domingo, 16 de marzo de 2025

San José, el hombre del desierto.

San José, el hombre del desierto 

En el corazón de la Cuaresma, el 19 de marzo, la Iglesia celebra la fiesta de San José, así como celebra la de María durante el tiempo de Adviento, el 8 de diciembre, fiesta de la Inmaculada Concepción. 

La Carta Apostólica “Patris Corde” del Papa Francisco con motivo del 150 Aniversario de la declaración de San José como Patrono de la Iglesia Universal, es una invitación a toda la Iglesia a fijar su mirada contemplativa en la figura de San José, figura clave para comprender algunas dimensiones esenciales de la vocación cristiana. 

Es una invitación, por tanto, a ir más allá de la imagen de la iconografía tradicional, que frecuentemente presenta a San José como un hombre anciano de cabellos y barba blancos o calvo, con expresión más bien triste y mirada lejana, casi preocupada, doblegado bajo el peso de su destino, para identificar el misterio histórico-salvífico en los datos constitutivos de su personalidad dentro de la Sagrada Familia. 

La Carta Apostólica del Papa Francisco nos presenta la figura de José como modelo de padre, como hombre con corazón de padre, Patris Corde: «Con corazón de padre: así amó José a Jesús, llamado en los cuatro Evangelios ‘el hijo de José’». 

Los dos evangelistas que destacan su figura, Mateo y Lucas, dicen poco, pero lo suficiente para hacernos comprender qué clase de padre era y la misión que le confió Dios. 

Sabemos que era un humilde carpintero (cf. Mt 13,55), desposado con María (cf. Mt 1,18; Lc 1,27); un «hombre justo» (Mt 1,19), siempre dispuesto a realizar la voluntad de Dios manifestada en su Ley (cf. Lc 2,22.27.39) y a través de cuatro sueños (cf. Mt 1,20; 2,13.19.22). Después de un largo y cansado viaje desde Nazaret a Belén, vio nacer al Mesías en un pesebre, porque en otro lugar «no había lugar para ellos» (Lc 2,7). Fue testigo de la adoración de los pastores (cf. Lc 2, 8-20) y de los Magos (cf. Mt 2, 1-12), que representaban respectivamente al pueblo de Israel y a los pueblos paganos. 

Tuvo el valor de asumir la paternidad legal de Jesús, a quien dio el nombre revelado por el ángel: «Le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Como es sabido, entre los pueblos antiguos dar nombre a una persona o a una cosa significaba lograr pertenencia, como ocurrió con Adán en el relato del Génesis (cf. 2,19-20). 

En el Templo, cuarenta días después del nacimiento, José, junto a su madre, ofreció el Niño al Señor y escuchó con sorpresa la profecía que Simeón hizo sobre Jesús y María (cf. Lc 2, 22-35). Para defender a Jesús de Herodes, permaneció como extranjero en Egipto (cf. Mt 2,13-18). De regreso a su tierra natal, vivió escondido en el pequeño y desconocido pueblo de Nazaret, en Galilea –de donde, se decía, «no surge ningún profeta» y «nunca puede venir nada bueno» (cf. Jn 7,52; 1,46)–, lejos de Belén, su ciudad natal, y de Jerusalén, donde se encontraba el Templo. Cuando, durante una peregrinación a Jerusalén, perdieron a Jesús, de doce años, él y María lo buscaron angustiados y lo encontraron en el Templo mientras discutía con los doctores de la Ley (cf. Lc 2, 41-50). 

José es un verdadero padre, aunque no sea un progenitor; una figura inédita, por descubrir y nada similar a ciertos estereotipos tradicionales. De ahí las diversas calificaciones que se plantean para este tipo de paternidad: como padre putativo, adoptivo, legal, casto… sin que ninguna de ellas sea exhaustiva. 

De hecho, José no se encontró por casualidad como el padre de Jesús. Si las circunstancias (hogar, edad, parentesco, amor, etc.) lo llevaron naturalmente a unir su vida a la de María mediante el vínculo del matrimonio, entonces llega este momento divino en el que Dios entra como invitado en el santuario doméstico para inaugurar esa «economía» superior que requiere una nueva generación que no dependa de la carne ni de la sangre. Los vínculos anteriores no se disuelven, y por esta misma razón el ángel insta a José a conservar a María con él; pero debe comprender que la parte que asume en el plan de redención lo constituye en “padre” en un orden de “parentesco” que no es igual al natural de los “hermanos y hermanas” (= parientes) del Señor. 

El parentesco consanguíneo no es el que puede reclamar derechos en el Reino de Dios. José pasa a formar parte de una familia que se origina únicamente por iniciativa divina. Esta entrada presupone una llamada desde arriba y una respuesta impregnada de la obediencia de la fe, instrumentos de la nueva generación. El verdadero parentesco que nos une a Jesús no puede fundarse en derechos personales y naturales, sino solo en la voluntad divina. 

Dios buscaba un hombre según su corazón para poner en sus manos lo que más le era querido: es decir, la persona de su Hijo único, la integridad de su Santa Madre, la salvación del género humano, el secreto más celoso de su consejo, el tesoro del cielo y de la tierra. No elige Jerusalén ni otras ciudades famosas: se detiene en Nazaret; y en este pueblo desconocido busca a un hombre aún más desconocido, un pobre obrero, es decir, José, para confiarle una misión, por la cual los ángeles se habrían sentido honrados, porque entendemos que al hombre según el corazón de Dios hay que buscarlo en el corazón, y que son las virtudes desconocidas las que lo hacen digno de esta alabanza. Si alguna vez hubo un hombre a quien Dios se entregó con agrado, es sin duda José, que lo tiene en su casa y en sus manos, y que está presente para él a todas horas, más en su corazón que ante sus ojos… La Iglesia no tiene nada más ilustre, porque no tiene nada más oculto” (Jacques-Bénigne Bossuet). 

José es el hombre oculto que proviene de la experiencia de esconderse y habitar en el desierto. 

Una lectura atenta de la Biblia muestra que prácticamente todos los hombres que Dios ha usado más poderosamente han pasado por el desierto, algunos en el sentido más literal, otros en el sentido espiritual: la formación de los llamados se logra a través del contacto directo con Dios en el desierto. 

La esencia del desierto, por tanto, no es la ubicación geográfica en sí, sino la vida contemplativa, la vida escondida en Dios, es decir, la unión profunda que allí se establece entre Dios y el llamado. El núcleo del desierto es el descubrimiento de la voluntad de Dios y el abandono generoso a esta voluntad que se manifiesta en las circunstancias normales de la vida. 

Podemos ver en los llamados a una misión particular dentro del Pueblo de Dios de la Antigua y Nueva Alianza, del que habla la Carta a los Hebreos, esa “gran nube de testigos”: “todos éstos, aunque recibieron buen testimonio mediante la fe, no recibieron lo prometido: Dios tenía algo mejor para nosotros, para que no fuesen perfeccionados sin nosotros”. Por tanto, dirá San Pablo, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan gran nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe (cf. Hb 11, 1-2.39-40; 12, 1-2). 

En esta nube de testigos, fijemos nuestra mirada en la figura de José, el carpintero de Nazaret, llamado a ser el padre de Jesús. En el Evangelio encontramos en la persona de José una figura maravillosa de hombre del desierto, que vive sin relevancia, sin alarde, y no busca otra cosa que descubrir y cumplir la voluntad de Dios. 

Mateo expresa toda esta maravillosa realidad en una sola frase: «José era un hombre justo» (Mt 1,19). El mismo Mateo habla de tres “sueños” que tuvo José. 

«Mientras pensaba en esto, he aquí un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: ‘José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer en tu casa, porque lo que en ella es engendrado es del Espíritu Santo’» (Mt 1,20). 

Durante la persecución de Jesús por parte de Herodes, «un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y quédate allí hasta que yo te diga”» (Mt 2,13). 

En tercer y último lugar, el Evangelio narra lo siguiente: «Cuando murió Herodes, un ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, y vete a tierra de Israel”» (Mt 2,19-20). 

La teología del cristianismo primitivo, teniendo siempre presente el gran valor de estos pasajes evangélicos: en la meditación (= en un “sueño”), una realidad tan profunda en la que la vida llega hasta los últimos confines del universo, el destino eterno del hombre mismo, su vocación, puede hacerse sensible y visible (= el “ángel”). En la meditación brilla la inconfundible misión del hombre. 

Mientras meditaba tranquilamente en el silencio de la noche, José pudo penetrar el plan de salvación del que Dios quería hacerle parte como custodio. El futuro se le presentó como aceptación y conformidad con los planes divinos. 

José es el prototipo del hombre que secunda la voluntad de Dios a pesar de las incertidumbres, de lo inesperado e incluso de la oscuridad que envolvía su alma. Antes de que se consumase el misterio de su Hijo, y antes incluso de que Jesús consumase su misión en la cruz, José ya había asumido el peso de un destino y de una misión semejantes a los de Jesús. La suya fue una misión interior. A su modo, también participó del abajamiento del Hijo de Dios que pasó, como un hombre cualquiera, sin notoriedad ni relevancia, humilde y abnegado. 

Por eso José es un hombre del desierto aunque nunca abandonó su casa y su taller de Nazaret, ya que el corazón del desierto es la contemplación y, a través de ella, el abandono total de sí a la voluntad de Dios. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

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