jueves, 29 de mayo de 2025

La armonía como clave de bóveda o piedra angular.

La armonía como clave de bóveda o piedra angular 

Imaginaos tener que exponer públicamente cuál es la filosofía de vida, la escala de valores, el punto de apoyo de la mente para orientarse en el mundo: en definitiva, cuál es el «ubi consistam». La expresión latina proviene de la frase pronunciada por Arquímedes tras descubrir el principio de la palanca: «Da ubi consistam et terram caelumque movebo» -«Dadme un punto de apoyo y levantaré el cielo y la tierra»-. 

Sin embargo, aquí no se trata de un punto de apoyo material, sino más bien del punto de apoyo inmaterial necesario para que la conciencia no se pierda en el laberinto de la vida. ¿Cómo responderíamos nosotros? ¿Cómo vamos respondiendo? 

Nadie fue capaz de dar a Arquímedes el punto de apoyo físico que pedía y el mundo siguió su curso normal. Y fue precisamente esta regularidad cósmica la que constituyó a lo largo de los siglos el punto de apoyo mental de los seres humanos. 

Así ilustraba Shakespeare la situación: «Los cielos, los planetas y esta tierra que es el centro de todo, respetan el grado, la prioridad, el rango, la estabilidad, el curso, la proporción, el tiempo, la forma, el deber y la fidelidad con el máximo rigor» (Troilo y Crésida, I, 3). En esta cosmología se apoyaban la religión y la política, la ética y la estética, produciendo lo que Stefan Zweig, en su hermosa autobiografía titulada «El mundo de ayer», definía como «el mundo de la seguridad» ... 

Hoy las cosas han cambiado. La palanca de la inteligencia humana ha logrado efectivamente levantar el mundo, tal y como soñaba Arquímedes. De ahí el desmoronamiento de la antigua cosmología, de la religión, de la ideología política, de la ética, de la estética, de … 

Todo el mundo de ayer, hoy, ya no existe. ¿Era necesario hacerlo? Creo que sí, pero la consecuencia es que ahora nos hemos quedado sin puntos de referencia que nos permitan tener un terreno común sobre el que construir siquiera un mínimo de comunidad. 

El mundo de ayer pagaba la seguridad y la unidad que confería negando la libertad y los derechos de los individuos. El mundo de hoy garantiza la libertad y los derechos de los individuos, pero lo hace desmoronando los valores y generando soledad e inseguridad. 

Sin embargo, dado que la primera necesidad de la mente es la seguridad (percibida como más urgente incluso que la libertad), de esa inseguridad deriva un malestar general cuyo nombre más preciso es: miedo. 

El miedo tiene diferentes grados: preocupación, inquietud, temor, agitación, ansiedad, temblor, desconcierto, consternación, pánico, fobia, horror, terror. Pero una cosa es segura: se vence recuperando la seguridad, y la seguridad necesita un punto fijo, como el de Arquímedes, sobre el que levantar, no el mundo, sino a uno mismo con respecto al mundo. Es decir: dadme un punto firme y me levantaré del mundo. Y una vez allí arriba con mi mente, el mundo me dará menos miedo y mi respiración volverá a la normalidad. Pero ¿existe un punto firme en el que la mente pueda apoyarse? 

El acto de fe constituye la posición de un punto firme para ejercer sobre uno mismo el movimiento de la palanca. Uno se apoya en ese punto y se levanta. Quizás sea la misión más importante de la vida: levantarse a uno mismo y así vencer los propios miedos. 

Exactamente como escribía Etty Hillesum: «En el fondo, nuestro único deber moral es labrar en nosotros mismos vastas áreas de tranquilidad, de cada vez mayor tranquilidad». Solo de la serenidad interior brota una vida auténticamente capaz de bondad, de justicia, de verdadera belleza. 

Pero ¿en qué creer? Aquí la reflexión se vuelve estrictamente personal, ya que se puede tener una fe religiosa, una fe filosófica, una fe política o de otro tipo. 

Antiguamente se buscaba un punto fijo en el que creer, pensando que algo (Dios, el partido político, la ciencia, la nación ...) podía ser inmutable o, teológicamente hablando, infalible, pero luego se comprendió que, en realidad, nada es inmutable y nadie es infalible. 

Incluso cuando estamos quietos, nos encontramos en un planeta que gira sobre sí mismo a una velocidad de 1700 km/h y que gira alrededor del sol a una velocidad de cien mil. Además, en nuestros cuerpos todo es un movimiento continuo: células que nacen, células que mueren, microorganismos que ahora luchan y ahora colaboran, y mil otros procesos incontrolados. Nada está quieto fuera de nosotros, nada está quieto dentro de nosotros. 

Por lo tanto, hoy en día solo podemos obtener un punto de apoyo para nuestra fe si no buscamos un punto fijo que sea inmóvil, porque no hay nada que lo sea (y si, a pesar de ello, lo hacemos, caemos en el dogmatismo y en la rigidez ideológica). Solo se puede dar un punto fijo a condición de que no sea inmóvil: esta es la condición para tener un punto de apoyo para nosotros, los posmodernos. 

Por eso mi fe creyente, que retomando a Karl Jaspers defino como «fe filosófica», es una fe en la armonía como lógica global del mundo y de la vida. Mi punto fijo, pero no inmóvil, viene dado por la armonía y su búsqueda. En todo este cambio incesante que produce desorientación, intento como puedo, con mi vida y mi trabajo, introducir en mí y fuera de mí energía positiva destinada a la construcción de la armonía. Cuanta más armonía, más vida sana: esta es mi verdad. 

Hablando de verdad, un día me llamó la atención el hecho de que en latín la palabra verdad -veritas- tiene la misma raíz que la palabra primavera -ver-. No creo que sea una mera coincidencia. 

Al contrario, en mi opinión, este vínculo entre verdad y primavera atestigua que, en origen, el concepto de verdad no tenía que ver con la mera exactitud (verdad científica) ni con una doctrina inmutable (verdad religiosa), sino con el dinamismo natural que hace florecer y renacer la vida: es decir, con la armonía. Por eso, además, el color primaveral por excelencia se denominó «verde» -en latín virĭdis-. 

Se trata de un dato que debe considerarse atentamente: las raíces de nuestra lengua nos transmiten la raíz «ver» relacionada con la primavera y la verdad, que por lo tanto no debe entenderse como una fórmula o una doctrina, sino como la energía y la información que hace florecer y renacer la naturaleza. Como armonía. 

El punto fijo, pero no inmóvil, de la armonía como lógica profunda de la vida ha sido captado por todas las grandes civilizaciones de la antigüedad y denominado de diversas maneras. Uno de sus maestros fue el Maestro del Sermón de la Montaña: Jesús de Nazaret. 

Para mí, uno de los nombres más bellos es precisamente «humano», y por eso vivo mi «ubi consistam» como aprendiz y discípulo de humanidad: como servicio amoroso a la lógica más profunda de la vida que es la del hijo, la del hermano, la del prójimo. 

P. Joseba Kamiruaga Mieza CMF

No hay comentarios:

Publicar un comentario

La paz… en el pleno sentido de la palabra.

La paz… en el pleno sentido de la palabra   Confieso que empiezo a sentir cierta molestia cuando, en medio de las tragedias de las guerras a...