acogemos el perdón como una gracia, podemos aprender a transmitirlo también a los demás.
Después de un largo camino interior, este hombre decide dar el primer paso hacia el perdón. No lo hace porque su hermano necesariamente lo merezca, sino porque entiende que el resentimiento le está quitando la serenidad. El perdón se convierte así en una elección de paz, ante todo interior, que permite redescubrir la relación con nuevos ojos.
Perdonarse a uno mismo: un acto de misericordia personal
Además de perdonar a los demás, hay otro desafío fundamental: perdonarnos a nosotros mismos. A menudo somos los jueces más severos de nosotros mismos, cargando dentro de nosotros el peso de los errores, los arrepentimientos y las malas decisiones.
A menudo nos encontramos con personas que luchan por dejar atrás su pasado. Un error cometido en el pasado, una palabra dicha en el momento equivocado, una decisión tomada bajo presión: cada una de estas experiencias puede convertirse en un peso que nos impide vivir plenamente el presente.
¿Cómo podemos aprender a perdonarnos a nosotros mismos? El primer paso es reconocer nuestra humanidad. Si Dios está dispuesto a perdonarnos, ¿por qué deberíamos negarnos esta posibilidad? Hay un aprendizaje que realizar para reelaborar el sentimiento de culpa, transformándolo en una oportunidad de crecimiento en lugar de una condena eterna.
El perdón como elección diaria
El perdón no es sólo un acontecimiento, sino un proceso que puede requerir tiempo… acompañamiento… orientación… A veces es un acto consciente e inmediato, otras veces madura poco a poco, fruto de un recorrido de pequeños pasos.
Tantas veces es necesario ofrecer un espacio seguro y un tiempo prolongado donde las personas pueden explorar el significado más profundo del perdón, abordando honestamente sus propias heridas y descubriendo que perdonar no significa perder nada, sino ganar libertad interior.
Estamos llamados cada día a elegir entre el resentimiento y la paz, entre el peso del pasado y la posibilidad de un futuro renovado. El perdón, vivido de forma auténtica, se convierte en una preciosa oportunidad de sanación y renacimiento.
P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF
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